En su autobiografía, José María Blanco-White cuenta que Carlos IV explicaba con orgullo que los reyes tenían la suerte de no poder ser traicionados por sus esposas, ya que tendrían que hacerlo con otros monarcas, y estos se encontraban demasiado lejos. Al margen de la veracidad de la anécdota, ajustada a la ingenuidad de aquel Borbón, la misma ilustra los peligros en que también incurrieron otros personajes reinantes al creer que su posición excepcional en la jerarquía del poder les colocaba por encima de cualquier riesgo. Recordemos a Alfonso XIII, cuando por una parte se lamentaba de su falta de popularidad a pesar de su afición a la práctica de deportes de lujo, olvidando que tal exhibición le colocaba a una distancia abismal de su pueblo, y por otra pensaba que nunca le sucedería lo que al zar Nicolás II, abandonado por sus nobles.
La sensación es que nuestro actual Monarca viene padeciendo este síndrome de ensimismamiento conforme se acumulan sobre él los problemas. Tal vez existiera en este caso la confianza en una amplia popularidad, asentada en dos momentos centrales, su iniciativa en la transición democrática y el hecho innegable de que por encima de cualquier punto oscuro, su intervención frenó el golpe de Estado del 23-F. Adhesión, conviene recordarlo, a la persona antes que a la institución monárquica. Pero desde entonces han pasado décadas, las jóvenes generaciones miran de muy lejos dichas efemérides y con la crisis se han acumulado problemas y circunstancias azarosas. Así sucedió con el famoso incidente de la cacería con compañera, descubierto por azar, y que puso ante la mirada de los españoles la triple escena de un rey que practica el ocio de lujo mientras los demás sufren el paro, agrede al reino animal al cazar una especie emblemática del mismo, y en fin, tiene una amiga y compañera de viaje cuyos gastos tal vez pagamos todos. Juan Carlos respondió con humildad a su error, pero el mal ante la opinión ya estaba hecho, y sobre todo, quedó claro que la Corona disfrutaba de un espacio reservado en el orden económico, no sometido a control alguno, a modo de pequeño reducto de absolutismo, susceptible de recibir las críticas que codificara Sièyés en su Ensayo sobre los privilegios.
Lo más preocupante, de cara al mantenimiento del prestigio simbólico de la institución, es la tardanza con que el Rey reacciona a cada uno de los sucesivos conflictos. Así, la renuncia a la excepcionalidad de la gestión de su presupuesto, sometiéndose a la Ley de Transparencia, algo que inevitablemente llegará, le evitaría la imagen actual de defensor de un privilegio obsoleto. Incluso resulta cuestionable su presencia física en lugares calientes de la movilización nacionalista, como sucedió en la final de Vitoria. Una bronca desagradable y perfectamente previsible. Cualquier ministro pudo entregar la copa, sin que el Rey se sometiera a ser el blanco de una manifestación agresiva de rechazo, sirviendo de pretexto con su presencia para amplificar las expresiones del odio a España.
La táctica adoptada ante el caso Urdangarin se sitúa asimismo en esa línea de infravaloración de los riesgos para la institución, provocados por la falta de respuestas a tiempo. Lo ocurrido en Inglaterra con la princesa Diana fue ya buen ejemplo del efecto bumerán que puede producirse, tras la inmersión de las personas reales en el baño de la opinión pública. Es cierto que aquí no hay Corte, pero sí cortesanos que inevitablemente pueden beneficiarse de la proximidad al Rey o a la Reina, desde una promoción indirecta en sus carreras o en sus posiciones económicas, a raros privilegios en cuanto a obtener un rejuvenecimiento administrativo. Urdangarin habría sido aquí la punta del iceberg y todo indica que el Rey pudo extraer el fruto podrido antes de que contaminara al cesto. La simple adquisición del chalet de Pedralbes fue un indicador clamoroso, sin necesidad de esperar a una intervención judicial que al producirse dañó ya irreversiblemente, y daña, a la institución. La invocación de la solidaridad familiar, visible en el comportamiento de la Reina y acorde con los datos disponibles de su mentalidad de sesgo patrimonial —por ejemplo, respecto de su hermano Constantino—, resulta inaceptable desde una perspectiva democrática. Al duque de “em” la institución no parece importarle mucho. Y como todo el mundo reconoce, el gran perdedor de esta historia es el heredero de la Corona.
La declaración de don Juan Carlos, en el sentido de que no abdicará, muestra hasta qué punto la familia real se está convirtiendo en una fortaleza sitiada. Conviene volver la mirada a la abdicación de Eduardo VIII de Inglaterra, cuya enseñanza, aplicada aquí, supone que Urdangarin desde hace tiempo debió ser puesto en total cuarentena, que la propia infanta, al unir su suerte a su marido, tampoco debió figurar, ni siquiera en las expresiones públicas de lo privado. Maquiavelo, a quien celebramos este año, destacó que la modernidad de Fernando el Católico como principe nuovo consistía en su habilidad para lograr que sus decisiones suscitasen la admiración del pueblo. Actitud digna de ser imitada. Aunque tal vez sea ya demasiado tarde.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencias Políticas.