La humanidad

Un perro en una casa afectada por el huracán Eta en Honduras.JORGE CABRERA / Reuters
Un perro en una casa afectada por el huracán Eta en Honduras.JORGE CABRERA / Reuters

Desde hace algún tiempo, nos damos de bruces con esta sentencia más a menudo de lo que quisiéramos: “Estamos ante el mayor reto al que se enfrenta la humanidad”. Es leerlo y que el presagio distópico de años atrás se acelere en nuestras mentes. Está claro que el fin del mundo lo inventó el cine mucho antes que nosotros. En la oscuridad de la sala, inmersos en el genuino divertimento que nos regala el séptimo arte, ya intuíamos que una realidad gemela a la de la pantalla se estaba incubando bajo nuestros pies; envueltos en el aroma de las palomitas, sin embargo, nos tranquilizaba pensar que teníamos la lección bien aprendida: amarillo-plástico, verde-vidrio, azul-papel, y la vuelta a casa a pie. Estaba además el factor temporal: teníamos tiempo, la emergencia climática quedaba lejos y los responsables eran otros y tan ajenos a nosotros que de sus cumbres internacionales poco supimos más allá de apretones de manos y firmas sobre papel.

¿Cómo nos vienen ahora con eso de que el tiempo se agota y que 10 años ya son demasiados para encontrar una solución? Pero si incluso nos hicimos veganos y empezamos a tomar cerveza de lata con embalaje de cartón 100% biodegradable. ¿Qué ha pasado entre aquellas tímidas advertencias sobre la capa de ozono de hace solo unas décadas y el discurso apocalíptico, crudo y pesimista de hoy? Pues ha pasado la vida, y ha pasado el tiempo, un tiempo que era de oro y que no supimos racionar. En Clima, la última novela de Jenny Offill, la cual ahonda sobre la angustia y el rumbo emocional del mundo contemporáneo, uno de los pensamientos con los que la protagonista percibe la furia de su entorno reza así: “Para mí, el temor número uno es la aceleración de los días. Se supone que eso no existe, pero juro que yo lo siento”. Eso es exactamente lo que ha ocurrido, que ni los campos más avanzados de la astronomía y la física pueden explicar cómo la percepción y la ordenación del tiempo varían hasta hacer menguar los años, las semanas, los días. Maleable y flexible, percibimos el tiempo de manera subjetiva y comprendemos que un minuto bajo el agua no es lo mismo que un minuto compartido con los amigos en el bar; no fuimos capaces de comprender, en cambio, que éste podía agotarse.

Me pregunto si, a pesar de los esfuerzos de los medios de comunicación por encontrar cada vez más espacios donde tratar la emergencia climática, el hecho de no haber escuchado la urgencia del planeta no se debe, en parte, a no haber encontrado aún la manera de cómo contarlo para condensar esa preocupación y conseguir que, más allá de que seamos intelectualmente conscientes de la crisis, nos sintamos emocionalmente conectados a su severidad. “Estamos ante el mayor reto al que se enfrenta la humanidad”. La humanidad. Todo el género humano. Una especie entera. Pareciera que, como en las películas, la gravedad del tema y este tiempo al que no conseguimos poner coto requiriesen un lenguaje hiperbólico. Altisonante. Un lenguaje catastrófico que acabar deformando e integrando en nuestra normalidad hasta ignorarlo, y convertir el problema en algo que de tan inabarcable no parezca real.

Por si fuera poco, hace un año aproximadamente nos estrenamos como conejillos de indias en una pandemia mundial en torno a la que seguimos gravitando todavía a merced de protocolos político-sanitarios, a la espera de una vacuna que nos dé algo de ligereza vital y sentimental. En relación a la pandemia, la ensayista y realizadora audiovisual Ingrid Guardiola, en el libro Fils, donde intercambia cartas con la catedrática Marta Segarra sobre el confinamiento, la vigilancia y la anormalidad, cuestiona si el hecho de estar acostumbrados a informarnos y a compartir afectos y opiniones en un contexto mediático de naturaleza viral no nos habrá hecho inmunes al pánico, y creo que algo de eso hay también a la hora de arremangarse y coger la crisis climática por los cuernos. Como individuos deberíamos exigir un trato informativo del tema desde una perspectiva global.

No hay más que ver cómo hemos convertido la amenaza vírica de la covid-19 en un pretexto para aparcar la amenaza climática fuera de nuestra agenda informativa y personal. Hay que hacer un ejercicio de realismo y lograr que la perspectiva climática se incluya en toda la información, que sea la base de la actualidad dejando de lado sentencias tremendistas que sólo trasluzcan culpa climática, ecoansiedad e información desmoralizante; o que provoquen justo lo contrario, abrazar un negacionismo que nos sitúe felizmente en un lugar en el que percibimos el tsunami devastador lo suficientemente lejos como para no echar a correr aún. Somos la humanidad: humanos, mamíferos, un animal más de la frágil biosfera, y por primera vez nos llaman a filas como especie. Las órdenes se esperan como una voz de mando flexible y precisa que empuje a actuar de una vez por todas a escala humana. Es hora de informar desde el lenguaje de las pequeñas cosas, el del mundo más doméstico y emocional. Es cierto que el virus nos tiene a todos fuera del tiempo y del espacio habituales; tan cierto como que la llamada de auxilio medioambiental clama con la boca llena de engrudo.

Marta Orriols es escritora.

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