La impureza y el alma

Para Paco Goyanes

Hijo y nieto de judíos, nací en Buenos Aires como resultado de un improbable azar: que mis cuatro abuelos, procedentes de los más alejados rincones de la Europa oriental y del Asia, se encontrasen en Argentina. Que así ocurriera no le quita nada a mi nacionalidad pero agrega algo a mi asombro: la certeza, desde niño, de que las cosas, estas cosas, las cosas de la identidad pueden ser de uno u otro modo y, con mucha mayor probabilidad, pueden simplemente no ser, no haber sido.

Pero así como soy argentino casi por azar, no es por azar que fui educado en el mundo secular de una Buenos Aires a la que mis padres, alejados ya del judaísmo tradicionalista de sus mayores, escogieron como cultura para sus hijos. Esa Buenos Aires que era en los años sesenta del siglo pasado capital de un país al que Oscar Terán describió como “más moderno que desarrollado”; una ciudad, por tanto, ideal para recibir una educación cosmopolita en colegios públicos, en los que el yiddish de los mayores sería reemplazado por el francés.

La impureza y el almaNada cuesta reconocer que cuando las marcas de los principios son tan próximas es más sencillo tener conciencia de la fragilidad de nuestro suelo común o, más justamente, de lo que nos resulta común de nuestro suelo: la filogenia no alcanza a ocultar el carácter artificial de cuanto compartimos con los otros. Es solo por un ejercicio de reconocimiento cotidiano, entonces, que uno se sabe parte de algo mayor, llamado patria, y es también como resultado de ese ejercicio que uno ve, muchas veces con tristeza, cómo esa patria le resulta esquiva cuando enseña sus vicios: la indiferencia por el dolor ajeno, o la afirmación excluyente de sus propios rasgos, que llamamos nacionalismo.

El aire miserablemente enrarecido de mi país en tiempos de la dictadura me orilló a la Ciudad de México, donde encontré un horizonte de libertad que había perdido. Allí, mexicanos, españoles y argentinos me introdujeron en el mundo de la edición y del pensamiento. Allí nació mi hija mayor y, ya de regreso en Argentina, el segundo. Ambos son argentinos e italianos: la familia materna les dejó en herencia esa nacionalidad. Mi hija conserva también el pasaporte mexicano: una persona, tres patrias.

Invitado por Francisco Pérez González fui construyendo, en los encuentros sobre la edición que se realizaban en Santander, una estrecha amistad con los colegas españoles. Y al crear, muchos años después, la editorial a la que di mi nombre, procuré quitar las marcas de la geografía para que su catálogo se afincara solo en nuestro idioma. Las amistades de tantos años y de tantos sitios hicieron que una muy pequeña empresa sea, también, una multinacional entre Madrid y México, Buenos Aires y Zaragoza, Bogotá y Barcelona.

He sido muchas cosas a los ojos de otros: para los judíos, un asimilado, y un judío para los gois; para los mexicanos, argentino, y argentino para los mexicanos. Editor y escritor, he sido para los empresarios un intelectual y, para éstos, un homme d’affaires: de ambas miradas aprendí el desdén. Cada una de ellas me reduce ante los ojos de quien me califica, pero me enriquece ante mí mismo: soy esto y soy lo otro.

Es desde esa historia que observo hoy, triste, cuanto ocurre en España: veo allí una discusión en la que ganar significa perder. No juzgo el deseo de unos, ni sus convicciones. Simplemente pienso cuánto queda en la vera del camino del rechazo, cuántas historias, qué parte de la memoria propia, de la memoria familiar, del pasado y del futuro común dejará de ser eso: historia compartida. Quiénes serán esos ciudadanos de un futuro Estado que para inventarse a sí mismo debe abandonar parte de aquello que ya es.

Es cierto: ser demasiadas cosas puede en ocasiones resultar complicado. Pero es esa complicación la que vuelve al mundo interesante, y la que vuelve interesante nuestro estar en el mundo: ver con distintos ojos, calzar distintos zapatos, ser una cosa y ser otra, no una o la otra: la conjunción agrega: catalán, y español, y europeo. La disyunción cancela, suprime, empobrece. A mí, que he luchado toda mi vida por conquistar idiomas, me deja perplejo la decisión de perder uno ya ganado. Yo, que sé del esfuerzo necesario para obtener una visa, un permiso de residencia, un documento a veces, veo con azoro la decisión de abandonar algo ya conquistado, porque Cataluña ha conquistado España de mil formas, y los catalanes conquistaron el español de mil maneras. Veo a mis colegas, a mis amigos, a mis competidores, a los que han hecho de Barcelona la capital de la edición en español, y los imagino exiliados, expulsados del idioma que era el suyo y con el cual llevaron Cataluña a América. Imagino nuestra propia historia reescribiéndose, la historia de una América Latina que se relaciona con una España de la cual está ausente Cataluña.

En Una vindicación del falso Basílides Borges menciona “las páginas omniscientes” del Diccionario enciclopédico hispano-americano; en La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga menciona el “hispanísimo diccionario Hispano-Americano”, según el cual “el movimiento no existe: Aquiles no podría alcanzar a la perezosa tortuga”. El Diccionario enciclopédico… fue editado por Montaner y Simón, en Barcelona; su edición comenzó en 1887 y culminó en 1910, al cabo de 26 volúmenes, más tres a modo de apéndice y un suplemento. Ese fue el libro que mi abuelo materno llevó consigo a las profundidades del Chaco cuando, hacia 1929, se instaló allí con mi abuela.

El judío farmacéutico llegado de Odessa se hizo acompañar por la enciclopedia editada, en español, por Montaner y Simón en Barcelona. Tengo esos volúmenes bajo mi vista cuando escribo estas líneas. Me pregunto por qué tanta gente querría suprimir de su historia nuestra historia en común. No encuentro las respuestas, y no puedo menos que imaginar esos libros ardiendo en una hoguera cuyos fuegos destruyen los cuerpos extraños con la ilusión de forjar hasta su máxima dureza el alma de lo idéntico. Sé que el fuego en el que se fraguan las identidades es el mismo en el que arden aquellas impurezas, y sé que es el fuego que no deberíamos encender nunca más.

Alejandro Katz es editor y ensayista. Colabora regularmente con La Nación, de Buenos Aires.

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