La humildad, según San Pedro y San Pablo

No hay derecho. No nos merecemos esto. La Unión Europea, el gobernador del Banco de España y todos los sabios del reino están llamando a la concordia, al servicio del interés general, pero aquí todo el año es Carnaval. Como si no hubiéramos tenido suficiente con la patética campaña de las piedras podemitas, las balas sin dueño y la navaja con sangre de guardarropía.

El primer duelo parlamentario entre Sánchez y Casado, tras las elecciones de Madrid, no pudo ser más descorazonador. El líder del PP comenzó catalogando al presidente como un híbrido de “pato cojo” y “avestruz” y terminó responsabilizándole de diez mil muertes futuribles, si no se cubre el vacío legal tras el final del estado de alarma. Algo de lo que Sánchez ni siquiera quiere hablar, a pesar del compromiso explícito de Carmen Calvo, hace ya un año, y de la puerta expresamente abierta esta misma semana por su ministro de Justicia.

La aportación de mayor hondura de Sánchez al debate del miércoles fue su “a usted se le está poniendo cara de Albert Rivera”. Lo que dio pie a una contrarréplica, de igual calado filosófico, por parte de Casado, como variante dialéctica del 'y tú más': “A usted se le está poniendo cara de Zapatero”. ¿No se dan cuenta de que ofenden a nuestra inteligencia?

La humildad, según San Pedro y San PabloAl margen de la indigencia argumental, ninguno de los dos símiles tiene nada que ver con la realidad. Ni Casado es una estrella fugaz, en vías de extinción por su estupidez política; ni Sánchez está acorralado por las exigencias de la Unión Europea, ante un shock asimétrico de la economía.

Mucho más adecuado habría sido decirle al presidente que lleva camino de que le pase lo que a Felipe González en el 93 cuando, tras perder la mayoría absoluta, reaccionó con un inesperado atisbo de autocrítica: “He entendido el mensaje de los ciudadanos, quieren el cambio del cambio”.

Muchos le creyeron, o al menos le concedieron el beneficio de la duda, al prometer sustituir la arrogancia por el diálogo y la rendición de cuentas. Pero apenas digirió el mal trago, siguió gobernando como si tal cosa, de mentira en mentira, de escándalo en escándalo, hacia la derrota del 96.

Tras la debacle madrileña, Sánchez ni siquiera ha asumido en primera persona el propósito de enmienda, aunque ha instado al PSOE a “aprender de los errores con humildad”. ¿Quién es ‘el PSOE’ a tales efectos, si exceptuamos al pobre José Manuel Franco, dimitido secretario de la FSM, sin comerlo ni beberlo? Pocas veces ha sido tan cierto que las derrotas son absolutamente huérfanas.

La respuesta política de Sánchez, para demostrar que mantiene la iniciativa, no ha sido poner a la venta Ferraz, sino activar el procedimiento de desahucio de Susana Díaz de la sede central de Andalucía. Después del 4-M, no tiene margen para pinchar en hueso y por eso inquieta tanto en su entorno la irrupción de ese tercer candidato, Luis Ángel Hierro, que, levantando el estandarte del “sanchismo auténtico”, puede desviar una parte del voto destinado al verdadero candidato gubernamental, Juan Espadas.

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En todo caso, la palabra totémica, el santo y seña de la semana en la Moncloa, ha sido esa: “Humildad”. ¿Pero qué entienden Sánchez y su equipo por “humildad”? ¿Cómo piensan ejercitarla y escenificarla?

Si se trata de hacer algo para salir del paso, yo recomendaría que, en el próximo Comité de Dirección del Gabinete de Presidencia, Iván Redondo distribuya los diez mandamientos de la Ley de Jante, inventada por el danés Aksel Sandemose, coetáneamente al Mundo Feliz de Huxley, y analice con sus colaboradores qué tres o cuatro preceptos deberían imponérsele más encarecidamente a Sánchez.

No sería una selección fácil porque en este decálogo del igualitarismo, que tanto sirvió de inspiración al mitificado socialismo nórdico, ningún hilo queda sin puntada: “1) No debes pensar que eres algo especial. 2) No debes pensar que eres tan bueno como nosotros. 3) No debes pensar que eres más inteligente que nosotros. 4) No debes imaginarte que eres mejor que nosotros. 5) No debes pensar que sabes más que nosotros. 6) No debes pensar que eres más importante que nosotros. 7) No debes pensar que tú eres bueno en algo. 8) No debes reírte de nosotros. 9) No debes pensar que le importas a alguien. 10) No debes pensar que puedes enseñarnos algo”.

Yo optaría por los mandamientos primero, tercero y octavo, como compendio de todos los demás, añadiendo, claro, la posdata de la “norma undécima” que, según Sandemose, constituye la base del Derecho Penal de ese imaginario reino de Jante, en el que ya se atisba al Gran Hermano: “¿Acaso crees que no sé nada sobre ti?”.

Es verdad que el solo enunciado de las leyes de Jante produce erisipela a cualquiera medianamente consciente de su individualismo; pero en colectivos tan acotados como la clase política -o, por qué no, la periodística- pueden servir de enérgico antídoto al venenoso síndrome de Dunning-Kruger, basado en la sobrevaloración del incompetente y la infravaloración del competente, que tanto nos caracteriza.

La asimilación de estos preceptos jantianos por el presidente se traduciría en una comparecencia con un sayal de penitente virtual y cenizas de photoshop en las sienes. Podría incluso llegar en un viejo Volkswagen y con chanclas al estilo Pepe Mujica: he aquí al “presidente más pobre del mundo”.

La humildad se convertiría así en una mezcla de llaneza y desprendimiento franciscano. Sería un “he entendido el mensaje” mucho más impactante que el de su homo antecessor y desde luego arrebataría al corte de coleta de Pablo Iglesias todo su protagonismo mediático. ¿Pero serviría para algo?

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No, la “humildad” que se requiere del líder derrotado en una importante batalla que sigue manteniendo el control sobre la guerra, no es del género autodestructivo sino del pacificador. Lo que necesitamos de Sánchez es el reconocimiento de que sólo tiene una parte de la razón, una parte de las soluciones y una parte del poder. Y que, si bien eso podría ser suficiente para gestionar una situación de normalidad con perspectiva partidista, la excepcionalidad de la pandemia y sus secuelas de toda índole le obligan a acudir en busca de quien puede ayudarle a completar el dibujo. Ese sólo puede ser Pablo Casado.

El jefe del Gobierno y el líder de la oposición están obligados a entenderse, por mor del mandato legal que les obliga a renovar de una vez los órganos constitucionales; y por mor del estado de necesidad que impone sendos pactos para cubrir el vacío jurídico tras el fin del estado de alarma y agilizar la gestión de los fondos europeos. ¿A qué esperan?

De momento es el PP el que esta semana ha vuelto a dar largas al requerimiento de Moncloa para reanudar las negociaciones sobre el CGPJ, el Defensor del Pueblo, el TC y el Tribunal de Cuentas. Con Pablo Iglesias fuera del Gobierno, el camino debería estar despejado para la renovación del Poder Judicial, toda vez que el propio PSOE admite que la culpa de la última ruptura fue “más de Podemos que del PP”. Y lo demás se daría por añadidura, sobre todo si Ayuso tiene el beau geste de retirar la bola negra a Gabilondo para que sea Defensor del Pueblo.

Puede que en Génova todavía les dure la resaca de la celebración del éxito madrileño o que estén a la espera de si se repiten las elecciones catalanas. Pero esto último tendría un efecto neutro, pues favorecería por igual al PSC -algunos trackings dan a Illa una subida de 33 a 38 escaños- y al PP, que crecería a costa de Ciudadanos y Vox.

En todo caso, es inaceptable que el impasse siga prolongándose. ¿O es que tendremos que esperar al 3 de agosto de 2021 para que se consume el acuerdo que estaba pactado anunciar el 3 de agosto de 2020, cuando el factor Cayetana y las filtraciones atribuidas a Lola Delgado se cruzaron por el camino? Insisto, la ciudadanía no merece tamaña irresponsabilidad.

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Lo único que podría compensar la espera es esa ampliación del consenso a las dos áreas críticas en las que nos jugamos el vigor y la velocidad de la recuperación. Podrá discutirse cuál debe ser el alcance de la Ley de Pandemias y cómo debe articular el texto el control judicial de las restricciones de derechos, pero nadie duda de que Sánchez ya la habría impulsado, si tuviera diputados suficientes para ello. Y cualquiera que conozca el caótico guirigay en que se está convirtiendo la decisiva comisión presidida por la ministra de Hacienda que canalizará los Fondos Europeos hacia las autonomías, se dará cuenta de que también ahí urgen los acuerdos transversales.

El problema estriba en que cada vez que Sánchez o Casado se ven en la tesitura de predicar con el ejemplo esa “humildad” que invocan cuando les conviene, siempre hay quien les convence de que sería percibida como sinónimo de “humillación”. Como si el uno tuviera que lavarle los pies al otro, por el hecho de compartir decisiones y responsabilidades. No es obviamente ese grado de santidad rayana en lo divino, no es la humildad del Nazareno la que le pedimos a Sánchez, cuando le instamos a entenderse con Casado; o a este, cuando le sugerimos que proporcione el oxígeno del apoyo a las decisiones de Estado del presidente.

Lo que esperamos de ellos es que abandonen la arrogancia con la que en el fondo se autoengañan para disfrazar su común debilidad. Cuando Sánchez cree que puede seguir gobernando dos años y medio más, sin contar con el PP para nada, o cuando Casado imagina que el revolcón en unas autonómicas madrileñas basta para tener medio liquidado al presidente que ha hecho de la resiliencia su tuétano político, sólo cabe recordar el episodio de aquel fulano que atracó dos bancos en Pittsburgh a cara descubierta y se sorprendió al ser reconocido y detenido por la policía, alegando que se había rociado el rostro con zumo de limón y que necesariamente eso tenía que haberlo hecho invisible.

Leyendo la noticia en el periódico, el profesor de psicología David Dunning se preguntó cómo demonios era posible que la incompetencia de alguien llegara hasta el extremo de impedirle percibir esa propia incompetencia. Junto a su colega Justin Kruger, realizó una serie de experimentos que desembocaron en la definición de ese “efecto Dunning-Kruger”, también llamado de la “superioridad ilusoria”, que les mereció el Nobel del 2000: “Los individuos incompetentes tienden a sobrestimar su propia habilidad y son incapaces de reconocer la habilidad de otros”.

¡Ay, la “superioridad ilusoria”! El remedio de ese mal no es la falsa modestia, sino el sentido de la realidad. Que tomen nota nuestros San Pedro y San Pablo benditos de la advertencia que Golda Meir dedicaba a menudo a colaboradores y adversarios: “No se crean ustedes tan grandes como para dárselas de humildes”.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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