La inalcanzable estabilidad

Por Amadeu Petitbó, ex presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia (LA VANGUARDIA, 09/09/03):

Cuando hace años, gracias a la generosidad de mis amigos franceses, enseñaba economía en Francia, observaba una cierta tendencia hacia una falsa originalidad y hacia la crítica de lo evidente, que fomentaba la elaboración de abstractas teorías que poco servían para conducir la economía por los cauces de la eficiencia y la competitividad. Como ejemplo, recuerdo haber asistido expectante a una discusión, probablemente de gran relevancia teórica, en relación con las diferencias entre lo esotérico y lo exotérico en la obra de Marx. Es evidente que, antes o después, el goteo de los malos pensamientos y las elecciones erróneas tienen un coste.

Los sindicatos franceses se sienten felices con la jornada de 35 horas apoyada en un argumento falaz: si cada trabajador trabaja menos horas, el número de trabajadores ocupados aumentará y, en consecuencia, el paro disminuirá. Sin embargo, el análisis económico apoyado en la evidencia empírica conduce a una conclusión contraria: si la jornada laboral se reduce de forma que aumente el coste laboral por hora trabajada, los empresarios sustituirán trabajo por capital para mantener la competitividad.

En consecuencia, la ocupación disminuirá, especialmente en el caso de los trabajadores menos cualificados, y la economía se adentrará en aguas pantanosas de las que es difícil salir. La demagogia de la propuesta no dejó ver sus efectos a medio y largo plazo y, ahora, nuestros vecinos contabilizan una tasa de paro que ya ha superado el 9 por ciento. Pero la naturaleza humana es contumaz, incluso cuando sostiene posiciones erróneas, y en condiciones difíciles siempre hay quien cae en la tentación de recordar ingenuamente a Keynes y proponer la reducción de los impuestos y el aumento de los gastos públicos. Todo ello con el aplauso de los sindicatos, que, de esta manera, ven reforzado un papel que la realidad objetiva no les concede. Puede ocurrir que la errónea estrategia dé lugar a resultados presentables a corto plazo, pero a medio y largo plazo será fatal. Más acertada ha sido la estrategia seguida en España de la mano de Rodrigo Rato apoyada en el objetivo del déficit cero y en el impulso de las reformas estructurales, aunque éstas no hayan cumplido todos los objetivos. Los resultados han sido positivos y sólo aquellos que no tienen sentido del ridículo pueden negarlos.

Europa no está aprovechando sus ventajas. Romano Prodi, un gran técnico, tiene el mando pero no lo ejerce con la severidad necesaria y olvida que las amenazas deben ser creíbles. Mucha teoría pero poca energía. Europa necesita una mayor articulación económica y un mayor sentido de la responsabilidad colectiva para hacer frente al reto de la globalización, y dicha articulación exige, como hace Pedro Solbes, el cumplimiento de los acuerdos sensatos como el pacto de estabilidad. Lo que se pactó fue situar el déficit de referencia, como máximo, en el 3 por ciento del PIB y garantizar la progresiva reducción de la deuda pública cuando ésta fuera superior al 60 por ciento del PIB. Las razones de la propuesta eran obvias: una política monetaria saneada tiene una probabilidad elevada de favorecer tasas de inflación reducidas y estables favoreciendo, al mismo tiempo, el objetivo de una política monetaria única. Asimismo, contribuye a reducir el tipo de interés a largo plazo, favoreciendo la inversión del sector privado sin presiones sobre la balanza de pagos y el tipo de interés y, por último, facilita la acción y la eficiencia de los estabilizadores automáticos. Por estas razones, parece obvio que si lo que se pactó no se cumple, deben aplicarse los procedimientos previstos acordados mediante pactos voluntarios.

Francia, Alemania e Italia dicen creer que el aumento del déficit público contribuirá de forma decisiva a incrementar el crecimiento económico. Tal afirmación no es más que una cortina que pretende disimular la realidad pero que refleja que algo se ha hecho mal y olvida algo peor: como ha señalado el secretario de Estado, Luis de Guindos, “quien crea que con más déficit puede aumentar el crecimiento económico y el empleo se equivoca”. En estas circunstancias, los “espíritus políticos” no son coincidentes. Alemania tiene remordimientos de conciencia, pues su ministro de Finanzas, Hans Eichel, es partidario de reducir el déficit. Pero Francia desatiende las recomendaciones basadas en el pacto de estabilidad y dice sentirse tranquila incumpliendo lo pactado y cerrando el ejercicio con un déficit esperado que ascenderá al 4 por ciento del PIB. Italia es un caso aparte.

En mi opinión, el pacto de estabilidad es una condición necesaria. El pacto y las reformas deben basarse en el rigor del análisis y en el compromiso. Si Europa no es capaz de definir sus intereses comunes y considerarlos como puntos de referencia de sus estrategias políticas, el objetivo de coliderar la economía mundial, aún siendo un objetivo deseable, está lejos de ser alcanzado. La mejora de la competitividad de la economía europea necesita acompañar el pacto de estabilidad con un marco regulatorio que favorezca la actividad empresarial y deshaga la trama de normas de regulación ineficientes que proliferan por doquier y que en España se ha hecho más espesa como consecuencia del creciente intervencionismo de las administraciones subcentrales.

Y mientras la arena competitiva cada vez está más globalizada y cuenta con nuevos actores, aquí discutimos de modelos territoriales.