La imparcialidad del sistema

Es muy probable que el ministro Manuel Alonso Martínez jamás imaginara, al presentar la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, que su previsión de que España algún día llegaría a estar en condiciones de dar otro paso hacia un proceso penal verdaderamente moderno, basado en la óptima protección de los derechos y garantías, se hiciera esperar casi 130 años.

El obstáculo argumental esgrimido como arma disuasoria contra cualquier conato de reforma ha sido siempre el mismo: que la asunción por el Ministerio Fiscal de la tarea de dirigir la investigación, como ocurre en todo el mundo, es imposible en nuestro país porque la «vinculación» entre el fiscal general del Estado y el Gobierno impide la debida imparcialidad del Ministerio Público a la hora de abrir, conducir o cerrar los procedimientos.

En una primera aproximación general, la palmaria debilidad del argumento se evidencia con una sencilla reflexión, ilustrada con la simple mirada a cualquiera de los referentes procesales de Occidente, como el sistema estadounidense, el alemán, el inglés o incluso el francés. En todos ellos la dependencia -cuando no la identidad- del fiscal respecto del Gobierno es explícitamente reconocida y evidente en sus leyes, y eso no impide que el proceso penal acusatorio funcione con eficacia reconocida, y que la Justicia penal obtenga cotas de eficacia y datos de aceptación social que aventajan bastante a los que nosotros podemos presentar.

Los ciudadanos de todos esos países saben que lo más importante no es cómo definen las partes -las acusaciones y las defensas- su posición procesal (incluida en su caso la ejecución de la política criminal de su Gobierno), sino la independencia de un juez que, al arbitrar y controlar las respectivas actuaciones de unos y otros, comprueba que se ajustan a la ley, y garantiza que acusadores, acusados y víctimas pueden, en pie de igualdad, ejercitar de manera efectiva sus derechos en el proceso. Es decir, asegura la igualdad de las partes y la imparcialidad del sistema. Igualdad e imparcialidad mucho más difíciles de lograr en nuestro modelo de raíz inquisitiva, donde la figura del juez de Instrucción se implica contra natura en la paradójica tarea de configurar, a través de su propia investigación, las posiciones procesales de acusación y defensa, al mismo tiempo que debe controlar -haciendo de juez de sí mismo- la legalidad de su propia actuación.

Es cierto que aquellas sociedades comparten una sólida tradición democrática que se manifiesta en un tratamiento político y mediático más respetuoso y menos partidista de sus instituciones y, en particular, de la acción de la Justicia, cuestionada por el contrario y puesta irresponsablemente bajo sospecha en nuestro país cada vez que sus decisiones -sean del fiscal o de los jueces- no convienen a quienes, teniendo acceso a la tribuna pública, no dudan en defender sus intereses deslegitimando a las instituciones que los cuestionan.

Pero también es verdad que el buen juicio del Constituyente español permite compensar esa diferencia cultural, al haber asegurado jurídicamente varias garantías suplementarias del equilibrio y la imparcialidad del sistema. Nuestra Constitución añade, en efecto, a la exigencia de un proceso con todas las garantías y a la garantía -lograda- de un Poder Judicial independiente, la expresa atribución al Ministerio Fiscal de la nota de imparcialidad que, de acuerdo con el artículo 124 de la Constitución, condiciona y delimita su misión de promover la Justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley. Y, además, reconoce, de acuerdo con nuestra propia tradición histórica, la posibilidad de que los ciudadanos intervengan en el proceso como parte acusadora, defendiendo directamente sus intereses e incluso, más allá, a través del ejercicio de la acusación popular, sosteniendo su propia visión del interés publico no necesariamente coincidente con la del Ministerio Fiscal.

Por todo ello, ahora que un Gobierno ha reunido el coraje necesario para proponer, mediante la aprobación del Anteproyecto de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, que España pueda disfrutar de un régimen de tutela procesal de las libertades y los derechos homologable al de los demás países democráticos, conviene recordar que esas cautelas constitucionales están ahí. Y, por tanto, que su adecuado desarrollo en esa misma norma y en otras que la complementan debería bastar para que la excusa recurrente de la falta de imparcialidad del Ministerio Público deje de hacer obstáculo a un cambio cada vez más imprescindible. La reforma operada por el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal en 2007 acogió la casi totalidad de las reivindicaciones que los objetores del cambio venían planteando en ese terreno. Ahora, el nombramiento del fiscal general se sujeta a un inicial control parlamentario, igual que su gestión posterior, y el Gobierno que lo propone no lo puede cesar salvo por causas legalmente tasadas que están sujetas al control del Supremo. Además, el mandato se limita a un máximo de cuatro años y no puede ser renovado, de manera que el jefe del Ministerio Público nada tiene que temer ni que esperar del Ejecutivo.

La introducción, en esa misma ley, del principio de especialización del trabajo y la reorganización del mapa territorial del Ministerio Público hacen que el fiscal general difícilmente pueda impartir una instrucción no ya contraria a Derecho, sino siquiera contraria al criterio jurídico razonado que resulte del debate interno en el Ministerio Público, sin arriesgarse a un serio conflicto institucional. A ello se añade (esto es poco conocido por los ciudadanos, tal vez porque exista algún interés en que no se conozca) la existencia de un amplio derecho de objeción de conciencia, en cuya virtud ningún fiscal puede ser obligado a cumplir una orden no ya por considerarla ilegal, sino incluso por estimarla improcedente. Objeción que se ejercita a través de un procedimiento transparente en el que intervienen diversos órganos colegiados (las Juntas de Fiscalía, e incluso la Junta de Fiscales de Sala) por lo que el debate público está asegurado, de modo que difícilmente un fiscal general asumirá el riesgo de poner en marcha, con decisiones conscientemente arbitrarias, esa maquinaria de potencial desautorización de su actuación.

La Fiscalía es una institución cuya naturaleza jerárquica se concibe, exclusivamente, como el medio de asegurar la unidad de actuación, es decir, la igualdad en la aplicación de la ley cualquiera que sea el lugar o el hecho en el que actúa un representante del Ministerio Público. Todos los fiscales deben aplicar los mismos criterios, pero éstos, como queda expuesto, no son fruto ni del capricho ni de la acción política del Gobierno o de la oposición, sino de un complejo procedimiento de toma de decisiones, en el que el rigor técnico y la organización colegial impermeabilizan el trabajo de cada fiscal frente a cualquier presión extrajurídica, incluso la que pudiera pretenderse a través de la jerarquía.

Y, si todo falla, quedan, como debe ser en democracia, los controles cruzados: a) un fuerte Poder Judicial como el que diseña el Anteproyecto, no alineado con el fiscal -como frecuentemente ocurre en el proceso inquisitivo, para infortunio de las defensas- sino independiente en su tarea de controlar la actuación del Ministerio Público y de la Policía; b) el mantenimiento de la acusación popular (también controlada por el juez, para evitar fraudes y abusos) como mecanismo complementario o alternativo de defensa del interés público; c) el legítimo control parlamentario de la gestión de la Fiscalía General del Estado; y d) la crítica tarea de los medios de comunicación.

Los detractores de todo cambio podrán buscar otras excusas, pero no parece fácil sostener que todas esas garantías, desconocidas muchas de ellas en países de honda raíz democrática, no basten para superar de una vez la injustificada e interesada desconfianza institucional que lleva 30 años paralizando la verdadera modernización -y la verdadera democratización- de nuestro proceso penal.

Por Cándido Conde-Pumpido, fiscal general del Estado.

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