La incivil política española

En alguno de los muy sabios libros de Juan Gil-Albert (un gran clásico contemporáneo) está escrito que lo que más lo desasosegaba de los partidos políticos españoles o de sus facciones, era que uno no quería vencer o superar al otro (como es natural en una democracia y en buena lid) sino que uno quería «aplastar» al otro, deshacerlo, machacarlo Gil-Albert tenía el recuerdo doliente y dolido de la Guerra Civil y el exilio, pero ¿no quedamos cuando la famosa Transición que ya habíamos olvidado las inquinas fratricidas y que ahora éramos (¡por fin!) europeos y educados, y que queríamos ganar al adversario pero no destruir al enemigo? ¿No habíamos quedado en eso? Si fue así, hoy la verdad pocos lo dirían

Cuando uno oye hablar a los políticos de ahora mismo (los de la oposición se encocoran más, sin duda porque están en la oposición) escucha, con frecuencia, gruesas descalificaciones, faltas frecuentes ad hominem (más o menos disimuladas) y sobre todo ve en el hablante -y a menudo, siento decirlo, las señoras son más aguerridas que los hombres- ve en los ojos un montuno brillo de odio hacia el adversario, como pensando: Si en este momento te tuviese delante, te retorcía el pescuezo En fin, déjenme decirlo pronto y claro, la actual clase política española en general (hay excepciones) desencanta terriblemente; el odio cainita que un bando profesa al (o a los) de enfrente, causa un profundo malestar en buena parte de la población que tiende -salvo los muy forofos- a sentirse cada vez más despolitizada. Es muy frecuente que un amigo te diga: no hablemos de política, son todos iguales, y cada día más incultos, por si de algo sirve. O: yo votaré, pero te aseguro que una vez más tapándome las narices Los odios de Soraya Sáenz de Santamaría me enferman, que el ministro Bermejo ande de montería en plena crisis económica -y grave- me decepciona. Que el terrible Ibarretxe (y parte del PNV) mantenga la irredenta mentira del «quiero Estatuto» -y esto desde 1977- donde sólo debe leerse o escucharse: «Quiero independencia», me cansa, porque además detesto los localismos, y en toda España (en toda) sobra localismo y patria chica Winston Chuchill, en sus brillantes discursos, comparaba la situación de su tiempo con frases o soluciones de notables historiadores del pasado. Mariano Rajoy hace las comparaciones con partidos de tenis o de fútbol. Sin duda es consciente (aunque actúe desde la subconsciencia) que habla para un pueblo notablemente indocto, situación a la que nadie parece querer poner remedio.Algo mesocrático y ramplón -además del deseo evidentísimo de fastidiarse unos a otros- vuelve acre e híspida la actual política española.

Luis Cernuda afirmaba (en el franquismo) que éramos un país de cabreros, un país atrasado y cerrado, en parte también por culpa de la Iglesia. Pero en los pasados años 80 nos llegó la modernidad, el diseño, los yuppies -tan periclitados ahora mismo- y el que no daba un «pelotazo» (fea expresión) hacía algo después «ingeniería financiera». Claro, todo eso lo ha derribado esta crisis de la loca usura del capital que pagamos la mayoría (aunque procede de la minoría muy rica) y quizá por mor de los tiempos y por que las cosas no vienen bien dadas -tampoco el PP las arreglaría, pues sino Rajoy sería Secretario del Tesoro USA- nos ha rebrotado el pelo de la dehesa, tan nuestro, tan bruto, tan castizo. Cuando era ministra de Cultura y decían que metía tanto la pata, Esperanza Aguirre parecía entrañable. Ahora (amigos y enemigos) la tienen no sólo por «dama de hierro» sino por mujer de cuidado, dispuesta a todo Zapatero sigue su camino en días malos, pero el camino de la oposición (fuera de la constante descalificación) es zigzagueante, errático. ¿De veras don Mariano es un líder indiscutido?

