Por Ramon Pascual, ex rector y profesor de la UAB (LA VANGUARDIA, 11/03/06):
Cada vez se habla más de la necesidad de mejorar los niveles de nuestra investigación y desarrollo (I+ D) a la que se suele añadir la innovación (la i de la I+ D+ i). Hasta hace relativamente poco, la afirmación era exclusiva del sector investigador, pero actualmente lo predican políticos y sindicatos, y también empresarios y los responsables de las finanzas públicas, que son los que finalmente deberán dedicar a este objetivo una mayor parte de los recursos de sus empresas o de los presupuestos públicos que gestionan.
Partimos de que nuestra realidad es más bien pobre. Salvo excepciones, es pobre la realidad europea y aún lo son bastante más la española y la catalana. Lo dicen todos los informes: el informe Cotec, la Fundación Iberdrola, etcétera. Por dar sólo un dato, la Unión Europea gasta en I+ D un 1,9 % de su PIB, frente a un 3% de Japón o un 2,7% de Estados Unidos. Tradicionalmente, nuestra situación ha sido la de los últimos lugares de la Unión Europea de los 15, incluso por debajo de algunos de los países recién incorporados, con parámetros que se han estado situando hacia la mitad de los valores medios de la Europa de los 15.
La preocupación alcanza a todos los niveles. La Unión Europea sabe que ha de incrementar su I+ D+ i para competir, por un lado, en costes con países de menor nivel y, por otro, con las potencias investigadoras que son Japón y EE. UU. Por ello, lanzó la declaración de Barcelona y la agenda de Lisboa, que ya sabemos que no alcanzará los objetivos que se marcó para el año 2010 de convertirse en la economía más competitiva del planeta llegando al 3% de su PIB. También lo sabe el Gobierno, que se ha marcado un ambicioso objetivo de llegar al2% al final de la presente legislatura (estaba en un 1,0% en el año 2002, ha subido al 1,1% en el 2003 y sigue esforzándose). Este esfuerzo del Gobierno español es paralelo al objetivo de la Generalitat, cuyo Pla de Recerca i Innovació prevé llegar al 2,1% (estaba en un 1,3% en el año 2002 y ya ha subido al 1,4% en el 2003, último año del que dispongo de datos oficiales).
Estos datos, y otros, son sabidos y suelen aparecer de tanto en tanto en los medios de comunicación. También se sabe que el esfuerzo realizado ha dado sus frutos (aunque no se sabe exactamente la relación causaefecto y hay un debate acerca del asunto) y que, por ejemplo, el peso de las publicaciones de científicos españoles ha aumentado espectacularmente. Más que un dato estadístico voy a dar uno concreto: hasta el año de la muerte de Franco sólo se habían publicado dos artículos de científicos españoles (desde España) en la revista de mayor índice de impacto en física, The Physical Review Letters; desde el año 2000 se publican más de 120 cada año.
Esta visión optimista tiene sus sombras: el número de patentes sigue siendo escandalosamente bajo y la proporción del esfuerzo investigador global que realizan las empresas españolas es menor (algo menos en Catalunya) que en otros países de nuestro entorno, lo que exigirá medidas de estímulo a las empresas, que parecen más difíciles que la simple decisión de poner más dinero en los presupuestos públicos.
La gran incógnita es saber si una mayor proporción del PIB a los gastos de investigación y desarrollo, como la que persiguen nuestras administraciones, siendo necesaria, es suficiente para poder abandonar el furgón de cola de casi todas las estadísticas. ¿Un mayor esfuerzo económico mejorará cualitativamente nuestra I+ D+ i?
Mi impresión es que, junto a mayores presupuestos y a más estímulos a las empresas, hace falta otro cambio, aún más complejo y difícil. Por lo menos en el sector público, que es el que conozco mejor, hace falta un cambio estructural. Ni nuestras universidades ni nuestros organismos públicos de investigación tienen una estructura organizativa y de gobierno que realmente prime la calidad. Tradicionalmente, nuestra legislación universitaria ha promovido órganos de gobierno débiles y un sistema uniformista y rígido, en vez de apostar por unas universidades realmente autónomas (que no quiere decir que los colectivos universitarios hayan de ser los únicos en tomar decisiones), competitivas y diferenciadas. Y nuestros organismos públicos de investigación tradicionales han sido aún más rígidos e inflexibles. Un sistema funcionarial repleto de derechos adquiridos, tanto de los que hace tiempo que están como de los recién incorporados y de los que desean entrar, no es el más adecuado para fomentar una investigación de calidad ni es el que tienen los países que despuntan más en la investigación. Sólo si los gobiernos son capaces de promover cambios en esta dirección, probablemente contra las opiniones de los actores más directos, un mayor esfuerzo económico dará los frutos esperados.