El 21 de diciembre de 1511, en la isla de La Española, el dominico Antonio Montesinos pronunció un durísimo discurso contra el maltrato a los indios por los cristianos llegados a América en busca de mejor fortuna: «¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?»
Aquellos fueron años de laboratorio social para ordenar una realidad humana desconocida. Pese a la lentitud de las comunicaciones, se combinaron a gran velocidad ideas parecidas a las que hoy moviliza la globalización, con miles de familias aplastadas como chinches, que diría otro dominico, Bartolomé de las Casas, por injustas razones; títulos ilegítimos (sigo citando a fray Bartolomé) como los que entonces invocaban las autoridades españolas para ocupar bienes y doblegar nativos en su provecho, o como los que ahora sirven para justificar el rechazo hacia refugiados y migrantes, o los crímenes de guerra en medio de la ominosa parálisis de las instancias internacionales que deben evitarlos. Entonces, un puñado de frailes logró que en menos de un año –a finales de 1512– se dictaran las Leyes de Burgos: una aproximación jurídica a la realidad del Nuevo Mundo que, si bien no satisfizo el humanismo radical de los dominicos, reconoció la libertad de los indios, su derecho a un trabajo digno y convenientemente remunerado y a una casa propia que pudieran atender. Las Leyes de Burgos fueron mejoradas por las de Valladolid de 1513 y las Leyes Nuevas de 1543. ¿Qué estamos legislando ahora, con muchos más medios, para paliar el drama de los desplazados y las crisis humanitarias?
En el centro de aquellas reflexiones estaba la dignidad del hombre, la consideración del otro como uno de nosotros, inesperado, diferente, animales con forma humana a los ojos de algunos bárbaros ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? Quinientos años después, sabemos en Europa del horror de Auschwitz, hemos sufrido dos guerras mundiales con algunas secuelas desoladoras y somos testigos privilegiados –cómplices también– del dolor ajeno. El teólogo cristiano Johann Baptist Metz defiende una mística del sufrimiento para «recuperar y alentar la compasión política y social en nuestro mundo, desde la oposición compartida a las causas del sufrimiento injusto e inocente, al racismo, a la xenofobia, a la religiosidad impregnada de nacionalismo o pureza étnica y ansiosa de guerras civiles, y también a la fría alternativa de una sociedad mundial en la que el hombre desaparece cada vez más en los nada humanos sistemas de la economía, la técnica y su industria de la cultura y la información». Metz nos habla de la «mística de los ojos abiertos», del «absoluto deber de advertir el dolor ajeno»; el sufrimiento de un prójimo que ya en la parábola evangélica del buen samaritano era simplemente el viajante, el hermano que todos somos, el que, pasando junto a la víctima de la violencia, se para y la atiende. ¿Somos tan distintos de quienes a lo largo de la historia han «cosificado» a los esclavos, a los indios, a judíos, armenios o palestinos, a millones de mujeres sojuzgadas, a extranjeros sin recursos que pretenden traspasar las barreras que el dinero supera con toda facilidad? Quizás el término «cosificación» sea un eufemismo, como si talláramos la imagen del «otro» en madera noble, aunque sin alma. Hay que hablar de «deshumanización» cuando extirpamos de cuajo la ínfima esperanza de las personas y olvidamos su dignidad.
No exagero. Repasemos la actualidad. El 16 de mayo de 2018, el presidente del país más poderoso dijo: «Hay gente que está llegando a nuestro país y estamos deteniendo a muchos de ellos. No podrían creer qué mala es esa gente. No son personas, son animales». Luego aclaró que únicamente se refería a posibles integrantes de la organización criminal MS-13. «Posibles», porque la Policía los detiene en la frontera por signos circunstanciales que sugieren, sin pruebas definitivas, su pertenencia a la banda. Aunque ningún criminal merece ser llamado «animal», y menos por una autoridad (nuestra Constitución garantiza a los presos el ejercicio de sus derechos fundamentales), aquel político poderoso llamó indiscriminadamente «animales» a quienes nada tenían que ver con ninguna organización criminal. A los inmigrantes ilegales «solo» los calificó de «asesinos y ladrones que infestan nuestro país», como una plaga de insectos, mientras los separaban de sus hijos, guardados entre rejas para juzgar más higiénicamente a los padres. El ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, acaba de llamarlos «carga de carne humana» al denegar el atraque de un barco con cientos de náufragos. La lengua sigue al ojo que no ve.
Entre nosotros, otra rutilante autoridad escribió hace pocos años un artículo en el que consideraba «bestias» a los españoles, comparándolos con «víboras y hienas», que, «pobres», padecen «una tara en su cadena de ADN». Claro que lo escribió cuando no tenía responsabilidades públicas y, probablemente, quería parecer ingenioso ante sus correligionarios antiespañoles. Veo con recelo los llamados delitos de odio y estoy en contra de casi cualquier censura sobre la libertad de expresión, pero ciertas «libertades» son socialmente reprobables, como sería intolerable en Alemania bromear con el ADN de los judíos. Utilizar el lenguaje para cuestionar la humanidad del prójimo es ya una manera de menoscabarlo. Una cosa es que una obra de creación esté habitada por personajes indeseables y otra, que se degrade la humanidad de personas o colectivos reales con la intención de denigrarlos, de situarlos un escalón por debajo de quien se permite administrar, cuando menos literariamente, la animalidad o humanidad de los demás.
El 11 de mayo pasado la Alta Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores dijo en Florencia que «el mundo se halla en un estado de caos, donde la conflictividad y la confrontación prevalecen sobre la racionalidad», y que el estilo de los tiempos es «gritar, insultar y acosar, desmantelando lo establecido». Reclamaba para la Unión Europea pasar de la confrontación a la cooperación, de la destrucción a la construcción. Federica Mogherini será polémica, pero es difícil no compartir su juicio para reivindicar la cultura europea del humanismo y la solidaridad cosmopolita. Lo que está sucediendo es, sin embargo, mucho peor que la banalización del insulto en las redes sociales: cuando un alto representante público llega a devaluar la humanidad del otro sin que apenas le pidan cuentas por ello (desde luego, ninguna cuenta le piden «los suyos») hay poco lugar para la esperanza. Sólo quedan las viejas recetas: más educación y mayor responsabilidad personal para que cada uno trate de mejorar la pequeña parcela que lo rodea, empezando por reconocer la misma dignidad, exactamente la misma dignidad, en todos y cada uno de nuestros hermanos ciudadanos del mundo, delante o detrás de una valla, a bordo de un barco o hundiéndose en la oscuridad de las aguas. «¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?».
Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.