La I+D, otra vez

El aprecio de la sociedad española por la ciencia ha mejorado mucho en el último cuarto de siglo, pese al insuficiente conocimiento de sus aspectos más básicos. Si se pidiera al ciudadano medio explicar qué es la masa o la aceleración —el equivalente científico de ¿sabe usted leer?—, muchos no sabrían responder con acierto. Y si se preguntara a una persona culta por la esencia de la relatividad de Einstein —lo que, en términos humanísticos, no va más allá de ¿ha leído El Quijote?—, quizá respondiera que “todo es relativo”, precisamente lo contrario que establece el principio de relatividad.

Solo se estima de verdad lo que se conoce. Por eso, la ciencia no suele percibirse como algo propio, como sucede con el arte o la literatura. Por otra parte, es frecuente que los científicos consideremos que el apoyo a la investigación constituye un derecho incuestionable que, por tanto, no es preciso argumentar. Nos esforzamos poco en mostrar que nuestras demandas (casi) carecen de motivos egoístas, sin poner suficientemente de relieve la esencial contribución de la ciencia a la cultura, la economía y al bienestar social. Tampoco insistimos, cuando se defiende la investigación, en que ésta tiene algo de moto de gran cilindrada: si se detiene y se desploma, es imposible volverla a levantar sin un enorme esfuerzo. El menguante apoyo a la ciencia ignora esta característica; supone que el perjuicio producido se corregirá instantáneamente, cuando mejore la financiación. Pero la Unión Europea ya advertía, precisamente para prevenir ese error, que “si el aumento de las inversiones no es posible en algunos países, dada la actual situación macroeconómica, al menos los presupuestos de I+D deben mantenerse”.

Siempre es conveniente recordar la importancia de la investigación básica, su necesidad para las esenciales aplicaciones tecnológicas y, también, un factor imprescindible para el progreso de la ciencia: la libre curiosidad de los científicos. Unos pocos ejemplos bastarán. J. J. Thomson descubrió el electrón en 1897 en el laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. Éste se fundó en 1871 gracias a 6.300 libras donadas por el vice-chancellor (rector) Cavendish, sin duda, la inversión científica más rentable de la historia, si se juzga por lo que la industria electrónica mundial factura hoy. En ese mismo laboratorio, F. Crick y J. Watson descifraron en 1953 la doble hélice del ADN, cuya trascendencia resulta imposible exagerar. Otra importantísima consecuencia de la investigación básica es la world wide web, cuyo impacto supera, sin que seamos del todo conscientes, al de la imprenta de Gutenberg. La Red nació hace 25 años en el CERN, el laboratorio europeo cuyos descubrimientos —el último, el Higgs— son fruto de la curiosidad y del entusiasmo de muchos investigadores dentro y fuera de él.

Meditando sobre la ciencia, Aldous Huxley llegó a afirmar que aunque hubiera podido cambiar su destino para ser Shakespeare, habría escogido ser Faraday, el gran pionero del electromagnetismo. Se cuenta que cuando William Gladstone visitó el laboratorio de Michael Faraday y cuestionó la utilidad de su trabajo, éste profetizó: “One day, sir, you will tax it”. Pues, en palabras de Ramón y Cajal: “¿Habrá alguno tan menguado de sindéresis que no repare que allí donde los principios o los hechos son descubiertos brotan también, por modo inmediato, las aplicaciones?”. Todos los ejemplos muestran la extraordinaria rentabilidad de la investigación, hecho que, en teoría, nadie cuestiona hoy. ¿Cómo es posible, entonces, que la inversión española en I+D sea paupérrima en la práctica? Según el Instituto Nacional de Estadística, el gasto total en I+D ha pasado del máximo del 1,39% del PIB en 2008 (14.701 millones de euros) al 1,24% en 2013 (13.052 millones), cifras bajísimas, frente al 2,4% de la Unión Europea, cuyo objetivo es llegar al 3% del PIB.

