La Iglesia y el Holocausto

La conmemoración del Holocausto, la gran maniobra nazi para eliminar a los judíos de la faz de la Tierra, está provocando en toda Europa reacciones que deben ser muy valoradas, por los políticos y, por supuesto, por los ciudadanos. En España, tierra de católicos no practicantes pero sí culturales, se registran fenómenos alarmantes. Una reciente encuesta señala que el 75% de los españoles conservan una actitud racista hacia los judíos.

Un obispo polaco, el titular de la diócesis de Cracovia, Tadeusz Pieronek, ha tenido que desmentir unas declaraciones sobre los judíos en las que llegaba a afirmar que el Holocausto era una invención y que no se podía consentir que los judíos lo manipularan como arma propagandística. Lo que sucede es que la rectificación es poco creíble. Por muchos detalles, pero sobre todo por el que más debería acercarle a la sensibilidad judía: muchos católicos murieron también en los campos de concentración nazis.

Porque eso no quita valor a la denuncia del monstruoso plan nazi, sino que la amplía. De Adolf Hitler decía el escritor austriaco Karl Kraus justamente que sobre él no podía decir nada. Una frase aparentemente banal, que lleva detrás la profunda carga de quien es incapaz de comprender al personaje. Hitler pensaba que la religión católica era también muy negativa porque la habían montado judíos. Lo que pasa es que diferenciaba bien entre lo que consideraba una religión, que bien podía ser liquidada sin tener que matar a todos sus practicantes, y los judíos, a los que los consideraba una raza, lo que exigía, en su delirante concepción del Estado racial alemán, el exterminio de todos los miembros de la misma.
Ante esa decisión, que no se plasmó en sus formas más científicas hasta finales del año 1942, pero de la que había una enorme cantidad de datos, o sea, de muertos, desde 1938, la Iglesia católica mantuvo una actitud de prudente silencio, cuando no de abierta colaboración, como sucedió en Eslovaquia o en Croacia. La polémica, recrecida en los últimos meses, sobre la actuación del papa Pío XII, no ha servido para aliviar la negativa impresión sobre la Iglesia de los años 30 y 40. Pío XII no hizo ninguna condena explícita de la persecución de los judíos.

Ni siquiera le vale a su controvertida memoria el pretexto de que vivía en un semisecuestro por el fascismo de Mussolini. En primer lugar, porque está documentado que hubo tropas del Ejército fascista italiano que protegieron, frente a los alemanes, a judíos croatas y ucranianos. En segundo, porque su íntimo amigo el obispo de Münster, Clemens von Galen, había demostrado en agosto de 1941 que la Iglesia tenía capacidad de oponerse activamente a las políticas exterminadoras de Hitler, cuando denunció desde el púlpito las matanzas eugenésicas que se producían contra niños tarados, adultos enfermos mentales, viejos inútiles, elementos «antisociales» o judíos. A partir de su enérgica intervención, los planes eugenésicos, llamados Aktion T4, que se llevaban a cabo con descaro, fueron anulados y los nazis tuvieron que seguir adelante con ellos en condiciones de clandestinidad. Esos planes costaron la vida a 250.000 personas, pero podrían haber llegado aún más lejos. Von Galen los detuvo, a riesgo de su vida, pero también consiguió salvar esa.
En España, la Iglesia de los años de la posguerra no tuvo tampoco el menor miramiento hacia el exterminio. No se conocían todos los datos, pero sí datos de gran envergadura. Sobre todo, es imposible pensar que los dirigentes eclesiásticos desconocieran los titulares de la prensa española, en los que se equiparaba el comunismo, la plutocracia y el judaísmo con el Estado bolchevique que había que arrasar. Cuando las armas de Hitler experimentaron la derrota final, no hubo la menor rectificación de los mensajes. Ni los jerarcas del régimen, ni los directores de periódico (monárquicos incluidos) pidieron disculpas por los ánimos prestados a los exterminadores. ¿Era solo retórica? Era algo más, porque la tradición antijudía española es vieja. No se confundía con la nazi en un sentido fundamental, en el de que no era racista, sino religiosa. Pero no se practicó una política directa de represión sobre los judíos, aunque la retórica del régimen y sus aliados fuera infame. Y de comprensión y apoyo hacia la brutal práctica de Hitler. Cuando se concedió el derecho de paso a miles de judíos europeos que escapaban a través de los Pirineos de la persecución era porque se sabía que corrían peligro de muerte. La acción de algunos diplomáticos españoles, entregando visados a miles de personas para salvar sus vidas, era una acción siempre de carácter individual, no una política de Estado. La Iglesia española no jugó ningún papel en esas acciones.
Por supuesto que no hubo colaboración directa de la Iglesia de nuestro país en el exterminio. Por suerte para ella, no fue puesta a prueba. Pero hubo, cuanto menos, indiferencia. Por esa indiferencia, no estaría de más que pidiera también alguna disculpa. Eso serviría para sacudir los restos de racismo que perviven en nuestra sociedad.

Jorge M. Reverte, periodista.