La incierta transición política marroquí

A lo largo de las casi cuatro décadas (1961-1999) de su reinado, el anterior monarca marroquí, Hassán II, configuró un régimen político que, de acuerdo con la clasificación de las formas de gobierno que suele hacerse en el constitucionalismo comparado, constituye un modelo típico de monarquía autocrática. A diferencia de otras formas políticas monárquicas como la parlamentaria, en la que el parlamento y el gobierno que emana de él son las instancias donde reside el poder de decisión política, en la monarquía autocrática es el rey el que concentra los principales poderes, que ejerce de forma autoritaria, personalmente o a través de su entorno próximo de confianza -el majzen en el Reino de Marruecos-. Este modelo, que en sus elementos básicos no ha sufrido alteraciones sustanciales, puede adoptar formas en las que se alternen periodos de dureza represiva con otros en los que se permite una mayor tolerancia; e incluso puede presentarse bajo formas con apariencia constitucional como lo muestran los variados textos constitucionales que se han sucedido (1962, 1970, 1972, 1992 y 1996) en Marruecos a lo largo de todo este periodo.

Ya durante los últimos años del reinado de Hassán II, coincidiendo con los cambios constitucionales de 1992 y 1996, empieza a plantearse en algunos círculos la cuestión de la transición política del régimen que, no obstante, no llegará a tener materialización efectiva en reformas políticas e institucionales concretas. La desaparición física en 1999 de Hassán II, auténtico artífice del actual sistema político marroquí, abría un nuevo periodo en el que la transición podía ser más factible, dado el papel central y determinante que ocupa el rey, y particularmente Hassán II, en el sistema político de la monarquía autocrática que él mismo había creado. Ahora bien, era preciso que existiese voluntad política para acometer los cambios institucionales y políticos, incluidos los constitucionales, que pudiesen encauzar el proceso de transición política; en esta perspectiva, las elecciones resultaban ser el instrumento más apropiado para abrir e impulsar el proceso de transición.

Es en este marco en el que hay que encuadrar las recientes elecciones en Marruecos, las segundas bajo el reinado del actual monarca, Mohamed VI (las anteriores tuvieron lugar en 2002). A juzgar por los términos en que se desarrolló la contienda electoral no parece que el proceso de transición vaya a experimentar avances significativos en la nueva legislatura que se abre ahora, y lo más previsible es que ésta se vea marcada por el continuismo en relación con la que acaba de finalizar (2002-2007). Así se desprende del hecho de que ninguno de los principales partidos, integrados en el bloque de la Kutla y que han venido compartiendo el Gobierno hasta ahora, hayan formulado propuestas de reformas institucionales; éstas sólo han sido planteadas por algunas de las pequeñas formaciones políticas, no teniendo posibilidad alguna de materialización efectiva.

El dato que mayor interés tiene en estas elecciones hace referencia no tanto a los votos obtenidos por los distintos partidos que concurrían a ellas como a los 'no votos' de los electores; es decir, la muy escasa participación registrada, que se reduce a poco más de un tercio (37%) del electorado (y que incluso no llega a este porcentaje si se computa la totalidad de los potenciales electores con derecho a voto y no sólo los inscritos previamente en las listas); a lo que habría que añadir, además, la elevada cantidad de votos nulos y en blanco. Se trata, sin duda, de un importante dato -el grado de participación ciudadana- que siempre hay que tener muy en cuenta, en algunas ocasiones más incluso que el reparto de los votos entre los distintos partidos; y que en el caso concreto de Marruecos revela el alto grado de desapego, por indiferencia o rechazo, que una amplia mayoría de la ciudadanía muestra hacia su propio sistema político.

Por otra parte, las elecciones han servido también para poner de manifiesto la persistencia de la acusada fragmentación del mapa político marroquí, con alrededor de una decena de grupos con presencia en la Cámara de Representantes (325 escaños), al igual que en las legislaturas precedentes, y sin que existan formaciones claramente mayoritarias capaces de vertebrar tanto al Gobierno como a la oposición; baste reseñar que las dos principales tras estas elecciones, al igual también que en las precedentes, se sitúan en torno a los cincuenta escaños (15% del total): Istiqlal, 52, y el islámico PJD, 48 (ha obtenido mayor número de votos aunque ha quedado muy lejos de las expectativas previstas). Hay que puntualizar, de todas formas, que el elevado número de grupos presentes en la Cámara no debe inducir a creer que existe un vigoroso pluralismo político y parlamentario; muy al contrario, se trata de un pluralismo vigilado y domesticado, cuyo ámbito de actuación queda acotado por los límites impuestos por la autoridad real.

A la vista de la situación tras las elecciones, puede afirmarse que éstas no sólo no han servido como motor para arrancar en el proceso de transición y emprender las necesarias reformas institucionales sino que, por el contrario, han servido para levantar acta del continuismo que viene caracterizando el reinado del actual monarca, Mohamed VI. Continuismo que se pone de manifiesto en el mantenimiento del desequilibrio de poderes propio de la autocracia monárquica, preservando y afianzando los poderes del rey, que ve incluso reforzada su posición en el sistema institucional; y, asimismo, en la prolongación de la situación de tutela vigilada sobre los partidos políticos y de debilidad institucional del Parlamento y del Gobierno, completamente subordinados al poder real.

La reforma institucional en profundidad de la monarquía autocrática, incluida la revisión constitucional global (la Constitución vigente, de 1996, es el legado político de Hassán II), constituye, hoy por hoy, la principal asignatura pendiente del régimen político marroquí. Reforma institucional que, para ser realmente efectiva desde la perspectiva del avance en el proceso de transición democrática, ha de ser planteada sobre la base de un reequilibrio de los poderes de signo tendencialmente parlamentario. Ello implica, en primer lugar, que el Parlamento (que ahora acaba de elegirse) empiece a jugar un papel más activo y no subordinado como ha venido ocurriendo hasta ahora; y lo mismo el Ejecutivo, que lejos de su configuración actual, al margen del Parlamento, ha de conformar conjuntamente con él el eje institucional en el que resida el poder de decisión política.

Pero, sobre todo, implica la radical remodelación de la institución monárquica, que en Marruecos constituye el núcleo central del sistema político en su conjunto. No hay que olvidar que el rey concentra en su persona, y ejerce efectivamente, los principales poderes del Estado en todos los ámbitos: en relación con el ejecutivo, nombrando y destituyendo libremente al jefe de gobierno independientemente de la composición del Parlamento; en relación con el legislativo, pudiendo disolver las Cámaras y negándose a sancionar las leyes, reenviándolas para una nueva discusión; y en relación con el judicial, nombrando a los magistrados a propuesta del Consejo Superior de la Magistratura, que él mismo preside. En fin, la persona del rey, además de inviolable, es sagrada (sic), según la propia Constitución (art. 23) y ostenta la condición de jefe espiritual de sus súbditos o comendador de los creyentes (art. 19).

Resulta problemático, a la vista de la actitud que han venido mostrando en este último periodo los principales actores en el escenario político marroquí, que las reformas institucionales vayan a abrirse paso en un futuro próximo. Desaprovechada, finalmente, la oportunidad que brindaban las elecciones (como también las anteriores de 2002), las expectativas ante el desarrollo del necesario proceso de transición política en Marruecos no pueden dejar de resultar inciertas.

Andoni Pérez Ayala