La identidad, nueva apuesta electoral

Tradicionalmente, las naciones democráticas se dividen a la mitad -una ley estadística- entre la derecha y la izquierda. Cuando los votos se cuentan con honestidad, esta cuasiequivalencia garantiza una alternancia regular que aplaca los conflictos; gobernar es siempre un ejercicio provisional bajo la mirada crítica de una oposición que espera pacientemente su turno. Este milagro democrático puso fin a las guerras civiles abiertas o latentes que, durante siglos, asolaron Occidente o países de Asia como Japón o India. Este delicado equilibrio parece hoy amenazado, porque las nociones de derecha e izquierda se han diluido hasta el punto de confundirse en ocasiones. Cuando se instala esa confusión, la gente pierde la sensación de elegir y tiende a denigrar a la clase política en general. De hecho, derecha e izquierda se convierten en clanes, clientelas cuya única ambición parecer ser el ejercicio del poder en sí mismo más que proponer programas políticos claros y diferenciados.

Es cierto que las coincidencias entre la visión de la derecha y la de la izquierda también se pueden interpretar positivamente como un apaciguamiento de las pasiones políticas. La reciente aparición de consensos sobre la Unión Europea, la enseñanza pública, la solidaridad entre ricos y pobres, el libre intercambio y la globalización, y la eficiencia de la empresa privada, contribuyen a la paz civil. Pero estos consensos son débiles, hasta el punto de diluir su aplicación. Europa es un buen ejemplo: ¿queremos una Europa federal o confederal? ¿Queremos una defensa militar común o no? ¿Y un sistema fiscal común? La derecha y la izquierda ya no se diferencian en estos temas y ninguna está claramente comprometida.

Este consenso, débil porque no satisface a los votantes, ha abierto el camino a nuevas fuerzas ideológicas que trastocan el equilibrio democrático sin darle una alternativa. A esta primera fuerza la llamamos populismo, lo que no significa gran cosa, pues todo partido es por definición populista, arraigado en el pueblo. La connotación negativa del populismo da a entender -como suele ocurrir- que estos movimientos son solo destructores del orden establecido, se muestran indiferentes hacia la constitución y la ley, y a menudo también hacia la realidad, y están definidos por su líder más que por su inexistente programa. Así, el año pasado, Francia padeció una ola populista bajo la denominación de chalecos amarillos; desapareció cuando el0 Covid-19 reveló una emergencia más real que la bajada del precio de la gasolina que reclamaban estos chalecos amarillos. Creo que el populismo nunca es una oferta política seria o una alternativa real al equilibrio democrático.

Más profundo, sin duda, es lo que está ocurriendo actualmente en Estados Unidos, pero también en Polonia, en Hungría, en Turquía, e incluso en Cataluña: llamémoslo política de identidad. Centrándonos en Estados Unidos, está claro que la lucha entre Trump y Biden no se puede interpretar según las categorías clásicas de derecha e izquierda. Es una revolución ideológica, porque todas las elecciones anteriores, incluidas las de 2016, enfrentaban a un candidato bastante estatista y socialdemócrata con un adversario bastante antiestatalista y liberal. Esta contraposición se remonta a los orígenes mismos de la democracia estadounidense, en el siglo XVIII, y, con ciertos matices, se puede aplicar a toda Europa desde las primeras constituciones española, francesa y estadounidense. Pero Donald Trump encarnó y movilizó algo muy distinto: la identidad del hombre blanco. En cuatro años no ha hecho nada sustancial y no ha propuesto nada concreto para el futuro, salvo exaltar un Estados Unidos eterno, al que otras identidades -mexicanos, negros, amarillos, musulmanes- amenazan con «invadir» y transformar. ¿Sus adversarios? Solo ve traidores dispuestos a destruir el Estados Unidos blanco. Todos los discursos de Trump pueden descodificarse fácilmente con esta clave de la raza. Recordemos que los mexicanos y otros estadounidenses procedentes de Centroamérica han sido descritos regularmente por Trump como «violadores, asesinos y narcotraficantes». Pero lo más importante es que casi la mitad de los ciudadanos estadounidenses se adhieren a esta retórica. ¿Por qué? Esta es la cuestión fundamental de nuestro tiempo.

Los votantes de Trump, que no desaparecerán milagrosamente con Trump, tienen miedo al nuevo mundo en el que, inexorablemente, todos hemos entrado: mestizo, globalizado, hipertécnico. En este nuevo mundo, los trumpistas y sus equivalentes en Europa temen perder lo que los distingue: su identidad étnica, cultural, confesional, profesional. Para muchos de nuestros conciudadanos occidentales, la identidad se vive como una propiedad esencial, a la que están tan apegados porque, a menudo, no tienen otra. Debemos entender que no todos los individuos son necesariamente capaces de pasar a una nueva era cuyas palabras clave son feminismo, diversidad étnica, destrucción creativa de la economía, movimiento perpetuo.

Resumiendo extremadamente, las elecciones estadounidenses enfrentan menos a la derecha y a la izquierda que a una vieja identidad (blanca, cristiana, individualista, machista) y una nueva identidad (mestiza, unida, mundialista). Sea cual sea el resultado de los comicios en Estados Unidos, desconocido en el momento en que escribo, debemos suponer que, en el futuro, todas nuestras democracias estarán atravesadas y divididas por esta cuestión de identidad y que probablemente será la frontera electoral de nuestras pasiones colectivas. El equilibrio democrático corre el riesgo de verse seriamente afectado.

Guy Sorman

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