Por suerte en este áspero y cerril patio de Monipodio en que se ha vuelto la política española (todos gruñendo a todos, o buscando pasquines y trapos sucios) la gente, mayoritariamente, no participa. Gracias le sean dadas al divino Hércules -y lo digo muy en serio- pues si el pueblo español tuviera la misma crispación que de la que hoy hacen gala sus políticos, estaríamos como en el grabado de Goya arreándonos con una estaca, a golpazo limpio, en un guerracivilismo que los políticos resucitan cada mañana. Insisto, por fortuna no les hacemos caso. Pero tampoco es bueno apartarse de la política, que es el gobierno de la ciudad (de la polis) al que todos estamos llamados con moderación y civismo. Pero ¿de veras somos ya un país con aprobado largo en civilidad, aunque mucho nos han dicho que sí? Cuando se desprecia la política surgen los Chavez. Pero ¿cómo criticar al crítico? ¿Cómo decirles a los políticos que no nos gusta su tono o su estilo? No dudo que el PSOE se equivocará y hará cosas mal a menudo, pero (acaso porque está en el Gobierno) parece ofrecer un discurso más tranquilo, más apaciguador. El discurso del PP, al contrario -y las elecciones lo caldean- es un discurso permanentemente crispado. ¿No se han dado cuenta los dirigentes del PP que, salvo a sus correligionarios más devotos, ese discurso quemante no gusta y produce una alérgica sensación de batalla aguerrida? Me pregunto de verdad: ¿qué le falta al PP para alcanzar, a todos los niveles, ese centrismo real tantas veces prometido y tantas hurtado? ¿De verdad creen ustedes que, a la vista de sus soflamas, el PP parece un partido de centro?

Los más pesimistas (entre los que no tengo empacho en contarme) estamos empezando a creer que en España se está dando una sutil regresión al pasado, no por supuesto, contra la democracia, sino contra los buenos modos y la educación. También es verdad, los políticos en campaña es raro que no tengan un par de brochazos maleducados. Por favor no miren a Berlusconi o a la Italia actual (la cola moral de Europa), y si han de buscar ejemplo miren a Sarkozy, que pese a su divismo -o vedettismo- hace gestos que quedarían de perlas (aunque sean irreales) en un político español.Pedir en la Asamblea general de la ONU la despenalización mundial de la homosexualidad es un noble «desideratum» que él debía saber por desgracia irrealizable ahora mismo, entre obispos y ayatolás, pero ¿no ha contado la gallardía, la modernidad del gesto mismo? A muy pocos políticos españoles los imaginamos en parecida tesitura.

No habiendo leído a los clásicos de nuestra Historia moderna, se diría que nuestros actuales políticos ignoran que han heredado (aunque barnizado en los últimos lustros) un país que fue pobre, viejo y cerrado, y donde la gente -inculta- tendía a zafia y montaraz porque no le quedaba otro remedio. Un país que, a principios del siglo XX, tenía aún una tasa tercermundista de analfabetos, que en algunas regiones rozaba el ochenta por ciento ¿Y qué tiene que ver eso con el ahora mismo? No es tan difícil, si se tiene en cuenta que los cambios profundos de conciencia (que afectan a la educación, a la cultura, a los hábitos de vida) tardan mucho tiempo, varias generaciones, en desaparecer del todo. Según esto la crispación de nuestros políticos de hoy mismo, sería en buena medida un rebrote de la falta de educación y el caínismo del pasado. Mi personal sensación (contrastada con buenos observadores de la realidad) es que el pueblo español -salvo en su cota más agresiva- tiende a separarse de la política, aunque a veces (tristemente) le interesa más lo que pasa en esa finca llamada «Ambiciones» -¡el cielo nos proteja!- que el último informe del consejo de ministros, y eso pese a la gravedad de la crisis económica. Quizá -practiquemos el pesimismo- hemos creído unos años que vivíamos en un país que ya había logrado saber, altura y buen gobierno; y acaso nos estemos dando cuenta (sin razonarlo del todo) que aún vivimos en un país mal educado, de raíces montunas, horro de cultura y con políticos que se van plegando sin darse cuenta a ese -creíamos que superado- arquetipo de España. Fue Unamuno el que escribió aquello de «¡Qué país, qué paisaje y qué paisanaje!». Bien quizá ya no es para tanto, pero quien tuvo retuvo. Por eso todos nuestros políticos deberían saber como materia esencial, y primigenio barro de trabajo, que lo que España necesita es tolerancia, igualdad, buena educación, suavidad de trato, bálsamos, delicadeza, cultura Y que lo que nos sigue sobrando (pues en demasía lo tuvimos) es acritud, gritos, fuego, toros, insultos, berrinches, navajas o facas a la primera de cambio.

Insisto: sé que veo mucho el lado oscuro, pero es tan real como la vida misma. Por favor, señores políticos, háganse más finos y civilizados en público y en honesta privacidad; se lo agradeceremos y hasta igual los imitamos, en lugar de verlos y echar a correr, como ahora mismo.

Luis Antonio de Villena, escritor.