La imprescindibel reconstrucción de la imagen de España

Cada mañana los habitantes del gran Buenos Aires se ven obligados a informarse con detenimiento de bastante más que de la situación meteorológica. En este duro invierno austral, empeorado por las periódicas emisiones de nubes de ceniza del chileno volcán Puyehue, que impregnan el aire de un olor dulzón, deben realizar un acopio de información suplementaria. Si quieren llegar a tiempo a su trabajo, o a la escuela de sus hijos, les toca informarse de las manifestaciones, sentadas y ocupaciones más o menos prolongadas, «plantadas» en las calles y plazas de su ciudad. Tanto las existentes como las anunciadas, previstas y entrevistas, jamás llegarán a su destino, al quedar inmovilizadas por el caos del tráfico, que la atemorizada Policía suele contemplar con benigna parsimonia. La que fuera en otros tiempos señorial capital argentina hace décadas que no constituye de manera permanente un espacio público ciudadano, pues es privatizada (es decir, colonizada por intereses privados) a intervalos regulares, que pueden durar hasta la eternidad, según decidan los profesionales del descontento. La intensidad de sus acciones se ha vinculado históricamente con los impulsos del populismo peronista, transmitidos con impecable cálculo por sindicalistas radicales, piqueteros, oportunistas e ingenieros diversos del resentimiento social. La fabricación de esta atmósfera de violencia simbólica, larvada y extraparlamentaria, que les otorga una vía «alternativa» de acción política, resulta tan obvia en sus efectos progubernamentales que unas recientes declaraciones laudatorias de la presidenta Cristina Fernández, viuda de Kirchner, sobre los «indignados» españoles poseen el carácter de una profecía autocumplida. Ella sabe bien de qué habla. En sus intolerables palabras hay una injerencia clara en los asuntos internos españoles, que en sentido contrario habría acarreado acusaciones de colonialismo y órdenes de devolución inmediata del oro de las Indias. «Lo que están pidiendo estos jóvenes es tener esperanza y construcción de futuro, que es lo que hemos hecho y estamos haciendo aquí en estos años felices (sic). Reclaman lo que nosotros ya hemos hecho». La desinformación se muestra aquí en todo su esplendor como «novedosa» forma de organización de la realidad, pero más allá de la irrelevancia del comentario, de consumo interno argentino en tiempo electoral, no resulta casual. Desgraciadamente, tampoco resulta anecdótico ni menor que el premio Nobel de Economía estadounidense Joseph Stiglitz, de paso por Madrid, se vistiera el pasado julio de perroflauta, pisara el césped del venerable parque del Retiro y megáfono en mano proclamara ante un grupo de enfervorizados «indignados» que observaba «una energía reconfortante». Como nadie parece haber preguntado allí a este renombrado especialista en el malestar económico por su propia responsabilidad anterior como asesor de Clinton (1995-1997), o vicepresidente del Banco Mundial (1997-2000), en el hecho de que hayamos llegado al estado de crisis actual, nos quedamos con la duda sobre lo que hubiera contestado. Pero lo que sí podemos hacer es aplicar un contrafactual y utilizar la «interrogante simétrica» de los antropólogos. ¿Y si hubiera sido al revés? ¿Y si le hubieran pisado el césped de la Universidad de Columbia donde imparte clases, u ocupado su residencia en Nueva York, dejándola en estado lamentable y para ser rescatada, nunca mejor dicho, por el sufrido erario público? En ambos casos, la presidenta argentina y el economista estadounidense, abundan, como ha indicado en estas mismas páginas el profesor Serafín Fanjul, diversos elementos de la imagen romántica de España: un país extremo habitado por Cármenes y bandidos, arcaico y exótico, en el cual, como dijo Montesquieu, «las pasiones multiplican los delitos». O como apuntan de manera implícita, una lucha primitiva tiene lugar.

En términos de diagnóstico, el innegable rearme en los últimos años de la imagen romántica y excepcional de España y su contemplación estática como paraíso de la anomalía expresan también, y con ello pasamos de la anécdota a la categoría, el colapso del proceso de normalización comenzado en 1975 y reforzado en sus líneas maestras por el éxito de la transición política, la entrada en la OTAN y la Unión Europea y la aparición de multinacionales españolas. Estas encuentran cada vez mayores dificultades para evitar asociaciones indeseadas con los estereotipos románticos de España, que de manera entre escandalosa e irracional son promovidos por entidades privadas y públicas, conglomerados mediáticos y personas influyentes, encantadas de promover el juego propuesto por el gran Luis García Berlanga en «Bienvenido Mister Marshall». A base de autoexotismo y adaptación a la imagen que otros necesitan de nosotros, nos parodiamos hasta convertirnos en caricaturas. En ninguna región del mundo como en Iberoamérica han sido más evidentes los nefastos efectos de esta visión, no solo equivocada por no real, sino gravemente perjudicial para los intereses generales de España. Primero, con una política de promoción a ultranza de la ayuda al desarrollo casi como única, simplificadora y mesiánica opción oficial, en un continente cuyas clases medias emergentes son precisamente las consumidoras prioritarias de bienes y servicios ofertados por empresas españolas. En desconocimiento banal e interesado, además, de muchas décadas de cooperación académica, cultural y científica que ofreció resultados tangibles desde los años cincuenta del siglo pasado, dirigida al amplio espectro de las sociedades iberoamericanas, no solo en sus lamentables periferias de pobreza y marginalidad —que se van reduciendo con el paso del tiempo—, sino en toda su amplitud y complejidad. Segundo, con la dudosa «política del acompañamiento» en el Bicentenario de las independencias iberoamericanas, iniciado en 2010 y prolongable se supone hasta 2024, consistente en la práctica en la carencia de iniciativas propias y en la cesión de toda autonomía de decisión. Una opción interpretada al otro lado del Atlántico por socios y amigos como dolorosa ausencia española e incapacidad para el debate constructivo, y por enemigos como confesión de culpa y debilidad, merecedora —no hay que andarse con ingenuidades al respecto— de adecuada compensación monetaria.

En este contexto, y ante la cercana coyuntura electoral, resulta fundamental la recuperación de un principio de realismo político y cultural que haga de la reconstrucción de la imagen de España asunto de Estado y estrategia de futuro. Esta implica evitar la trampa de las simplificaciones: no existen soluciones simples para problemas complejos, así que no basta con «ser un país serio», sin concretar muy bien de qué se trata, excepto ajustar las cuentas públicas. Hay mucho más por hacer. Si las grandes empresas españolas —que crean el modelo de innovación global— obtienen en algún caso hasta el 80 por ciento de sus beneficios fuera de España, entre México, Brasil, Chile y Colombia, no puede haber ausencia de política iberoamericana. Que el español constituye la segunda lengua global y su promoción y defensa internacional resulta vital, no puede seguir postergándose en todas sus implicaciones por temor a algunos indigenistas de allá y algunos nacionalistas periféricos de acá. Al fin, mirar hacia delante implica que España deje de ser «la abuela loca de Europa» que presentan algunas de sus imágenes, según ha señalado el brillante profesor mexicano-estadounidense Ilan Stavans. No podemos seguir apareciendo en los informativos como un país en el cual los descontentos disfrazados de una mezcla entre Piratas del Caribe-2 y Curro Jiménez ocupan las plazas que les apetecen para llamar la atención y justificar lo injustificable.

Por Manuel Lucena Giraldo, historiador e investigador del CSIC.

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