La hora federal de España

No se trata de estropear la fiesta por el bicentenario de la Constitución de Cádiz reabriendo el debate sobre la necesidad de una reforma federal de la Constitución actual, sino de aprovechar la oportunidad que brindan las palabras de Rajoy afirmando que la mejor forma de conmemorar La Pepa es profundizar en las reformas necesarias. Es probable que Esperanza Aguirre tuviera en mente aquellas declaraciones del presidente cuando ayer le propuso revisar el modelo autonómico y devolver al Gobierno central las competencias en Educación, Sanidad o Justicia.

Es cierto que cuando el presidente habló en Cádiz se refería a ajustes económicos y no a otros de calado político como los que habría que aplicar para modificar el sistema territorial y competencial. Es más, Rajoy replicó a la presidenta madrileña afirmando que «ni se plantea» un debate sobre el Estado autonómico. Es más, son varios los mandatarios del PP que han puesto de manifiesto que no hay nada que reformar en la Constitución del 78. Es verdad que el zapato aprieta por el juanete de la economía; es verdad que el Gobierno tiene que concentrarse en reformar todo lo que sea necesario para salir del agujero de una deuda que impide el crecimiento y no hace más que aumentar el riesgo de una mayor deuda. Pero lo urgente no agota lo necesario, y pocos dudan de que la Constitución necesita una reforma que plasme todo lo que hemos aprendido de la aplicación de sus previsiones, muy abiertas. Y es que la Constitución se ha materializado siguiendo unas vías que no eran las únicas posibles a tenor de la literalidad del texto. Ya que se ha materializado esa concreta aplicación, ¿por qué no registrarla ahora por escrito y dotarla de un rango constitucional inapelable?

Es comprensible el miedo a la reforma de la Carta Magna, incluso a que el eventual proceso de modificación tenga menos adhesiones que las obtenidas en 1978 y que, por ello, el texto pierda legitimidad. Pero ese recelo esconde una realidad: el temor proviene de la certeza de que quienes en su día dijeron a la Constitución ahora podrían votar en contra del texto reformado. Pero ese no sólo pondría de manifiesto un sentir que ya existe entre la ciudadanía. Y no es hora de cerrar los ojos a la realidad.

España es ya, en todo menos en el nombre, un Estado federal. El problema es que le faltan algunas estructuras que sirven para que los estados federales estén más cohesionados. Porque si algo pretende una federación es reforzar la unión. No nos podemos dejar llevar por el abusivo mal uso del término federación que han hecho aquellos que, en realidad, quieren la confederación. La idea seminal del Estatuto catalán no era federalizar España, sino confederalizarla. Y hay una diferencia abismal entre federación y confederación. Federación es unión -«una mejor unión», como dicen los padres de la Constitución de EEUU-, entendida como valor político a proteger de forma especial. La confederación, por el contrario, no se somete al valor de la unión, sino que apuesta por mantener la asociación funcional de estados soberanos mientras sirva para algo, normalmente la defensa y la política exterior. Por esta razón las confederaciones tienden a desintegrarse o a acabar convirtiéndose en federaciones en toda regla. En EEUU tuvieron que pasar una guerra civil en la que se enfrentaron unionistas -los federales- contra secesionistas -los confederales-. Y Suiza ha completado el camino de la confederación a la federación, afirmando en su Constitución que el país helvético está constituido por los cantones y por los ciudadanos suizos.

Existen muchas constituciones federales que no cumplen el requisito de afirmar que la federación está constituida sobre la base de la alianza de estados preexistentes, y nadie les niega por ello la categoría de estados federales. Éste es el caso de Austria o Alemania.

Es comprensible que el recuerdo de la Segunda República haya llenado el término federal de connotaciones negativas. Pero si dejamos de lado los nominalismos, ésa es la realidad de la España autonómica actual, llena de bilateralismos entre las comunidades y el Gobierno central. Esa estructura debería ser la fuente del miedo. Y sin embargo no es así.

La razón última para abordar una reforma federal de la Constitución no radica en la necesidad de hacer un esfuerzo para integrar a los nacionalismos periféricos. Si no quieren integrarse no lo harán, y punto. Además, los nacionalismos nunca han sido federalistas. A lo más que están dispuestos es a una confederación de pueblos al estilo del Antiguo Régimen español.

La razón política última para una reforma federal es la contraria: poner punto final a la negociación permanente a la que nos aboca la actual Constitución por su estructura abierta. Apertura, por cierto, que se esfuerzan por mantener denodadamente los nacionalismos periféricos para poder así reforzar la bilateralidad de su relación con el Estado, establecerse en pie de igualdad en la relación con éste y mantener la esperanza de transformar las frágiles previsiones constitucionales en rebajas de la cohesión política interna.

España no puede continuar con un sistema de financiación autonómica sin claras previsiones constitucionales, sometida a una negociación permanente donde las comunidades reclaman cada vez más financiación para sí y menos para el Gobierno central y sus funciones. Tampoco puede continuar sin unas reglas claras, establecidas constitucionalmente, para garantizar la solidaridad interterritorial y acabar con los debates de las balanzas fiscales.

Es preciso reformar el Senado para que la representación igualitaria de los ciudadanos en el Congreso sea completada por una representación del pluralismo territorial en la Cámara Alta, con capacidad de veto en determinadas cuestiones. Y es preciso clarificar el reparto competencial, definiendo mejor el contenido de las competencias exclusivas, reforzando las necesarias para el Gobierno central en los cometidos nucleares de redistribución, estabilidad y dirección general de la economía.

No es malo que existan relaciones bilaterales entre las autonomías y el Gobierno central, pero el Estado no se puede estructurar sobre esa bilateralidad, porque supondría una desestructuración del mismo. España necesita articularse adecuadamente a través de unas estructuras horizontales en las que estén implicados todos y que sean más sólidas, permanentes, e institucionalizadas con mayor nivel constitucional que las conferencias actualmente existentes, que dependen del voluntarismo de sus componentes.

Si se procediera a una reforma federal de España, lo más probable es que los nacionalismos dijeran que no. Pero los actores principales de la política española podrían decir entonces: «esto es lo que hay». España dejaría de ser un bazar en el que todo es negociable, muchas veces debajo de la mesa, y sin que se sepa nunca con claridad si se negocia huevo o fuero.

Reforzar el sistema, dotándolo de mayor cohesión y articulando mejor la participación horizontal en el sistema -la función primordial del Senado- debiera ser de interés de todos los que pretenden que España afronte el futuro con mayor seguridad, con mayor articulación interna y con menor grado de inestabilidad.

Joseba Arregi fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista y presidente de Aldaketa.

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