La impotencia del poder

Es probable que a algún lector cause asombro el rótulo que encabeza este artículo. ¿El poder impotente cuando los gobernantes nos acosan por todas partes? Lo habitual, en efecto, es atribuir los males que padecemos al Gobierno de turno. El inquilino de La Moncloa, tanto si es dirigente socialista como si pertenece al Partido Popular, tiene la culpa -se dice y repite- de que los problemas de los españoles no se solucionan satisfactoriamente.

Esta visión de lo que nos pasa infravalora, o simplemente desconoce, el reparto real de las fuerzas políticas en nuestra sociedad. En virtud de una mala legislación electoral determinados grupos minoritarios imponen en España sus criterios a los representantes de la mayoría. Hemos conocido a lo largo de los últimos treinta años distintos presidentes de Gobierno, unos más o menos conservadores y otros más o menos progresistas. Es igual el perfil que se les atribuyese. Todos han sido incapaces de avanzar libremente por el camino que hubieran deseado. Han necesitado contar con el apoyo, a veces expreso, a veces encubierto, de pequeños partidos defensores de otra idea de España. Cuando la mayoría obtenida en las urnas electorales fue amplia, los condicionantes de los nacionalismos periféricos se soportaron sin agobios. Pero en otros momentos, con mayoría débil, las exigencias de unas minorías han paralizado la realización de programas del partido que aparentemente ostenta el poder.

Es la impotencia del poder que afecta a algunas de las democracias modernas. Recuérdense las amargas palabras de despedida del presidente Eisenhower al salir de la Casa Blanca.

En España no es nuevo el espectáculo. Quiero decir que ya durante el franquismo los titulares de los cargos públicos decidían menos de lo que parecía. Determinados grupos de presión de naturaleza no política (fuesen de índole económica, de índole religiosa, o de articulación militar) cercenaban el poder de las autoridades, incluido el propio Jefe del Estado, una figura poco a poco declinante en el panorama global de la dictadura.

Una interpretación en un foro público de lo que nos ocurría a los españoles en 1958, y de lo que nos iba a suceder en el inmediato futuro, me costó el alejamiento definitivo de la Universidad Central de Madrid, ahora Universidad Complutense.
En enero de ese año 1958, siendo ya catedrático de Barcelona, fui invitado por un grupo de estudiantes madrileños a intervenir en un ciclo de conferencias sobre el momento político. Hablé de «Estado español y sociedad española». Conservo las cuartillas del esquema de aquella ponencia. No dije nada raro y menos aún revolucionario. Sin embargo, a las autoridades del Ministerio de Educación no les sentaron bien las reacciones favorables a mi razonamiento que se registraron en el auditorio. A la mañana siguiente me comunicaron por escrito que debía permanecer en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, con la exigencia de una autorización previa del Rectorado para pronunciar conferencias en cualquier otro lugar.

La tesis que defendí en el Aula Magna de la Facultad madrileña fue la siguiente: el poder político oficial es menos absoluto de lo que se piensa, ya que sus titulares se hallan condicionados, cuando no determinados, por grupos influyentes en los diversos ámbitos de la política. Según me filtraron personas conocedoras de los escondrijos de aquel régimen lo que más molestó fueron las preguntas que formulé a los asistentes. Por ejemplo ésta: ¿Puede Franco nombrar ministro de Educación a una persona que no tenga la bendición de la Iglesia Católica? O esta otra: ¿Sería posible un ministro de Comercio, o de Hacienda, que careciere del previo visto bueno de los grandes empresarios? Creo recordar que fueron media docena las preguntas que -por lo que luego ocurrió- impresionaron a los jóvenes universitarios.

En las calles españolas de 1958 se estimaba que Franco era todopoderoso. Apenas se sabía que existían «poderes fácticos» que operaban como «grupos de presión». Incluso en la Universidad se mantenía la eficacia completa de las normas jurídicas y no se ponía en duda que el ordenamiento real de un país coincidiera con el ordenamiento establecido en las Constituciones, donde éstas existían, o en las denominadas Leyes Fundamentales.

En los ejercicios de unas oposiciones a la cátedra de Derecho Político, el año 1955, invoqué las novedades introducidas en Francia. Allí el viejo y venerable Derecho Constitucional estaba siendo sustituido por una disciplina, de corte sociológico, atenta al funcionamiento real de las instituciones. Era la nueva ciencia política europea, muy influida por los estudios norteamericanos.

Me contaron luego que un miembro del tribunal que juzgó las oposiciones rechazó de plano cuanto yo exponía y sostuvo que Maurice Duverger, al que cité entre los innovadores, era un simple periodista. A los ojos de aquel catedrático, muy apegado a lo antiguo, descalificaba a Duverger el que firmase con frecuencia artículos en los diarios y en las revistas de gran tirada. Para muchos profesores de la primera mitad del siglo XX el comentario periodístico era una tarea impropia de la solemnidad de la cátedra. Don José Ortega y Gasset, a pesar de su grandeza intelectual, tuvo que escuchar críticas por enseñar fuera de las aulas universitarias y de las publicaciones estrictamente académicas.

Pero volvamos a la impotencia del poder. Durante el franquismo eran los grupos de intereses diversos, actuando como grupos de presión, los que imponían determinadas decisiones importantes. A partir de la Transición iniciada en 1976 aquellos grupos de presión se debilitaron, pero no desapareció por completo el «tinglado», un enorme complejo de gobernantes en la sombra.

Y, lo que resulta más grave, los nacionalistas de la periferia consiguieron, desde el comienzo de la Transición, una presencia sobredimensionada, extraordinaria, en las instituciones del Estado. Se sabía poco de Cataluña y del País Vasco en los círculos políticos de la capital al morir Franco. No se calculó que una pequeña cesión inicial se transformaría pronto en concesiones insaciables.

La impotencia del poder configura una situación que sólo desaparecerá el día en que contemos con una ley electoral que sirva para traducir fielmente la voluntad de los españoles. El objetivo está ahí.

Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.