La ideología del pesimismo

Según la estadística, el mundo nunca fue mejor. Tampoco, con matices, Europa y España. Cualquier parámetro que se observe en términos comparativos ha experimentado una evolución positiva en las últimas décadas. Es así en aspectos básicos, como la desnutrición, la mortandad infantil, el promedio de guerras, la esperanza de vida o el número de homicidios por habitante, que han mejorado drásticamente casi sin interrupción. Desde el año 2000, en África la mortalidad se reducido a la mitad. La pobreza extrema ha descendido un 75% en 30 años. Ahí es nada. Pero también mejoran los indicadores más sofisticados y propios de una sociedad exigente: solo en España quemamos 100 veces menos carbón ahora que en 1981. En cuanto a los derechos de las mujeres, éstas son el 24% de los parlamentarios en el mundo, comparado con el 13% de 1990.

Ninguna de estas conquistas nos asegura un mundo perfecto, exento de problemas (el cambio climático es uno de ellos). Pero sólo un militante acérrimo en el escepticismo radical podría cuestionar una realidad que el psicólogo y científico Steven Pinker describe con un acopio monumental –y lo más importante, irrefutable– de datos y gráficos (En defensa de la Ilustración), toda una radiografía de una evolución que solo debería permitir el optimismo.

Sin embargo, una variable escapa a esta realidad: nuestra percepción de la misma. Según la encuesta de Final de Año de la red Gallup International/Sigma Dos (que publicó EL MUNDO), el pesimismo crece en el mundo, especialmente en la Unión Europea y en Oriente Medio. En nuestro país ya son mayoría quienes creen que 2020 será peor que 2019. Es verdad que vivimos inmersos en un agotador ciclo político, marcado por la inestabilidad y la incertidumbre, con una fragmentación inédita y varias repeticiones electorales. Pero también es cierto que ese pesimismo hacia el futuro ha sido creciente en España desde 2015, donde hasta un elemento vinculado a un porvenir mejor, como es la innovación, suma críticos cada año, como demuestra el estudio que cada año realiza la Fundación COTEC.

Por resumirlo: las cuentas (los números) van bien. Los cuentos (los relatos) van mal. Lo racional, lo constatable, lo medible mejora; lo emocional, lo subjetivo, lo intangible empeora. Conviene aquí hacer una matización importante: no conviene confundir el pesimismo con la infelicidad. La mejora general del bienestar en el mundo sí tiene incidencia en nuestra felicidad. Individualmente nos vemos mejor. Es cuando nos pensamos como colectividad, como sociedad, cuando la mirada se muestra sombría. En España es habitual que en la misma encuesta el ciudadano responda que su situación económica está bien, y que la del país, mal: un gap de percepción que nos hace percibir peor el futuro en común como país que el nuestro propio. Aunque aquí ese gap se da de manera muy acusada, tampoco somos una excepción: pasa en los países de nuestro entorno.

Si la realidad –en constante mejora– no explica esta tendencia hacia el sentimiento distópico, habrá que buscar una explicación en la manera en que configuramos nuestros relatos sociales. Si miramos a quienes crean las percepciones sociales, es imposible no identificar una costumbre muy arraigada entre intelectuales y creadores de opinión de resaltar solo lo negativo, en describir el mundo como si estuviera siempre al borde de la catástrofe («la mentalidad del default», como señalaba el propio Pinker).

Cuando un relato se fija de manera permanente en la estructura mental de una parte importante de la sociedad, se convierte en ideología, no tanto en el sentido marxista de «falsa conciencia», sino en el de «matriz generadora que regula la relación entre lo visible y lo invisible, entre lo imaginable y lo no imaginable» (Zizek). El poder de la ideología consiste en que termina por estructurar nuestra visión del mundo hasta el punto en que dejamos de verla. El velo ideológico se vuelve invisible. Nos dicta sus principios desde dentro, sin que podamos despegarlo de nuestra mirada. Y si esto es cierto, vivimos claramente en una ideología definida por el malestar y el pesimismo, por el miedo al futuro y el recelo al otro, al diferente, a cualquier fragmento de la realidad que nos resulte ajeno. Una ideología del pesimismo es, a la postre, una ideología del miedo hacia el propio género humano y sus potencialidades y eso deriva, casi automáticamente, en un repliegue identitario, que busca el refugio en un nosotros cada vez más pequeño y definido, que rehúye del afuera inevitable que implica la vida en sociedad.

El miedo a lo que ha de venir, la visualización del mañana como un lugar sombrío (la convicción de que nuestros hijos vivirán peor que nosotros), está en el origen de los populismos o las tensiones atomizadoras o autoritarias que se viven en varias de las sociedades occidentales. Pero esa fascinación por la distopía no es nueva, forma parte de la propia génesis de la modernidad, como reacción contra la misma. El ludismo, ese movimiento del siglo XIX de trabajadores que destruían máquinas de vapor, fue una revolución inversa, una reacción que buscaba no solo detener el reloj del progreso, sino torcer la línea del tiempo hacia el pasado. La crítica –procedimiento racional propio de la modernidad– se ha sustituido por la negación: si la inmigración o la globalización, por poner dos ejemplos recurrentes, plantean algún problema, mejor acabar con ella que administrarla. El atajo, en política, siempre tiene forma de muro. Y los muros –físicos, legales, económicos, idiomáticos– son un escudo –acaso momentáneo– frente al miedo, metáfora de esa ideología del pesimismo y de la desconfianza que se extiende.

El desafío que plantea esta ideología del pesimismo es que, desconfiando de la posibilidad de un futuro mejor, acaba proponiendo el regreso a un pasado, tal vez inventado, donde las sociedades vivían en armonía con su territorio y su tiempo; una época despejada de la inquietud que implica compartir el porvenir con otros. Es posible que el momento actual carezca de un relato no ya positivo, sino simplemente realista, que compense el peso de los éxitos frente al de los fracasos colectivos (estadísticamente sobredimensionados). La demoscopia es el sismógrafo social que nos alerta de estos movimientos tectónicos. Si la evolución de las percepciones sociales no obedece a la evolución de los hechos, es que tenemos un problema. Un problema que no está tanto en los hechos como en la manera en que los percibimos y comunicamos socialmente.

Gerardo Iracheta es presidente de Sigma Dos.

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