La igualdad en las nuevas democracias

La mujer de la plaza Tahrir estaba preocupada. «Los hombres tenían mucho interés en que estuviera aquí cuando exigíamos que se fuera Mubarak», me dijo cuando estuve en El Cairo el mes pasado. «Ahora que se ha ido, lo que quieren es que me vaya a casa». Algunas de las personas más valientes de los países que están luchando hoy por un futuro democrático son mujeres. Son médicas y abogadas, escritoras y defensoras de los derechos humanos. Quieren una democracia en la que puedan desempeñar un papel tan importante como los hombres. Sin embargo, hay indicios de que esta posibilidad podría serles denegada.

Dejemos de lado, por un instante, el principio moral: volveremos a ese aspecto más adelante. Pensemos antes en el desperdicio de talento que acarrearía la negativa a romper con la desigualdad y el sexismo. Fijémonos, por ejemplo, en el caso de Mona Seif, que participó activamente en las protestas de la plaza Tahrir. Se crió viendo a su padre, un abogado de derechos humanos, sólo cuando lo visitaba en la cárcel en la que estaba preso y donde fue a menudo torturado. Según explicó Mona en una entrevista, «igual que ocurrió con la organización del 25 de enero, desde el principio, fue a través de una amiga como me enteré de todos los detalles: organizar la distribución de comida, recaudar dinero y conseguir mantas; así mismo eran mujeres las que preparaban las tribunas desde las que anunciábamos y organizábamos las cosas, la ayuda médica allí donde la gente estaba siendo tiroteada, donde caían los heridos, absolutamente para todo, las mujeres y las niñas estaban allí presentes».

El sentido común, y el deseo de aprovechar las capacidades de todos los egipcios, aconsejan que se dé a Mona y a sus amigas las mismas oportunidades que a cualquier hombre de desempeñar un papel de protagonista en la nueva democracia que todos esperamos ver. Sin embargo, organizaciones como Human Rights Watch han expresado su preocupación por lo poco que se está haciendo para poner fin a la discriminación de la mujer, que ha sido en el pasado una de las características distintivas de Egipto. Las modificaciones de la Constitución, aprobadas mediante referéndum el 19 de marzo, aumentan las posibilidades de llevar la democracia al país. Confío en que la falta de referencias a la igualdad de la mujer sea un descuido, y no una señal de la pervivencia de ciertas malas costumbres.

En Afganistán, la situación es aún más problemática. El derrocamiento de los talibán en 2001 dio esperanzas a millones de mujeres. Se pensaba que a partir de ese momento podrían ir a la escuela, optar a puestos de trabajo de responsabilidad y presentarse como candidatas a diputadas. Pero los progresos han sido lentos: han pasado 10 años y sólo el 12% de las mujeres afganas sabe leer y escribir.

Sobre el papel, la mujer y el hombre tienen los mismos derechos y, de hecho, algunas mujeres están desempeñando funciones importantes. Entre las mujeres extraordinarias que conocí el año pasado está la general de Brigada Shafiqa Quraishi. Es directora de Igualdad, Derechos Humanos y Derechos del Niño en el Ministerio de Interior. Sin embargo, sabe cuánto queda por hacer para erradicar el dogma de la superioridad masculina. Lo cierto es que las mujeres que trabajan para el Gobierno afgano, o para empresas extranjeras, e incluso en escuelas de barrio, son a menudo el blanco de las amenazas de los insurgentes. Las más afortunadas reciben una carta que les advierte de que deben irse, dimitir, si quieren seguir con vida. Las demás reciben simplemente un tiro.

Pensemos también en Radhia Nasraoui y Sana Ben Achour, dos valientes defensoras de los derechos humanos de Túnez. Ellas también saben el enorme desafío que tendrán que afrontar las mujeres de la región en la ruta hacia la democracia, luchando por una sociedad abierta que garantice el respeto de todos. De hecho, los esfuerzos de mujeres como ellas ya están teniendo resultados positivos: la comisión electoral de Túnez ha decidido que cada lista de partido deberá de tener un número igual de hombres y mujeres. Esto constituye una victoria dramática para la igualdad, una victoria que debería de avergonzar a los parlamentos dominados mayoritariamente por hombres, incluyendo los europeos.

Uno los objetivos que persigue la UE cuando ayuda a otros países a sentar las bases de una democracia profunda, de las que perduran, de las que no se desvanecerán sin dejar rastro en los próximos años, consiste en ayudar a las numerosas mujeres que he conocido a que hagan realidad su aspiración de crear sociedades de las cuales hayan quedado desterradas todas las formas de discriminación. Poseemos las competencias necesarias y, en colaboración con otros, los recursos precisos para hacer que las cosas cambien: nuestra aportación puede ir desde la ayuda para redactar leyes contra la discriminación hasta la oferta de formación para que muchas más mujeres se conviertan en jueces de éxito, funcionarias… e incluso políticas.

Mi intención es aplicar los mismos criterios en Libia cuando concluya el conflicto. También allí hay mujeres excepcionales que han desempeñado un gran papel. Como Salwa Bugaisis, abogada que dirigió la sentada en la Oficina del Fiscal General en Bengasi, el acto que transformó las primeras manifestaciones contra Gadafi en un levantamiento.

Desde una perspectiva puramente práctica, sería una locura que una nueva democracia cerrara sus puertas a las competencias de liderazgo de las numerosas mujeres que tanto han trabajado para situar a sus países en el camino de la libertad. Sin embargo, hay un imperativo de más peso todavía: las sociedades en las que la discriminación, ya sea por razón de sexo, raza, religión u orientación sexual, está arraigada son sociedades más mezquinas, más propensas al conflicto y más intolerantes. La verdadera democracia no requiere sólo la existencia de partidos políticos libres y la celebración de elecciones libres. Requiere una disposición de ánimo generosa y la voluntad de cada uno de considerar a sus conciudadanos como seres fundamentalmente iguales.

Así pues, mi inquietud no radica simplemente, ni siquiera principalmente, en la igualdad entre el hombre y la mujer. En muchos países, una vez desterrado el viejo orden, la lucha por los derechos de la mujer se está convirtiendo en un duelo decisivo entre prejuicios y democracia. La generalización de los prejuicios es un obstáculo para la verdadera democracia. Uno de los grandes desafíos a los que tendrá que hacer frente la Unión Europea en los próximos años es el de contribuir al triunfo de la democracia plena.

Por Catherine Ashton, Alta Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad.

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