Por Dominique Moisi, fundador y alto asesor del Instituto Francés de Relaciones Internacionales, es en la actualidad catedrático de la Universidad de Europa en Natolin, Varsovia (EL PAÍS, 01/03/06):
Cuando llegó por primera vez a París en 2000 como recién elegido presidente de Rusia, Vladímir Putin tenía un sencillo y tranquilizador mensaje que transmitir: "Les traigo lo que más necesitan: una fuente de energía estable y garantizada. Mi petróleo y mi gas no serán más baratos que los suministros procedentes de Oriente Próximo, pero sí mucho más seguros". La observación implícita de Putin era que la "energía cristiana", aunque fuera "ortodoxa", ofrecería más seguridad que la "energía musulmana" a un mundo occidental inquieto por la estabilidad en Oriente Próximo. Se suponía que Oriente Próximo era caótico e impredecible, a diferencia de la nueva y moderna Rusia de Putin. El problema actual es que, para los ucranianos y georgianos, por no hablar de los italianos, el petróleo y el gas "cristianos" de Rusia no parecen ni mucho menos tan seguros e infalibles como Putin prometía.
El principal criterio por el que sus aliados y socios deberían juzgar a Rusia es la previsibilidad, y, en ese sentido, el país se queda cada vez más corto. Cuando Putin recibe a líderes de Hamás sin consultar con los demás miembros del Cuarteto -Naciones Unidas, la Unión Europea (UE) y Estados Unidos- encargado de guiar las conversaciones de paz entre Israel y Palestina, ¿está Rusia poniendo a prueba su "valor como fastidio" o sencillamente interpretando un papel "vanguardista" para los demás miembros del Cuarteto?
Lo que cada día está más claro es que hay que replantearse por completo la fórmula que define la política occidental hacia Rusia desde la caída del comunismo: "Atraigámosla si podemos; contengámosla si debemos". Occidente ha fracasado en gran medida a la hora de atraer a Rusia como aliado. ¿Se ha debido a una falta de apertura o imaginación por nuestra parte, o a una falta de interés o buena voluntad por parte de Rusia?
Los herederos del imperio soviético nunca previeron que su futuro fuera convertirse en el socio "menor" de Occidente. De hecho, los rusos de hoy en día no sienten nostalgia por los años de Yeltsin, que asocian con la confusión, la humillación, la vergüenza y la debilidad. Para la mayoría de los rusos, la aparición de una sociedad civil independiente y la primera racha de un viento democrático inconstante no pudieron equilibrar la profunda frustración nacional que se sentía por la pérdida del imperio y un estatus hecho añicos.
Además, ¿cómo sería hoy una política de contención aplicada a Rusia? Los líderes rusos, agazapados tras el colchón político de seguridad que aportan los elevados precios de la energía, creen, y con razón, que el tiempo corre a su favor, que "nosotros", los occidentales, necesitamos más a Rusia que Rusia a nosotros.
Sin duda, el papel de Rusia como el más reciente "petroestado" del mundo es muy distinto del de la Rusia en la que la esperanza de vida para los hombres roza los niveles de los países africanos más pobres. Pero los acontecimientos mundiales están predisponiendo a Rusia a olvidar su sombrío panorama demográfico y a centrarse en cambio en su futuro cargado de petróleo.
De hecho, la intensificación de las tensiones en Oriente Próximo -en especial la ambición nuclear de Irán- probablemente induzca a EE UU a pasar por alto todavía más la quisquillosidad diplomática de Rusia. El rápido crecimiento económico de China e India implica que ambos países darán prioridad a un flujo estable de la energía y, por tanto, a unas plácidas relaciones con Rusia. La UE tampoco puede permitirse una crisis grave con el Kremlin.
Teniendo en cuenta su formación, a los diplomáticos que rodean a Putin tal vez les parezca natural aplicar los viejos métodos de la etapa soviética, y quizá crean que ha llegado el momento de enmendar las humillaciones del ayer. A su modo de ver, la defensa de los intereses nacionales rusos exige unas duras tácticas de negociación, aunque ahora éstas rocen lo cómico, como en el reciente caso de unos presuntos espías británicos que ocultaban secretos en una roca de un parque de Moscú.
Por supuesto, Rusia no puede plantearse seriamente el comparar a EE UU con China, y mucho menos con Francia. Lo cierto es que un eje entre París, Berlín y Moscú nunca tuvo sentido, ni siquiera cuando Schröder ocupaba el poder en Alemania. Y es todavía más absurdo ahora, con Angela Merkel -alguien que no se hace ilusiones respecto a Rusia- como canciller alemana.
Al definir la política occidental hacia Rusia, debe trazarse una delgada línea. Una severa presión diplomática -como las amenazas de excluir a Rusia del G-8- debe ser el último recurso. Pero una resignada conformidad con lo que decida hacer el régimen de Putin sólo serviría para reafirmar a éste en su creencia de que ahora tiene todos los triunfos en la mano. La palabra clave que deberíamos recuperar al definir nuestra política hacia Rusia es "previsibilidad". La única Rusia segura y previsible es la que ofrece no una "energía cristiana", sino la "energía de un Estado de derecho". La "energía democrática" de Noruega tal vez constituya un objetivo demasiado distante, pero la función de Rusia como proveedor previsible de energía exige acabar con el reinado de la corrupción.La previsibilidad depende de la responsabilidad.
A los occidentales quizá nos haga mucha falta la energía rusa, pero si Rusia no quiere que su futuro degenere en un despotismo oriental, debe comprometerse con Occidente de buena fe. Si Putin de verdad pretende reforzar la posición global de Rusia, no debe permitir que el sentido de la humillación de sus ciudadanos desde la caída de la Unión Soviética se interponga en el camino.