La huelga y el autogobierno de los jueces

Con determinada intermitencia los jueces, la judicatura en general, sale a la luz pública y, en estos días, es la huelga en el ámbito judicial la que acapara la atención de todos los medios de comunicación.

Más allá de la inexistencia de una expresa prohibición, para los jueces y magistrados, del derecho de huelga en la Constitución Española, lo que traduce su ejercicio es una manifiesta funcionarización del estamento judicial en detrimento de la superior consideración que le otorga el artículo 117 de ese texto fundamental como Poder del Estado que emana, directamente, del pueblo y tiene por misión administrar Justicia en nombre del Rey, del Jefe del Estado, con sometimiento único a la Ley.

El que otorga a los juzgados y tribunales el ejercicio de la función estatal de «juzgar y ejecutar lo juzgado» -párrafo 3 del mencionado artículo 117- es el propio pueblo soberano que, si se me permite la licencia, en términos laborales, se constituiría en el verdadero «empleador» de quienes ostentan la titularidad de aquellos órganos judiciales.

De aquí que, sabiamente, se prevea un autogobierno del Poder Judicial en el marco de la trilogía de Poderes que habrá de regir en toda democracia organizada en Estado de Derecho.

Pero es en este punto donde se advierte la quiebra del sistema. Los jueces y magistrados no han alcanzado, todavía, la capacidad de pleno autogobierno que les corresponde sin perjuicio, claro es, de la correlativa responsabilidad que, el mismo, ha de conllevar.

La creación del Consejo General del Poder Judicial por la promulgación de la Constitución de 1978, lo único que hizo fue configurar un muy limitado autogobierno judicial que no llega a alcanzar algo que resulta tan esencial en el desenvolvimiento de cualquier relación de servicio como es la competencia retributiva de los jueces y magistrados.

Si quien confecciona los presupuestos, las nóminas y retribuye, finalmente, a los jueces y magistrados es el Poder Ejecutivo del Estado, a través del Ministerio de Justicia, quiérase o no, se produce una anómala modalidad de empleo, de alguna forma, subordinado y muy poco compatible con la autonomía y consecuente autogobierno que debe caracterizar a un Poder Judicial independiente.

Y no es que, ahora, la reivindicación judicial se contraiga al aspecto retributivo de los jueces y magistrados que, con buen sentido y dada la situación de crisis económica que se padece a escala mundial, ha sido marginada de la demanda planteada por una significativa parte de la Carrera Judicial. Lo que se reclama hace relación a diversos aspectos del servicio público de la Administración de Justicia que, caracterizados por una añeja carencia de medios imprescindibles, hace que los jueces y magistrados, en número notoriamente insuficiente en relación con los existentes en otros países de nuestro entorno europeo, se hallen imposibilitados de desarrollar la función constitucional que tiene encomendada en términos de eficacia y prontitud.

Es evidente que en el problema planteado se imbrican competencias que se hallan, en la actualidad, no sólo distribuidas entre Poderes Estatales distintos sino, también, entre Administraciones Públicas diferenciadas.
¿Qué hacer ante una situación así? A mi modesto entender debiera unificarse, en la medida de lo posible y dentro de las coordenadas que permita la Constitución vigente, el tratamiento jurídico-administrativo del servicio público de la Justicia, sobre la base del presupuesto apriorístico de que se trata del ejercicio de un Poder del Estado, distinto y diferenciado, de los otros dos Poderes, el Legislativo y el Ejecutivo.

No se me ocultan las dificultades que esa propuesta de unificación entraña en un momento, como el actual, de desmembración de la Administración Pública del Estado en diecisiete Comunidades Autónomas. Tampoco pretendo ignorar que el «autogobierno judicial» sólo debe extenderse a los jueces y magistrados y no al resto de funcionarios que integran el servicio de la Administración de Justicia.

Pero si, realmente, se quiere que la Justicia funcione, y funcione bien, resulta indudable que el tricefalismo que, actualmente, viene caracterizando a su gestión, en modo alguno, la preserva de las disfunciones, anomalías y carencias de todo tipo que le alcanzan.

El Consejo General del Poder Judicial podrá, en el ejercicio de las funciones que se le encomiendan, seleccionar, preparar y designar a los jueces y magistrados más aptos para el desempeño de la función judicial e, igualmente, habrá de vigilar, con esmero, la actuación profesional de los mismos, actuando su potestad disciplinaria con el rigor preciso. Pero no se le puede pedir mucho más, en el marco de sus actuales competencias, en orden a la buena marcha del servicio público de la Justicia.

Si, obviamente, hay aspectos de la Justicia que no se pueden sustraer a la competencia propia de otros Poderes del Estado -tal puede ser la Planta Judicial que debe determinarse por Ley-, sin embargo, el actual sistema de provisión de medios personales y materiales y de dotación de mecanismos actualizados para la modernización del servicio público de la Justicia se halla no sólo encomendado sino desperdigado entre la Administración del Ejecutivo Central y la de los Ejecutivos de las Comunidades Autónomas, con lo que fácil es comprender que se advierte la inexistencia de una dirección única y global que coordine este cúmulo de competencias disgregadas que ningún bien aportan a la buena marcha de la Justicia en todo el país.

Y, tal vez, sea conveniente recordar que el artículo 149.1.4ª de la Constitución de 1978 atribuye al Estado, sin otra especificación, la competencia exclusiva en Administración de Justicia, sin desconocer lo que se ha venido en llamar «la Administración de la Administración de Justicia».

Los jueces y magistrados, con su reivindicación actual, están poniendo de relieve algo que ya tiene raíces seculares y que, como es obvio, no puede atribuirse, en exclusiva, a quienes encarnan, en la actualidad, los Poderes, Legislativo y Ejecutivo. Se trata de un problema heredado del viejo Régimen que no se ha sabido, o no se ha querido, resolver, adecuadamente, en la aplicación del principio de separación de Poderes y que, por lo que hace a la España surgida de la Constitución de 1978, tampoco fue abordado con la profundidad que merece por ninguno de los Gobiernos habidos desde la Transición democrática.

Por eso, tal vez haya llegado el momento de un replanteamiento, sereno y sosegado pero muy serio y riguroso, de lo que debe ser la Justicia como desarrollo de un servicio público imprescindible para la sociedad y que se erige en la garantía última de un Estado de Derecho en el que aquella alcanza la categoría de un Poder autónomo e independiente.

Desde esta perspectiva, puramente constitucional, sería un gran avance el que todos a cuantos les alcanza alguna responsabilidad en la materia adoptasen una actitud de decidido propósito de terminar con un estado de cosas que no se aviene con lo que la Justicia debe representar en un Estado Democrático y de Derecho.
¡Ojalá sea esta la ocasión propicia!

Benigno Varela Autrán, Magistrado Emérito del Tribunal Supremo.