La idea de España como valor

A Adolfo Suárez, con la esperanza de que no haya sido todo para nada.

Cuando los nacionalistas catalanes dicen que los constitucionalistas carecemos de un relato alternativo que ofrecer a la sociedad catalana apuntan a un problema real. No tiene solución fácil, porque lo que los nacionalistas ignoran es que parte de nuestro antinacionalismo reside precisamente en no dar la lata con identidades colectivas o épicas comunes. Los Estados liberales que abrazan el pluralismo privatizan la identidad de sus ciudadanos: proporcionan el marco legal y las provisiones sociales para que cada uno se monte el relato personal que le apetezca. Esta ausencia de relato comunitario es más acusada en España como consecuencia de nuestra reciente historia política. Los españoles tenemos dificultades para sostener una idea sustantiva de España, algo que ahora echamos en falta para oponer a la orgía identitaria del independentismo. Si, por ejemplo, uno lee a los intelectuales españoles que mejor han rebatido el nacionalismo vasco y catalán (Savater, Juaristi, Espada, Azúa, Ovejero, et al.) ve que su rechazo se fundamenta antes en el desprecio intelectual y moral que les merece el nacionalismo que en una defensa sustantiva de España. (Compárese con los intelectuales franceses, siempre con su punta de chovinismo). Los entiendo, porque a mí me pasa lo mismo, al igual, como sospecho, que a muchos españoles. Sobre esto quiero hablar.

La idea de España como valorLos nacidos en democracia fuimos educados en una visión escéptica de las naciones. Al menos, de la nación española. No digo que el nacionalismo español no exista; digo que no lo he conocido. Supe por mis mesurados maestros que la batalla de Covadonga, de no ser fantasía, no pasó de reyerta; que el Cid fue un mercenario; la Conquista, una hazaña discutible; y la Guerra de la Independencia, una buena bronca por una mala causa. Una educación descreída, avergonzada del franquismo y encarada hacia Europa, que nos persuadió de que las identidades nacionales pertenecían al pasado.

Sin embargo, en otros lugares se recorría el camino inverso. Si en Madrid era posible discutir el alcance de la unión dinástica de los Reyes Católicos, en Barcelona se celebraba sin empacho el milenario de la nación catalana. De esa doble moral abundan los signos. Muy sintomáticamente no hay en España un museo de historia de España y sí lo hay —nada que objetar— de Cataluña. La perfunctoria presencia de la élite capitalina el 12 de octubre (un coñazo, ya lo dijo Rajoy) poco se puede comparar a la seriedad que requiere postrarse ante Rafael Casanova cada 11 de septiembre. Esto era hasta cierto punto esperable, pero faltó un equilibrio. De la España esencial del casticismo franquista hemos pasado a España, esa cosa que no sabemos si existe. En Cataluña y Euskadi, en cambio, una especie de derecho de crédito devengado durante la dictadura faculta a sus nacionalismos a empapuzar de identidad a la ciudadanía.

Así, mientras unos quitábamos importancia a nociones como identidad o nación (en el sentido que le dan los nacionalistas, posiblemente el único atribuible) otros inflaban su significado. Parece dudoso que un club de agnósticos pueda aplacar una oleada de conversiones religiosas. Si deseamos evitar una humillante descomposición étnica es necesario rescatar una España positiva, ni esencial ni meramente jurídica. El reto acucia a las nuevas generaciones de la izquierda española, que deben asumir que ni España, ni sus símbolos, ni la lengua española son un invento de Franco. Por si fuera de ayuda a españoles desafectos, ofrezco aquí la solución que me he dado a mí mismo para hacer compatible mi idea de España con una vivencia no nacionalista, sin reducirla tampoco a mero marco legal. Bastó cambiar de vocabulario: en lugar de identidad, tradición, y en lugar de nación, valor.

