La ilusión fiscal

Tras la invasión de Ucrania, la economía ha resistido mejor de lo esperado. El elevado ahorro de las familias, los sólidos balances empresariales y las políticas de sostenimiento temporal de precios y rentas han permitido amortiguar el impacto, por ahora. En España, la recuperación del turismo y las ansias de disfrutar y gastar, junto a la lejanía del conflicto y la escasa dependencia directa de la energía rusa, explican el diferencial positivo de crecimiento frente a Europa, de manera simétrica a lo que sucedió durante la pandemia. Pero la recesión acabará llegando. Como llegó antes la inflación, a pesar de que nos habíamos olvidado de ella y proclamado gozosos su muerte definitiva. Aquella ilusión nos hizo confundir el diagnóstico y retrasar su tratamiento. Como nos está pasando con la secesión nacionalista, corremos el riesgo de intensificar el impacto y duración de la recesión. Crecen las demandas de mayor intervención del sector público y una expansión adicional del gasto. Nadie parece preocupado por su ineficacia y el impacto negativo en la productividad. Desde el mismo Gobierno se habla de controles de precios, intervención de mercados y restructuraciones de deuda pública con una frivolidad escandalosa.

La ilusión fiscalEl Gobierno de coalición está tan cómodo en su visión maniquea del mundo que ha caído en la ilusión fiscal. Todo se puede arreglar con más gasto público, la política fiscal es una panacea y su uso ilimitado solo está sujeto a la voluntad política. Han bastado un año de ingresos fiscales extraordinarios y un poco de aritmética inflacionista para que la deuda haya dejado de preocupar, a pesar de que ha aumentado 58 puntos del PIB desde la crisis financiera. La estabilidad fiscal está estigmatizada en un país en el que el déficit público medio desde 2012 ha sido del 4,2 por ciento del PIB, y la mediana del 3,9 por ciento. Cosas de reaccionarios, los progresistas solo hablamos de necesidades sociales crecientes y nuevos bienes públicos, de más inversión pública. Un discurso conveniente en tiempo electoral que encuentra eco en algunos sectores empresariales demasiado acostumbrados a la cercanía del poder político, una manifestación cancerígena del Estado de las autonomías. Un discurso muy peligroso.

Ya hemos cometido este error antes, hace bien poco, con una política monetaria extraordinariamente agresiva cuyo precio, burbujas financieras que explotan y correcciones generalizadas en los precios de los activos, apenas estamos empezando a pagar. Y antes, con una confianza ciega y políticamente conveniente en la salud y fortaleza del sistema financiero que precipitó la quiebra de casi la mitad del sistema bancario, precisamente aquel en el que mayor era el peso de la intervención de los poderes públicos. Una vez más, la contumacia del Gobierno en ignorar la realidad puede conseguir añadir una crisis fiscal y financiera a la energética. Como ya ha transformado el proceso catalán en una crisis constitucional y en la deslegitimación del régimen del 78.

Analistas nacionales y extranjeros consideran unánimemente que la política fiscal española es excesivamente expansiva e inflacionista. Deriva contraproducente que va a más, sin contar con los desembolsos esperados de los fondos europeos. Tanto la Comisión Europea en la evaluación estatutaria del llamado semestre europeo como el Fondo Monetario Internacional en su reciente informe anual del artículo IV, como el BCE en su reunión de diciembre, consideran las previsiones de crecimiento del Gobierno español para 2023 y 2024 poco realistas, sus planes presupuestarios innecesariamente expansivos y contraproducentes. Muestran además su preocupación por la proliferación de nuevas figuras tributarias, injustificadas e ineficientes casi todas ellas, y por la incapacidad para limitar el déficit del sistema de pensiones, mayor tras la última contrarreforma. Todos ellos coinciden en que este Gobierno ha aumentado la vulnerabilidad de la economía y le exhortan a corregir el rumbo. Y todos advierten sobre la fragilidad de un Plan de Recuperación y Resiliencia que no ha aumentado el crecimiento potencial y que carece del necesario consenso social y de un apoyo parlamentario explícito. Todos se han encontrado con la soberbia y obstinación presidencial como respuesta.

Existe un amplio consenso sobre la política fiscal más adecuada en un contexto antiinflacionistas. Un consenso que el Gobierno español ignora conscientemente y que podemos resumir en tres puntos. Primero, evitar los impulsos fiscales generalizados como los utilizados en 2022 y algunos extendidos en 2023, evitar subsidios indiscriminados que sólo aumentan el déficit estructural y resultan socialmente regresivos, aunque puedan resultar muy convenientes electoralmente. Consiguientemente, segundo, la expansión fiscal ha de ser extraordinariamente selectiva y centrada exclusivamente en los sectores más castigados por la guerra. Más selectiva aún en un país de escasa credibilidad fiscal como España, amenazado con perder el favor de los inversores ahora que el BCE ha dejado de ser el comprador de última instancia de su deuda pública. Y tercero, las ayudas fiscales han de ser temporales para evitar distorsiones en el sistema de precios, lo que en sí mismo descalifica el tope al precio del gas y su pretendida extensión ilimitada, hasta ganar las elecciones.

Está de moda entre los economistas supuestamente progresistas discutir la necesidad de la consolidación fiscal y minimizar los daños de un elevado endeudamiento público. Algunos siguen pensando que la inflación será pasajera y los tipos de interés volverán a cero, con lo que el coste de la deuda volverá ser irrelevante. Los más atrevidos llegan a pedir que el objetivo de inflación suba al 4 por ciento para que no haya ya nunca más que tener tipos de interés positivos. Son partidarios de la represión financiera estructural, tan progresistas ellos que creen que el interés es siempre usura, y el ahorro no debe ser remunerado en beneficio de eso que llaman 'la gente'. Otros piden que se contemplen restructuraciones periódicas y sistemáticas de la deuda, o sea, que el Gobierno pueda expropiar el ahorro a voluntad. No sé si por ingenuidad o engaño, piensan que no tendrá consecuencias en la inversión y el crecimiento. Pero lo cierto es que los niveles extraordinariamente elevados de endeudamiento público en los que está España, y buena parte de Europa, tienen serias consecuencias que es suicida empeñarse en ignorar: han dejado la política fiscal con escaso margen adicional de maniobra para hacer frente a futuras crisis; pueden producir serias distorsiones en la asignación del ahorro y de los recursos que dificultan alcanzar los niveles deseados de crecimiento económico; y como el gasto público se resiste a la baja acaban resultando en aumentos de la presión tributaria y en nuevos e ineficientes impuestos que deterioran la capacidad competitiva de la economía española.

La mayoría de los economistas serios piensan que la próxima crisis será fiscal. Esta fue una de las principales conclusiones del reciente Foro Económico Mundial de Davos. España tiene una posición fiscal muy frágil, agravada con un discurso populista que hace muy difícil la consolidación fiscal. Un Gobierno responsable haría pedagogía social y buscaría amplios consensos. Este Gobierno oculta la magnitud del problema, agita la demagogia tributaria y hace campaña sobre la división social. La explosión fiscal será inevitable. Y le tocará limpiarla al siguiente. Que se vayan preparando.

Fernando Fernández Méndez de Andés es economista.

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