La imagen frente al espejo

La moral, en su acepción más simple, se compone de una serie de preceptos que el hombre virtuoso invoca en las disyuntivas de la vida práctica. Pero la vida práctica es complicada, y no siempre está claro si conviene abrazar A o B. En ‘Types of Intuition’ (London Review of Books, 3 de junio de 2021), el filósofo Thomas Nagel relata un lance en que se vio envuelto su colega Stuart Hampshire tras el desembarco de los aliados en Normandía. Conviene representarse la escena con cierta precisión. Hampshire, adscrito al servicio de inteligencia británico, debía extraer información de un colaboracionista, dueño de noticias importantes para el curso de la guerra. El jefe local de la resistencia había sido explícito: de ahí a poco despacharían al traidor, cualquiera que hubiese sido el resultado del interrogatorio. El prisionero anunció a Hampshire que solo hablaría si lo entregaban a los británicos. Hampshire contestó que no podía darle garantías y todos lo perdieron todo: el prisionero, la vida, y los aliados la información.

El caso le sirve a Nagel para establecer un contraste entre dos perspectivas éticas: la cultivada por los utilitaristas, quienes cifran la validez de un acto en la bondad de sus consecuencias, y la deontológica, centrada en los principios. Podemos suponer que, desde el punto de vista de la utilidad, la conducta de Hampshire fue irracional: ¿por qué no mentir, si con ello se facilitaba, para provecho de todos, el fin de la guerra? ¿Por qué sacrificar un bien palpable a un puntillo de decoro? ¿No pecó Hampshire de un exceso de rigidez, o, quizá, de narcisismo moral? Nagel prefiere no pronunciarse. Es más, de su relato se infiere que tampoco Hampshire estaba seguro de haber obrado correctamente. Personalmente opino que esta zona de incertidumbre, esta opacidad, es inseparable de nuestra experiencia moral. En los frangentes realmente decisivos, la realidad se irisa y nada es del todo verde, o del todo rojo, o del todo azul. Por descontado, terminamos por hacer algo. O no hacemos nada, que es también una forma de hacer. Lo que resulta es un cuadro mixto, confuso. Algo que la aritmética utilitarista no resuelve, ni resuelve tampoco el catecismo del padre Astete o su equivalente laico.

Determinar si ha sido uno cobarde, o cruel, o ingrato, o generoso o justo, es a veces tan difícil como averiguar la propia efigie en un espejo anamórfico. A poco que nos desplacemos unos grados, lo que era claro se presenta oscuro, y viceversa. Recuerdo, siendo niño, haber oído censurar a quienes, luego de haber sentado plaza de demócratas, se avenían a jurar los Principios del Movimiento, paso preceptivo para ingresar en la Administración. ¿Era el reproche excesivo? Estimo que sí. Lo era por motivos de contexto. El juramento quedaba vaciado por su carácter masivo, rutinario, y predecible. Así, a ojo de buen cubero, habría resultado un tanto teatral renunciar a una carrera en nombre, digamos, de la virtud intransigente. Pero se gira una miaja el espejo, o, lo que es igual, giramos nosotros, y todo cambia. Supongamos que la mentira se ha verificado en un ‘tête-à-tête’ con un alto cargo que está en situación de mejorar nuestras perspectivas profesionales. Las nuestras precisamente. Ya no es igual. Tal vez hayamos pasado, de una insinceridad orientada a salvar un trámite administrativo, a una profesión de fe falaz. A algo que empieza a ser personal y, en idéntica medida, moralmente comprometedor.

Permítanme que les refiera un hecho que guarda analogía con el anterior, por su contenido y por el paralelismo entre los dos países. Ya afirmado en el poder, Mussolini decretó que todos los catedráticos que quisieran permanecer en el cargo debían hacer pública su afección al Régimen. Benedetto Croce animó expresamente a los docentes a que se dieran al partido, puesto que su abdicación en bloque habría empobrecido calamitosamente la universidad italiana. Consecuencialismo utilitarista… donde los haya. No le fue posible a Croce, por cierto, sentar ejemplo, por una razón trivial: no se había molestado en obtener una licenciatura y no era por tanto catedrático. Unos años más tarde volvió a suceder lo mismo, a cuenta ahora de los académicos. Croce lo era, y optó por poner pies en pared antes que decir ‘sí’ al Duce. ¿Por qué mudó de parecer? Tal vez el fascismo se había agravado. Probablemente, entendió Croce que ser académico no es, al revés que ser docente, una profesión, sino un honor, y que aceptar un honor de quien no es honorable degrada y contamina. Sería ocioso pronunciarse sobre decisiones como éstas invocando, mecánicamente, el utilitarismo o la deontología. La filosofía imagina el punto exacto en que debe colocarse el hombre frente al espejo anamórfico para recibir un reflejo íntegro, innegable, de su personalidad moral. Hemos acertado o hemos fracasado. Hemos estado a la altura del Bien, o por debajo de él. Somos justamente eso que vemos ahí. Ni más ni menos. Pero no. La experiencia moral abunda en escorzos, en forma buidas, en planos superpuestos, en perspectivas rotas. La experiencia moral es esa aglomeración. Y esa riqueza.

Escribe ‘madame’ de Staël, en no sé qué libro, que su padre, Jacques Necker, se atenía con escrúpulo, en los momentos de duda, a los principios de sana doctrina. La Staël idolatró a su padre, y aquí lo está idolatrando también. Sin embargo, no nos sentimos seducidos por este hombre que ante un dilema íntimo reacciona requiriendo un manual de instrucciones, redactado por no se sabe quién, no se sabe cuándo. Comportarse moralmente no es lo mismo que consultar un silabario o un listado de preguntas y respuestas. Estas enumeraciones alojan un valor meramente propedéutico. Son lo mismo que hacer palotes: sirven para adiestrar la mano, pero no enseñan a expresar un concepto.

Vuelvo a Hampshire: ¿qué lo empujó a no mentir? ¿Comprendió, al mirar a los ojos al colaboracionista, que era intolerable añadir, al asesinato cierto, la astucia? ¿Anuló esta percepción la suma y resta de beneficios y perjuicios? Lo ignoramos. Ignoramos lo que habríamos hecho nosotros frente a ese hombre concreto cuyos gestos, cuyo cuerpo, no resumen las palabras ni suple la imaginación. Una cosa es firme: el que solo acepte contemplarse en espejos impecables y planos se está perdiendo, de la misa, la media. Tanto en lo que hace a la moral, como a sí mismo.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *