La Iglesia y el abuso de menores

Ferrer Molina: No es pecado. Es delito.

Parece consustancial a toda organización ponerse a la defensiva cuando se señala a alguno de sus miembros. Es una reacción instintiva. Primitiva. Casi tribal. Los partidos políticos nos proporcionan ejemplos a diario. Impugnar una parte se interpreta, desde dentro, como una agresión al conjunto, como una amenaza a la estructura. En el caso de la Iglesia, ese rasgo se acentúa. Lleva grabada en sus genes las catacumbas y el martirio. La persecución, en una palabra. Por eso se ha inclinado, históricamente, a ocultar con celo sus problemas y a tratar de superarlos en la sombra. Hay que evitar dar argumentos al enemigo. En demasiadas ocasiones, tal actitud ha convertido a la institución en encubridora de situaciones nefandas.

No me atrevería a afirmar que eso es lo que ha sucedido en el caso de la implicación de varios sacerdotes por presuntos abusos sexuales a menores en Granada. La investigación judicial está en sus inicios, se ha declarado el secreto de sumario y sería imprudente arriesgar hipótesis con la información de la que disponemos. Sin embargo, llama la atención que hayan tenido que pasar tres meses desde que el Papa Francisco se dirigió al arzobispo instándole a intervenir, hasta que el asunto ha llegado a la Justicia ordinaria. Se podrá aducir, con razón, que en España sólo está obligado a denunciar un delito aquél que lo presenciare, y no es el caso, evidentemente, del arzobispo, monseñor Martínez. O que la víctima tenía a su alcance el juzgado de guardia y prefirió dirigir una carta al Vaticano. Pero hay elementos que llevan a pensar que en la diócesis granadina ha existido interés por solucionar la cuestión sin levantar polvo -el propio presidente de la Conferencia Episcopal ha tenido conocimiento del escándalo por la prensa-, limitándose a castigar a los inculpados únicamente con el Derecho canónico.

La Iglesia y el abuso de menoresSi hablamos de pederastia, es irrelevante, a la hora de enjuiciar y sancionar, el ámbito en el que los hechos se producen: si una iglesia, un gimnasio o un colegio. Desde luego, no es posible zanjar la cuestión en el círculo de la moral católica y en los recónditos despachos de la curia. Aquí, hablar de ovejas descarriadas, de manzanas podridas, de pecado, de penitencia y de propósito de enmienda tiene un recorrido limitado, incluso para los creyentes. Aquí, se hacen imprescindibles el Código Penal y las togas. Y el primero que así lo entiende es Jorge Bergoglio.

José Manuel Vidal: La Iglesia sí se regenera.

La pederastia es un delito grave y un pecado horrendo. La Iglesia católica tardó mucho en conjugar estas dos variables. Vivió inmersa durante tiempo en la dinámica del encubrimiento, con la salida que siempre otorga la confesión. El sacramento perdona todos los pecados menos uno: el pecado contra el Espíritu Santo. Es decir, el pecado contra los menores. «Al que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar» (Mt, 18,6 ss). En el Evangelio, Jesús es tajante y pide la muerte para los que escandalicen a un niño.

Durante siglos, la Iglesia no había unido el abuso de menores con el pecado contra el Espíritu Santo. Y la sociedad tampoco lo consideraba un delito horrendo. Juan Pablo II comenzó a legislar tímidamente, para proteger a la infancia de los lobos clericales. Benedicto XVI convirtió la lucha contra la pederastia en la clave de su pontificado. Barrendero de Dios, hizo pasar a la institución en poco tiempo del ocultamiento a la tolerancia cero y se ofreció como chivo expiatorio de esa lacra que amenazaba con arruinar la credibilidad de la Iglesia. Porque si ésta pierde la credibilidad, traiciona su misión. Consciente de ser una institución ejemplar y ejemplarizante (dice a los demás cómo tienen que comportarse), la Iglesia puso en marcha su propia resurrección y, de hecho, fue la única institución global capaz de regenerarse a fondo y desde la cúpula. Francisco está poniendo en marcha la revolución de la ternura, ha pasado de la tolerancia cero a la tolerancia cero más cero con los pederastas clericales, y se ha convertido en un icono de esperanza para el mundo. Ninguna otra institución global ha sido capaz de realizar esta revolución. Tampoco, en el ámbito de la protección de la infancia.

Quedan inercias de otras épocas y otras concepciones teológicas, como la que defendía el cardenal colombiano Darío Castrillón, según la cual un padre no denuncia a su hijo ante la Justicia y un obispo es un padre para sus curas. Quizás la actuación del arzobispo de Granada responda a esta sensibilidad equivocada. Pero el propio Papa le ha pedido cuentas. Y también lo harán la Justicia civil y la canónica.

Doble vía judicial para las manzanas podridas del clero. La civil, para el delito. Y la canónica, para penar el pecado con la penitencia de la reducción al estado laical (no son dignos de ser curas) y con la piedra de molino al cuello del pecado que no se perdona.

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