Las transformaciones a las que estamos asistiendo en este periodo de la vida política española afectan por supuesto al sistema de partidos, pero afectarán también, de una u otra forma, al mismo funcionamiento de las instituciones constitucionales, máxime si, como es previsible, se acaba imponiendo una reforma de nuestra Carta Magna.
Pues bien, una de las primeras instituciones del Estado en la que va a repercutir esta alteración del sistema bipartidista tradicional es sin duda la Corona y, más concretamente aún, tras las elecciones del domingo, lo que se refiere a la función arbitral del Rey. En efecto, el artículo 56 de la Constitución señala así que el Monarca "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones". Ahora bien, aunque a veces no resulta fácil diferenciar entre la función arbitral y la moderadora, parece necesario distinguirlas tanto por su naturaleza como por su contenido. Sin duda, la función arbitral es más amplia que la de moderar, aunque ciertamente sólo se pueda ejercer en determinadas ocasiones con el fin de asegurar el buen funcionamiento de las instituciones o para evitar su bloqueo.
De esta manera, arbitrar significa poseer un cierto ingrediente de discrecionalidad o, como dice el Diccionario de la Real Academia, "proceder uno libremente usando de su facultad o arbitrio". En consecuencia, podemos señalar que la función arbitral del Rey, a diferencia de la función moderadora, se basa en tres condiciones necesarias: en primer lugar, su actuación es pública y no confidencial, como ocurre en la función moderadora; en segundo lugar, tal función, que comporta, como digo, un margen de discrecionalidad del Rey, no se ejerce fuera de la Constitución, sino en razón de una competencia genérica reconocida en la misma; y, por último, únicamente cabe utilizarla en situaciones excepcionales en las que se corra un riesgo en el buen funcionamiento de las instituciones del Estado.
Por lo demás, conviene recordar que las funciones del jefe del Estado están tasadas y exigen el refrendo de la persona adecuada, sin el cual no tienen validez, excepto en los llamados 'actos personalísimos', que se refieren a su ámbito más privado. Sea como fuere, no cabe duda de que la competencia arbitral más importante de la Corona es la que reconoce el artículo 62 de la Constitución y, más concretamente, el artículo 99, acerca de su obligación de proponer el candidato a presidente del Gobierno, la cual, siendo una función latente, solamente alcanza su verdadera dimensión en los casos en que no exista una clara mayoría del partido más votado tras las elecciones legislativas que le permita poder gobernar.
Hasta ahora, desde las elecciones de 1979 a las de 2011, el entonces Rey, Juan Carlos I, no tuvo ningún problema para proponer un candidato a presidente del Gobierno, bien porque, en 1982, 1986, 2000 y 2011, el partido más votado obtuvo la mayoría absoluta, o bien porque, en las elecciones de 1989, 1993, 1996, 2004 y 2008, el partido ganador cuando menos, como ocurrió con el PP en 1996, obtuvo 156 escaños, asegurándose para poder gobernar un pacto de legislatura con la formación de Pujol, lo que le permitió agotar la misma. Dicho de otra forma: la existencia de un bipartidismo formado por el PSOE y el PP facilitaba la propuesta del candidato del partido que hubiera ganado las elecciones, aunque naturalmente siempre que se hubiesen obtenido algo más de 150 escaños, cifra que tácitamente se consideró el mínimo para formar Gobierno.
Pero ahora las cosas han cambiado drásticamente y, en estos momentos, según las encuestas, son cuatro los partidos principales que van a obtener entre 120 y 50 escaños. Es decir, que cabe sostener que ninguno, ni por asomo, obtendría el mínimo de escaños (150) para poder formar un Gobierno en minoría. Nos encontramos con un cambio cualitativo y cuantitativo en lo que respecta a la posibilidad de formación del Ejecutivo. Hemos pasado de los gobiernos de mayoría absoluta o de minoría relativa basada en pactos de legislatura, a la necesidad de formar Gobierno de coalición, circunstancia ignorada hasta ahora en nuestra democracia. Según sea el resultado de las elecciones se podrá especular sobre las combinaciones que sean más factibles para gobernar, teniendo en cuenta la voluntad de cada formación. Pero hay también un nuevo factor que entra en juego por primera vez: la función arbitral del Rey.
En efecto, Felipe VI tiene el deber de proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno que pueda gobernar. Para ello, según el artículo 99 de la Constitución, deberá consultar a los representantes designados por todos los grupos políticos que hayan obtenido representación parlamentaria -de menor a mayor importancia numérica-, a fin de proponer, a través del presidente del Congreso de los Diputados, el candidato a la Presidencia del Gobierno que le parezca más adecuado, teniendo en cuenta el número de diputados con que cuente y el programa que se proponga llevar a cabo en coalición con otro grupo o grupos. Por supuesto, el Rey no puede proponer 'candidatos fantasmas', sino que debe estar seguro de su elección a la vista de lo que le hayan expuesto los diferentes grupos. En una primera votación, el candidato propuesto por el Rey deberá alcanzar la mayoría absoluta, después de exponer ante el Congreso el programa político del Gobierno (en coalición) que pretende formar. En el caso de que no alcanzase la mayoría absoluta de la Cámara (176 diputados), dispone de una segunda votación, a las 48 horas después de la anterior, para volver a presentar su programa y, en este caso, bastaría con la mayoría simple para obtener la confianza de la Cámara.
Ahora bien, si no se obtiene tampoco la mayoría simple exigida, no cabe más posibilidad que el Rey vuelva a presentar sucesivas propuestas en la forma descrita, aunque naturalmente con otros candidatos. Pero si transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ninguno de los candidatos propuestos hubiese podido obtener la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras, convocando nuevas elecciones con el refrendo del presidente del Congreso. Por lo demás, hay que señalar que teóricamente no existe ningún obstáculo constitucional para que el Rey pueda citar a consultas a algún grupo político representado sólo en el Senado o incluso a personalidades extraparlamentarias.
Por supuesto, es de esperar que este escenario apocalíptico no lo tengamos que presenciar, porque se supone que el Rey, tras las consultas con los representantes de los grupos políticos, pueda proponer un candidato que obtenga la confianza necesaria para poder gobernar. Pero, nunca se sabe, porque en estos momentos, a diferencia de todas las elecciones anteriores de nuestra democracia, no se sabe con certeza cuál será el partido más votado;y, lo que es peor, tampoco se sabe cuál será el segundo. Desde luego se puede hablar de una coalición a dos, de una coalición a tres, faceta que muchos definen absurdamente como "el Gobierno de los perdedores". Sin embargo, lo que no es posible evidentemente es que se ponga en práctica esa absurda regla reivindicada por el PP de que debe gobernar siempre el partido más votado, ignorando así que la democracia parlamentaria se basa en el número de escaños de que se dispone para gobernar y no en el número de votos, lo cual es propio de los regímenes presidencialistas.
Todo lo que acabo de exponer lo deben conocer lógicamente los partidos que se presentan a las elecciones, pero también lo deben saber los electores cuando depositen su voto en la urna, porque el Rey no puede resolver lo que no hayan solucionado los electores, sino simplemente ayudar con su poder arbitral a que España, en las difíciles circunstancias en que nos encontramos, pueda disponer de un Gobierno que lleve a cabo la reformas que se necesitan y que logre una clara estabilidad gubernamental. Por lo demás, en esta ocasión cobra su sentido el día de reflexión, antes de la jornada electoral, porque todos debemos reflexionar a quién votamos, sin olvidar que cualquier asunto complejo tiene una solución rápida, fácil y, por supuesto, equivocada.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.