La imagen de un Rey

Nadie dudó desde un primer momento que el incidente de Santiago de Chile iba a hacer correr ríos de tinta. Resultaba menos previsible, sin embargo, que también desde un primer momento las crónicas incluidas en prestigiosos medios de comunicación, españoles y europeos (ejemplo, La Repubblica), fueran a alterar el relato que las imágenes de televisión transmitían nítidamente, y que de un hecho puntual fueran a extraerse lecturas políticas de tanto alcance como pensar en un punto de inflexión para la valoración de la Corona. En este mismo diario, y a modo de remate de una bien trazada trayectoria histórica, Santos Juliá advertía acerca de la disipación del aura que desde los inicios de la transición ha rodeado a la figura de Juan Carlos I, arrancando de una comparación entre el monarca actual y su abuelo Alfonso XIII, "expuesto desde niño a los bandazos de la opinión". De volver a la vida, el destronado del 14 de abril se hubiese admirado ante la suerte de su nieto, "por merecer el sublime privilegio de mírame y no me toques en un país como éste". En Santiago de Chile, por fin, el Rey se habría comportado como "un Borbón, digno heredero de su abuelo". "A partir de ahora, tendrá que estar, como su abuelo, a las duras y a las maduras...".

El pequeño inconveniente que afecta a esta interpretación consiste en que la actuación política de Juan Carlos I nada tiene que ver con la de su antepasado, por mucho que sea el cariño que aquél guarda hacia la persona de éste y por significativa que pueda parecer la coincidencia en el molesto e ineducado tuteo borbónico. Pero no hay que sacar las cosas de quicio por un "tú" empleado a destiempo. La impopularidad de Alfonso XIII fue ganada a pulso, tanto por sus veleidades autoritarias y su militarismo como por su propia forma de vida. En una conversación sostenida con un visitante inglés, el Rey se preguntaba por las razones de la escasa simpatía que sus actividades como sportman despertaban entre sus súbditos. Y es que los españoles del primer cuarto de siglo no tenían la oportunidad de jugar al polo, exhibir veloces automóviles, disfrutar de juergas en Biarritz o beberse las mejores botellas de Château Margaux. Sus intervenciones recurrentes en el resquebrajado sistema parlamentario de la época culminaron con el visto bueno dado a la dictadura de Primo de Rivera. Hoy el tren de vida del Rey, inevitable en quienes para una amiga mía radical son los parásitos coronados, es compartido y superado por un amplio sector de la elite económica, y son ya muchos más los españoles que esquían en el Pirineo, tienen automóviles de lujo (o malditos 4X4) y viajan sin cesar. Y, ante todo, por apego inteligente a la Corona, por distanciamiento del franquismo o por haber aprendido de la experiencia griega, Juan Carlos I desempeñó un papel de primer orden, si no como piloto, sí como iniciador primero y defensor, luego, de la democracia constitucional. El 23-F de 1981 es justo lo opuesto del 13-S de 1923. De volver a la vida, Alfonso XIII tendría que admirarse, no del privilegio disfrutado por su nieto, sino de la utilidad para un Rey de actuar como guardián del orden constitucional, y no como agente de desestabilización del mismo.

Otra cosa es que en los últimos años la imagen de la Monarquía haya experimentado los costes de la inmersión de la familia real en la corriente insegura de unos movimientos de opinión que traen y quitan sucesivamente popularidad a los personajes, y de modo indirecto, a la institución. Lo ocurrido en Inglaterra debió servir de ejemplo: al entusiasmo general por la figura de Lady Di siguió un reflujo que hizo añicos la imagen, ya bastante propicia para ello, del príncipe Carlos, y a la más sólida de su madre. El baño de multitudes tiene este riesgo, lo pudimos comprobar con las peripecias que han seguido a las apoteósicas bodas de las infantas, y la única prevención segura es la practicada en su día por Juan Carlos, contrayendo matrimonio con una excelente "profesional". Al mismo tiempo, con la edad, el Rey parece más distante del pueblo, sobre todo en la atención personal a situaciones que bien valen prescindir de unas jornadas de vela.

Pero sobre todo los golpes recientes conciernen a una atmósfera de inseguridad política que necesariamente había de afectar a la Corona, vértice simbólico del sistema constitucional. Si se quemaron retratos del Rey por catalanistas radicales, amén de seguir el ejemplo vasco, fue porque resultaba mucho más presentable exhibir la cara agresiva del republicanismo que destapar su fundamento, el odio a España. Otro tanto ha podido decirse, en la vertiente opuesta, de los ataques de una emisora católica, o mejor, ultracatólica, irritada por el hecho de que el Rey se atenga escrupulosamente al papel que le asigna la ley fundamental, cualesquiera que sean sus opiniones sobre esta o aquella actuación del Gobierno.

El hecho es que se ha convertido en moneda corriente, mucho antes del episodio de Santiago de Chile, sugerir comportamientos negativos del Monarca o rehuir la defensa de la institución al resultar ésta atacada, incluso cuando como ocurrió en el caso de El Jueves la infracción concernía también al derecho al honor y a la propia imagen que la Constitución garantiza en su artículo 18. Si en un discurso Juan Carlos elogiaba los valores democráticos que se han desarrollado en el marco de la Monarquía, la información le atribuía haber declarado que fue la Monarquía quien generó la democracia. Y si soporta en silencio el chaparrón de las declaraciones marroquíes sobre su viaje a Ceuta y a Melilla, incluida la condena de Mohamed VI, al Gobierno y a sus medios no se les ocurre otra cosa que callar y encima celebrar la moderación del vecino. En el extremo, pasado el temporal, la visita "de los Reyes" es valorada peyorativamente, por dañar supuestamente a la política promarroquí hasta entonces desarrollada y a la imagen española en el Magreb.

Análoga deformación afectó al suceso de Chile, con la insistencia en presentar más de uno el gesto como una defensa de Aznar, y no según mostraron las imágenes, del uso de la palabra por Zapatero. Una vez producidas las interrupciones de Chávez, ante la inhibición censurable de Bachelet, sólo sobró el tuteo. Fue una defensa espontánea del derecho a la libre expresión que debe imperar en todo foro internacional. Luego, siento discrepar, amigo Savater, sentirse agredida la opinión española al insistir Chávez en la bronca, no es patrioterismo. Y tal vez de modo involuntario, la minimización del episodio por nuestro Gobierno, con los chascarrillos del presidente sobre el "por qué no callas" de su hija, y el tupido velo gubernamental sobre la difamación sufrida, equivalió a renunciar a toda defensa del jefe de Estado, cuyo desprestigio aquí y ahora en nada beneficia a quienes deseamos un futuro republicano.

Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política.