Por Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Nuevo Diccionario de Teología (EL PAÍS, 06/04/06):
En El espíritu de las leyes Montesquieu se declara contrario a las formas despóticas de gobierno y pone como condición para no caer en ellas la división y la separación de poderes: el poder ejecutivo del legislativo y del judicial. Cuando una misma persona concentra los poderes ejecutivo y legislativo no hay libertad; tampoco cuando el poder judicial no está separado del ejecutivo y del legislativo. Es justamente el caso de la Iglesia católica, donde, según su Ley Fundamental, "el Sumo Pontífice, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, ostenta la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial". (AAS, 1 de febrero de 2001).
La prensa siempre se ha considerado el "cuarto poder", metafóricamente hablando, no porque estuviera en competencia con los tres poderes del Estado moderno, sino por su capacidad de influir en los mismos a través de la crítica y de crear opinión en la ciudadanía. Pues bien, hoy en España existe una organización que parece competir con la prensa y pretende convertirse, de facto, en el "cuarto poder": la Iglesia católica o al menos su jerarquía. Durante los años de la transición, el catolicismo en su conjunto colaboró lealmente con las fuerzas democráticas en la transformación política de nuestro país. Hoy, sin embargo, la jerarquía católica española ha dado un giro inesperado: convive a disgusto con la secularización, se encuentra incómoda en la democracia y tiene conciencia de sentirse perseguida y discriminada. Lo que la lleva a la reconquista del poder perdido, en clara competencia y pugna casi diaria con los tres poderes del Estado.
Para ello recurre a cuatro estrategias. La primera es la apelación a la ley natural, de la que los obispos católicos se consideran celosos guardianes e intérpretes legítimos. Por eso se creen legitimados para fijar las posibilidades y los límites de las leyes que hayan de elaborarse en el Parlamento, colocándose así por encima de los legisladores: de nuevo la voluntad episcopal por encima de la voluntad popular. Siguiendo esta lógica se oponen a la aprobación de determinadas leyes, sobre todo las que tienen que ver con el matrimonio, con el principio de la vida y con el final de vida. De ley natural es, para ellos, la indisolubilidad del matrimonio y que éste es la unión entre un hombre y una mujer; por eso se muestran contrarios al divorcio y al matrimonio de homosexuales. El mismo juicio condenatorio les merece la ley que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo porque atenta contra la vida, la de reproducción asistida, porque no respeta el carácter sagrado e inviolable de la vida, o el caso de la eutanasia, porque el ser humano no es dueño de la vida. La debilidad del argumento episcopal radica en que se recurre al concepto de "ley natural", hoy superado en el terreno moral y jurídico, y en que se considera tal lo que en realidad son planteamientos de una determinada doctrina moral, la del magisterio eclesiástico, que cuenta con no pocos críticos entre los teólogos y las teólogas y los movimientos cristianos.
La segunda estrategia es la ocupación de la calle. En muy pocos meses la jerarquía católica ha prestado su apoyo a dos manifestaciones convocadas por organizaciones cívicas y grupos católicos: una, contra los matrimonios homosexuales, calificados de "virus" y "falsas monedas"; otra, contra la ley de educación que, a su juicio, discrimina a la escuela católica y no garantizaba la enseñanza de la religión. Son dos medidas de fuerza que pretenden demostrar la gran capacidad de convocatoria de la Iglesia católica y su poderosa influencia en la sociedad. En ambos casos los obispos han desfilado junto a dirigentes del Partido Popular. Aun reconociendo el derecho de todo ciudadano a manifestarse libremente, lo que sorprende de la nueva estrategia episcopal es su empeño por demostrar en la calle una fortaleza y una vitalidad de las que carece en el seno de sus organizaciones, cada vez más en crisis. Mientras se ocupan las calles con manifestantes "de ocasión", se desocupan los lugares religiosos de creyentes, y los ciudadanos desconfían cada vez más de la institución eclesiástica, según constatan las encuestas.
La tercera estrategia es el intento de confesionalizar las instituciones laicas, como la escuela y la universidad con un ideario religioso de centro a veces elitista, ideológicamente discriminatorio y poco abierto a la pluralidad cultural, religiosa y étnica, y los medios de comunicación, convertidos con frecuencia en plataformas de evangelización y trinchera ideológica de oposición. Se trata de una estrategia que no respeta la autonomía y la laicidad de las realidades temporales, reconocidas ya en el concilio Vaticano II. La alternativa a la fiebre confesional del catolicismo oficial ha de ser, a mi juicio, la educación en una fe crítica y la creación de redes comunitarias comprometidas, junto a los movimientos sociales, en la respuesta a los grandes problemas de la humanidad como la lucha contra la pobreza y la defensa de la paz.
La cuarta estrategia a la que recurre la jerarquía católica para afirmarse como poder y reproducirse institucionalmente es la financiación por parte del Estado. Es ahí donde más empeño viene poniendo en las negociaciones con el Gobierno y donde, a mi juicio, más debilidad está demostrando éste. Lo que con ello se constata es, por una parte, la falta de independencia y de mayoría de edad de la Iglesia católica y la poca credibilidad que tiene entre sus propios creyentes, y por otra, el miedo del Gobierno a establecer una separación real entre Iglesia y Estado por las posibles repercusiones electorales negativas para su partido. La alternativa más acorde con la naturaleza de la Iglesia católica y con el Acuerdo Económico de 1979 entre la Santa Sede y el Gobierno español es la autofinanciación, signo de madurez de toda institución, de independencia y de libertad en el ejercicio de sus funciones.