Identidad es concepto problemático. Pide, en buena lógica, ser excluyente. Prefiero pensar que España, sin ser mi identidad, es mi tradición. Aquello que, gracias al azar combinado del nacimiento y la geografía, me ha sido dado y de lo que soy custodio: Cervantes, Alhambra, Machado, Pla, la Torre de Hércules y el páramo de Masa; playas, sierras y olivares; nuestras guerras civiles. La tradición pone las cosas en su sitio: no es que yo pertenezca a España, como querrían los apóstoles de la identidad, es que España me pertenece. La idea de tradición aporta otra ventaja: es fácil pensarla como ampliable. La catedral de Reims también es mía. Por tanto, redefino: España no es mi tradición, sino su parte troncal, con frondoso ramaje hacia Europa y América. No entiendo que haya quien, habiendo recibido el mismo patrimonio, lo desdeñe.

La idea de nación es todavía más problemática. No discuto los sentimientos nacionales de nadie, pero yo prefiero ver España como un valor. Podemos discutir eternamente cuántas naciones hay en España o si es verdadera nación. O podemos asumir algo más sencillo: que es una realidad hecha y derecha (al igual que Cataluña, sobre la que tampoco se precisa saber si es o no nación: es realidad y punto). No basta, claro. La URSS era una realidad, y eso no la hacía apetecible. España, en cambio, tanto como Cataluña, es una realidad valiosa. Y en este punto creo que si muchos catalanes desafectos se liberan de su conciencia postiza de pueblo oprimido podrán descubrir en su propia vida esta verdad: familia, amigos y amores, paisajes, cultura y empresas, un mundo de potencialidades que solo se presentan viviendo juntos. Y porque es valiosa, es digna de preservación, con mejoras y sin poda de lo que nos fue dado (tradición es dar de generación en generación). Reducir España, ese vasto legado, a un partido o líder político al que tenemos rabia es pueril.

Sumados ambos conceptos, España es una tradición valiosa. Ello permite deshacer ciertos sofismas. Uno, pretender ser independentista, pero no nacionalista. Es una conjetura endeble que revela mala conciencia. La posibilidad de ser independentista no nacionalista es teóricamente aceptable si se vive esclavizado por un poder represor. No es el caso. Alguien nacido en el vasto mundo de la cultura española, en la España inclusiva de la Constitución de 1978, que ha podido educarse en su lengua catalana, gallega o vasca, y añadir el disfrute de la española, solo puede llegar a la conclusión de que no le interesa ser español asumiendo que España es un desvalor, un perjuicio; y solo se piensa así validando el discurso victimista típico del nacionalismo.

No nos engañemos: en un Estado inclusivo y democrático como el nuestro nadie se hace independentista sin asimilar antes premisas nacionalistas. Igualmente ingenuo es pensar que tras la independencia se podrá seguir disfrutando de España sin pertenecer al Estado español, porque el juego y disfrute de su tradición cultural solo se maximiza viviendo en una misma unidad política. Así, todos hemos disfrutado más de nuestra herencia europea cediendo estatalidad a Bruselas. Al cabo nuestro antinacionalismo es solo eso: preferir cuartos grandes y aireados donde se multiplican las posibilidades.

Ignoro si quedamos suficientes españoles para preservar a España de nuestro letal sectarismo. El fallo multiorgánico que aqueja al Estado puede ser signo de regeneración o derribo, alba u ocaso. Con el pesimismo de la inteligencia pienso lo segundo. En tal caso, nos meteremos las manos en los bolsillos, como en fecha más desgraciada hizo Chaves Nogales, y cada uno volverá a su pueblo. Será triste, pero no trágico. Nuestro antinacionalismo consiste también en saber que, siendo valiosa, España no es lo más importante de nuestras vidas. Pero con el optimismo de la voluntad me esfuerzo en creer lo primero. En tal caso, no solo harán falta mejores instituciones, partidos más honestos, nuevas turbinas económicas; también hará falta revalorizar nuestra condición de españoles (algo distinto y más razonable que sentirse orgulloso de ser español). Estamos a tiempo de convencer a muchos catalanes de que España es un valor (no lo haremos limitándonos a invocar la salida de la Unión Europea) y no el lastre que les han vendido. De paso, echaremos un cable a los catalanes que sí valoran ser españoles. Desde posiciones incómodas pelean por preservar la herencia de todos.

Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es diplomático.

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