Los datos del INE son estimaciones globales que incluyen toda la I+D y, en particular, las cantidades que el propio Estado le destina, y que son las que nos conciernen aquí. Éste prevé dedicar a la I+D 6.407 millones en 2015. Sin embargo, esas cifras dicen muy poco. Al margen de la dificultad de separar la investigación civil de la militar, es importante distinguir las partidas financieras (4.001 millones para 2015) de las no financieras (2.406 para 2015). Éstas son a fondo perdido, pero las financieras son créditos que hay que devolver (por eso son inaccesibles para las universidades), de forma que comprometen poco y su aumento no implica un verdadero gasto. Además, lo importante es lo que se ejecuta, no lo presupuestado. Así, pues, las cifras dedicadas a I+D admiten diversas lecturas, incluida la oficial de un crecimiento superior al 4% para 2015. Pero la realidad es muy otra: el análisis presentado en un encuentro de la UIMP por José de No (CSIC), coautor de los Informes Cosce sobre I+D+i, permite aproximarse más a ella. Las previsiones en el Proyecto de Presupuestos de 2015 para I+D muestran que las partidas no financieras bajan el 0,29% respecto de 2014 y las financieras suben el 7,17%; que la inversión prevista para el Fondo Nacional de Investigación, que financia los proyectos, es de 297 millones de euros, el 54% de lo destinado en 2009; que los fondos para formación (las becas de investigación) son de 135 millones o seis temporadas de Messi, el 69% respecto de 2009, y que los Organismos Públicos de Investigación (OPI: CSIC, Ciemat, INTA, etcétera) han visto reducida su financiación, globalmente, en más del 35% desde 2009. Por otra parte, alrededor del 45,5% presupuestado para I+D en 2013 quedó sin ejecutar, un 10,73% de la parte no financiera y un 57% de la financiera. Y, por si fuera poco, España no ha pagado su cuota a diversas uniones científicas internacionales, en las cuales había logrado altas cotas de representación, hoy comprometidas, cuota que nuestras sociedades científicas no pueden costear.

El panorama sólo invita al pesimismo. La I+D nunca fue realmente una prioridad nacional, pero hoy, a cuenta de la crisis, lo es mucho menos. Quizá nuestros dirigentes lo juzguen como un mal menor, transitorio, que se resolverá después con una inyección económica. Pero ni el 1,24% del PIB se acerca al 2,4% europeo, ni las cosas son tan simples: los buenos científicos, equipos y profesores no se forman en dos años, como si de hacer carreteras se tratase. La falta de plazas en los OPI y universidades, la reducción de programas para científicos jóvenes y, en suma, la escasísima financiación de la I+D han producido un daño que no se corregirá en mucho tiempo, y, probablemente, tampoco bien: la emigración la encabezan, como es natural, los mejores cerebros. O, tal vez, lo que sucede es que nuestras autoridades consideran —por ejemplo— que no tenemos nada que envidiar a centros como el Cavendish Lab.; total, sólo acumula 29 premios Nobel, una insignificancia frente a nuestros OPI y universidades, pues ya son casi todas Campus de Excelencia Internacional, nada menos (parole, parole, parole, que cantaba Mina). Quizá tampoco les preocupe lo que indica que España no haya tenido ningún Nobel científico desde 1906, el año que lo recibió Cajal (y Thomson, en Física). Pero, con su habitual lucidez y para escarnio de quienes así razonan, ya advirtió Ortega —¡entonces!— que el Nobel de Cajal debía producir vergüenza por su excepcionalidad. A Cajal, gran figura de ese regeneracionismo español tan añorado en estos tiempos, le bastó un microscopio y un microtomo. Hoy, la investigación tiene carácter estratégico y requiere grandes inversiones. En nuestro país necesita un apoyo decidido, real: “Sin ciencia no hay futuro”. Y ya es hora de que España, también en I+D, deje de ser diferente.

José Adolfo de Azcárraga es presidente de la Real Sociedad Española de Física y catedrático emérito (Universidad de Valencia).

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