La horrible lacra del miedo

De todas las desafortunadas frases que he escuchado en los últimos tiempos, me desasosiega una pronunciada por un personaje muy conocido, cuando no disimulaba su totalitarismo de izquierdas con afeites de apariencia socialdemócrata: «Tenemos que conseguir que el miedo cambie de bando». Es muy sencilla de escuchar a través de internet, ilustrada con imágenes, en docenas de vídeos.

Y es muy probable que me llamara la atención y no la olvidara porque yo soy muy miedoso. Es más: podría dividir mi modesta biografía en diversos capítulos, aderezados todos ellos con diferentes clases de miedos. A los 5 años, me producía un terrible miedo ver a mi padre, la mañana del domingo, muy temprano, despedirse para tomar el tren que le llevaría a Alcañiz para poder comprar aceite de oliva de estraperlo, el que faltaba en las tiendas. Y sólo se me pasaba, al anochecer, cuando regresaba, se desataba la gabardina amplia y se desprendía de las dos latas de aceite que había conseguido sin que los guardias le detuvieran. Un par o tres años más tarde, cuando notaba que la humedad de la lluvia traspasaba la desgastada suela de mis zapatos, sentía el miedo de tener que confesarle a mi madre que se me habían roto los zapatos. Y nunca me faltaron unos buenos zapatos, pero yo sabía que la ajustada economía familiar no estaba para regalos fuera de Reyes y cumpleaños. Pasé bastante miedo cuando me contaron de manera confidencial que en un despacho de abogados había una colección de artículos firmados por mí, y que estaban estudiando una querella por injurias, en las que me iban a solicitar ¡un millón de pesetas! y el destierro de la provincia durante tres años.

La horrible lacra del miedoPasaba miedo cuando cruzaba la frontera, camino de París, llevándole a Mario Rodríguez Aragón una modesta cantidad de dinero que me había encomendado Ana, su mujer, para que subsistiera en el exilio, y pasaba un irrazonable miedo, a la vuelta, cuando me paraban en la aduana española, y temía que me hicieran abrir el maletero del coche, lleno de libros de Ruedo Ibérico. Y, una noche, tras una asamblea en la que Eloy Fernández Clemente se vino para arriba y propuso la independencia de Aragón, y concluyó con José Antonio Labordeta cantando en el escenario. A la salida estaban «los grises», y recuerdo las carreras con María José Cabrera, una de las voces más señeras de Cope Zaragoza, huyendo de los porrazos de los policías, que cascaban sin ningún miramiento, y que no tenían nada que ver con los democráticos y exquisitos policías que desalojaron la Puerta del Sol tras el 15-M.

Sí, he pasado mucho miedo. Cuando secuestraron a Javier Rupérez y tirotearon a Gabriel Cisneros, alguien nos aconsejó a los diputados de las Constituyentes que, si nos servía de alivio, adquiriéramos un arma. Y yo fui uno de las cuatro docenas de miedosos que aceptamos la sugerencia. La llevé tres semanas. Una noche, en «La boite del pintor», tras una representación de «La noche de los maridos infieles», que protagonizaba Beatriz Carvajal, con texto de Marisa Medina y música de Alfonso Santisteban, salí a hacer el ganso a la pista de baile y, en un giro, se cayó el revólver, toc ,toc, toc, lo recogí, me senté y, al día siguiente, acudí a la calle Guzmán el Bueno, y deposité en la Guardia Civil la pistola que me había comprado con mi dinero.

Y no hablo de los miedos normales y consuetudinarios, como el miedo a los exámenes, el miedo al resultado de la biopsia o el miedo a no reunir el dinero para pagar la hipoteca, sino de esos miedos transferidos por el autoritarismo, y que te amedrentan y notas la coerción y el soplo del chantaje en el cogote. Bueno, por tener miedo, he notado el miedo retrospectivo, y como lector infatigable de una de las partes más deleznables de nuestra Historia, la II República y la Guerra Civil, me llenan de temor esas salvajadas, donde un país saca lo más podrido y lo más canalla de sus entrañas.

Precisamente por ser miedoso, y por conocer en primera persona los efectos del miedo, procuro luchar contra los miserables que lo producen. Me repugna el mando intermedio mediocre de las empresas, que es servil y lameculos con sus superiores, y tirano y desmedido con los inferiores. No puedo soportar a los patronos que amenazan con el despido para sentirse importantes ni a las pijas estúpidas que tratan a las trabajadoras domésticas como si fueran esclavas o presuntas ladronas, de la misma manera que no soporto a los matones de los piquetes informativos sindicales, esa figura del siglo XIX que ya solo pervive en España y en algún otro país despistado. Y me indignan, y me joden el alma, esos prebostes que levantan el teléfono y le piden al director del periódico o de la empresa en la que trabajas que te despache porque no les gusta lo que dices o lo que escribes. Siento una rebelión incontenible ante el político con poder que lo usa al servicio de sus intereses y no duda en amenazar y sembrar el miedo para lograrlo. Precisamente por ser miedoso, siento tal rebeldía ante los que producen miedo, que esa rebeldía me desfleca la poca prudencia que tengo, y sintiendo miedo, mucho miedo, a que me despidan, a que tomen represalias, o a que me perjudiquen, me encocoro y me indigno ante los que hacen sentir miedo a una trabajadora para conseguir favores sexuales, a una esposa, a unos hijos, o incluso a esos sádicos infantiles que insuflan tanto miedo a sus compañeros que les incitan a suicidarse. O esos nacionalistas que dividen a los ciudadanos en buenos y malos, según sigan o no su ideología, exactamente igual que hacen los fascistas y los comunistas.

Franco sabía manejar muy bien la poderosa arma del miedo. Y Stalin. Y Fidel Castro. Y tantos otros. Todo tirano sabe que la base más sólida del poder se asienta en el duro hormigón del miedo. Por eso, quien basa su lucha en conseguir que el miedo cambie de bando está trabajando para que cambiemos de tirano, no para que seamos más libres.

Recuerdo, en cierta ocasión, escuchar a Iñaki Gabilondo decir que lo que le daba miedo era tener miedo al miedo. Hablábamos de sus visitas al País Vasco en una época terrible. Y no era un juego de palabras. Precisamente por eso, los miedosos, los que estamos familiarizados con el miedo –el «metus» latino–, al saber muy bien lo que es el miedo, no sentimos la medrosidad de las vísperas, como el polimiálgico está acostumbrado a los dolores de aviso. Y no nos callamos, y nos rebelamos, porque soñamos con una sociedad llena de ciudadanos libres y sin miedo. Miedosos, sí, pero nunca mudos. Aunque, cuando escucho a algún aspirante a tirano confesar que trabaja para cambiar el miedo de bando, me produzca miedo. Mucho miedo.

Luis del Val, escritor.

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