La importancia de un trozo de tela

Cuando era pequeña solía observar con fascinación a mi abuela cuando se vestía: desplegaba un trozo de tela larguísimo que se enrollaba alrededor de la cintura, se lo pasaba por la espalda y lo deslizaba hasta el pecho para sujetarlo con un par de fíbulas de plata. En cuanto al cabello, lo recogía en trenzas brillantes de aceite de oliva y en lo alto de la cabeza se ataba una pañoleta en la que luego colgaba las trenzas. Mi abuela iba tatuada desde la barbilla hasta el pecho, llevaba grandes brazaletes de plata y un fajín de lana rojo oscuro. Quedaban aún, a mediados de los años ochenta del siglo pasado, mujeres que vestían como ella, “a la antigua”. Aparece en el último número del National Geographicla imagen de una joven argelina tomada por Rudolf Lehnert y Ernst Landrock en 1905 que viste de un modo muy parecido a como vestían buena parte de las mujeres amazighs (bereberes). Cuando escuchamos los tan socorridos discursos de reivindicación identitaria por parte de las descendientes magrebíes que abanderan el hiyab como algo propio que hay que defender frente al entorno opresor que nos quieren destapar, tal vez sería útil rebuscar entre fotografías familiares para descubrir que tradiciones y costumbres que creemos de siglos son en realidad de hace tres o cuatro décadas.

La importancia de un trozo de telaCon esto no quiero decir que procedamos de un entorno igualitario ni mucho menos feminista. La cultura amazigh es tan machista como la árabo-musulmana, aunque en la pugna de identidades se le achaque siempre al otro los elementos negativos. A quienes venimos del Rif a menudo se nos ha contado que la discriminación que sufrimos se debe al hecho de proceder de una región atrasada y cerrada y que el resto de Marruecos era mucho más igualitario. Solamente cuando leímos a Fatima Mernissi o más recientemente a Laila Slimani nos hemos dado cuenta de que en cuanto al machismo, la identidad nacional es mucho más uniforme de lo que nos han querido vender, que de Norte a Sur y de Este a Oeste pero también en la muy numero diáspora europea, las presiones sobre las vidas y los cuerpos de las mujeres conocen pocas excepciones. Y aun así siguen queriéndonos convencer de que la misoginia que hemos vivido en propia piel nada tiene que ver con el islam. Todo se debe a una mala interpretación o a elementos de la cultura local que distorsionaron el mensaje sagrado. Pero mi abuela llevaba sus trenzas al aire y nadie la consideró nunca una mala musulmana mientras que ahora la obligación de taparse ya se ha asimilado como propio de la religión. La confusión y las trampas dialécticas en este terreno no soplan nunca a favor de una mayor autonomía y libertad de las mujeres, e incluso asistimos al fenómeno de apropiación del propio término, libertad, para defender lo que en realidad no es más que el sometimiento a las normas de sumisión antiguas. No hay forma más eficaz de evitar un cambio social que negando la simple existencia de lo que se quiere alterar. Si nunca existió el machismo en el islam y todo se debe a una muy torpe interpretación por parte de los teólogos (empecinados en sus errores durante cerca de mil cuatrocientos años, que no es nada), entonces ni siquiera tiene razón de ser la lucha feminista. Aun así, mi abuela iba con las trenzas al viento y en el barrio donde yo crecí, en el interior de Cataluña, a día de hoy no hay mujer musulmana que quiera serlo que no se sienta obligada a seguir normas estrictas de vestimenta que establecen los centímetros de piel que puede enseñar en público.

Este cambio indumentario que puede parecer superficial y vano es en realidad un síntoma de una transformación mucho más profunda. Quienes defienden que no es más que un trozo de tela tendrían que preguntarse cómo puede ser que algo tan simple llegue a dividir un país con tan larga tradición democrática como Francia. Si es un simple trozo de tela, ¿por qué hay tan pocos testimonios de mujeres creyentes que decidan expresar esa poca importancia del hiyab quitándoselo en público?

A un nivel teológico, no está claro que la mujer musulmana esté obligada a cubrirse. Siendo como son los textos religiosos interpretables y no habiendo en muchos casos una norma clara y precisa, resulta lógico que las discusiones sobre algunos asuntos recojan puntos de vista discrepantes. Aun así es difícil escuchar esa diversidad de opiniones entre ciertos sectores del islam español, no al menos entre quienes tienen mayor proyección pública. Vimos así cómo recientemente el presidente de la Comisión Islámica Española mandaba una carta a un instituto de Gijón que había negado la entrada en el centro a una alumna con hiyab recordándole a la dirección que se trataba de “una prescripción religiosa necesaria protegida por la ley orgánica de Libertad Religiosa”. Así que para la máxima institución del islam español es una obligación religiosa que las mujeres cubran sus cabezas. Basándose en esta postura podemos afirmar sin duda que la religión de nuestros padres es evidentemente discriminatoria. No seré yo quien discuta la opinión de tan alta autoridad religiosa. A pesar del debate teológico, este punto de vista sobre el vestir de las mujeres es mayoritario. Una visión que incluso censuraría a mi abuela por mostrar cuello, brazos y parte del cabello. De este modo se desmiente el mantra tan repetido de la libertad de elección. Tal como apuntaba la periodista Sanaa el Aji, no se puede hablar de tal libertad cuando las presiones sociales para que te tapes son las que son. En Marruecos pero también, y cada vez, más, en los países europeos.

Podríamos hablar de libertad de elección si las sociedades musulmanas, en origen o en diáspora, hubieran evolucionado hasta el punto de haber borrado completamente todo el entramado de normas sobre nuestros cuerpos. Si ya no quedara nada de la idea islámica original que afirma que las mujeres en el espacio público pueden desencadenar ni más ni menos que el caos. Y aunque sigue habiendo mujeres encerradas, después de las independencias, del contacto con otros mundos, del avance imparable de las mujeres en terrenos inauditos para las generaciones anteriores, es ya muy difícil convencernos de la normalidad del encarcelamiento físico que suponía la segregación al ámbito doméstico. ¿De qué forma se podían seguir marcando los cuerpos de las mujeres ahora que no se detienen en el umbral de la puerta? Pues ni más ni menos que estableciendo una marca en apariencia menos violenta que los muros de la cárcel doméstica.

De un tiempo a esta parte resulta increíble la cantidad de agentes distintos que se han puesto de acuerdo para convencernos de la necesidad de seguir cargando sobre nuestros hombros un símbolo tan netamente patriarcal. En especial los distintos fundamentalismos islámicos, que tienen como obsesión enfermiza por marca los cuerpos de sus adeptas y convertirlas así en unas banderas visibles en los países donde el islam no es ni puede ser ley. Pero también sectores en apariencia moderados como el llamado islam político defienden a capa y espada ese trozo de tela tan poco importante.

Para ser un trozo de tela sin importancia, el hiyab o pañuelo o velo, como se le quiera llamar, está generando ríos de tinta y discusiones apasionadas. Quienes nos quieren convencer de su inocuidad son precisamente quienes no entienden que la dignidad de las mujeres está por encima de toda consideración. Si hace falta, también encima de cualquier texto divino.

Najat el Hachmi es escritora.

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