La iglesia y la inmigración

Sevilla, Miércoles Santo, toda la familia paseábamos por la ciudad, acongojados por la noticia de la detención de un estudiante marroquí de la Universidad de Sevilla que tenía el plan de atentar durante la Semana Santa. Hubo una cierta tensión en sus calles pese a la apariencia de tranquilidad: corros de chicos muy jóvenes comentaban con intensidad la cuestión, miradas furtivas de preocupación en la plaza del Cristo de Burgos mientras esperábamos la salida del Cristo. Imposible no acordarse de los días siguientes al 11 de marzo de 2004 en Madrid. Todo esto y la lectura de un artículo de Matthew Schmitz en «First Things» del que es deudor este artículo me planteó la necesidad de pensar con calma el problema de la inmigración.

Últimamente, sobre esta cuestión inmigratoria, asisto a un reduccionismo del discurso público de la Iglesia católica, a una abstracta ley del amor que parece ignorar tanto las Escrituras como la tradición y la realidad de los hechos. Emerge por tanto un cristianismo promotor de fronteras abiertas como si esto fuese lo central del discurso cristiano, cuando es una cuestión indiscutida de ordenación de la comunidad política. Lo cierto es que esta insistencia puede suponer una interferencia del ámbito religioso con el ámbito político en contradicción con la distinción evangélica de «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» y la posición de la Iglesia católica, especialmente desde el Concilio Vaticano II. No obstante, cabe preguntarse legítimamente, ¿hay una relación directa de los mandatos del Evangelio con la apertura de fronteras?

Cabe advertir, sin embargo, que el Papa y otras cabezas de la Iglesia han planteado con más realismo esta cuestión. Francisco menciona tres condiciones: la existencia de espacio para acoger, la necesidad de integrarlos y que la posibilidad de afrontar la inmigración (integrarlos) parta de afirmar su propia identidad europea. También, el cardenal de Guinea Conakry, Robert Sarah, califica a esta oleada migratoria de «esclavitud encubierta», y se ha mostrado contrario a que la Iglesia colabore en la misma, precisamente no solo por amor a esos mismos africanos a los que priva de recursos humanos muy valiosos, sino a los propios europeos, que están sembrando la destrucción de su propia identidad. Haciendo analogía con las familias que acogen a niños en situación de desamparo, ¿puede verdaderamente acoger una Europa desnortada, sin reconocer su verdadera identidad, la razón de la acogida y de su propio destino? La realidad europea es que no quiere hijos propios o ajenos, desprotege al inocente que va a nacer y prepara el asalto a los enfermos graves y a los ancianos bajo el pretexto de la «muerte digna».

¿Es realista pensar que esa sociedad acometerá con éxito la integración? Un análisis prudente y orientado a pensar en el bien posible en la inmigración nos remite a la advertencia del pensador alemán Joseph Pieper de que «la preeminencia de la prudencia significa que la realización del bien presupone el conocimiento de la realidad. Solo quien conoce cómo son las cosas y su situación puede hacer el bien».

La gravedad del problema inmigratorio en Francia, Inglaterra y otras naciones europeas advierte de las consecuencias de la ausencia de una política realista que gestione con prudencia y eficacia la inmigración. Una respuesta política demagógica no es suficiente ni justa, una posición buenista tampoco soluciona, sino que agrava la cuestión. No es aconsejable invocar una «ley del amor» que suponga abandonar las obligaciones de prudencia y realismo para con la comunidad política. Ya santo Tomás comentó las leyes del pueblo de Israel y moderó su dureza, si bien no tuvo reparos en manifestar en la Cuestión 105 de la Summa que aquellos que proceden de comunidades tradicionalmente hostiles a Israel (amonitas y moabitas) no pueden ser acogidos como ciudadanos.

Confundir por tanto interesadamente la ciudad celestial con la ciudad terrena es una pendiente inclinada hacia la utopía y sus fracasos seguros, tan rechazable como el fanatismo xenófobo. Debería servir de advertencia la experiencia de la Teología de la Liberación que puso la justicia social como vértice central de la Iglesia en América del Sur y coadyuvó a que gran parte del pueblo católico abandonara la Iglesia. Así, asumir acríticamente este idealismo inmigratorio puede poner en peligro la credibilidad del catolicismo en el ámbito público occidental. Del mismo modo que no resulta creíble argumentar que la causa de la pederastia es el clericalismo (mero instrumento de este mal) frente a la verdadera causa que es la lejanía de Dios, tampoco es creíble proclamar como superada en la ciudad terrena la diferencia entre nacional y extranjero, pues las diferencias entre los hombres no se han solucionado nunca negándolas.

César Utrera-Molina Gómez es abogado.

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