La incomprensión de la globalización

Aunque parece atractiva en teoría, la globalización desluce en la práctica. Esa es la enseñanza que dejan el Brexit y el ascenso de Donald Trump en Estados Unidos. Y también está en la base de la reacción cada vez más virulenta contra China que hoy se extiende por el mundo. Los que ofrendan en el altar del libre comercio (entre quienes me incluyo) deben asumir y encarar esa evidente discrepancia.

La verdad sea dicha, no hay una teoría rigurosa de la globalización. Lo mejor que los economistas pueden ofrecer es un marco conceptual que se remonta a los inicios del siglo XIX con David Ricardo, según el cual, un país que se limite a producir de acuerdo con sus ventajas comparativas (en cuanto a dotación de recursos y habilidad de sus trabajadores) pronto estará mejor gracias al aumento del comercio transfronterizo. La liberalización comercial (el elixir de la globalización) promete beneficios para todos.

Aunque puede sostenerse que a largo plazo esa promesa es válida, en el corto plazo la realidad es invariablemente mucho más difícil. El Brexit (la retirada del Reino Unido de la Unión Europea) es solo el ejemplo más reciente.

Los votantes británicos cuestionaron varias de las premisas fundamentales de la integración regional: la libre movilidad de los trabajadores con inmigración aparentemente ilimitada, el sometimiento a reglas dictadas por autoridades supranacionales en Bruselas y la unión monetaria (que tiene serias falencias, como la falta de un mecanismo de transferencia fiscal entre los estados miembros). La integración económica y la globalización no son exactamente la misma cosa, pero se basan en los mismos principios de libre comercio ricardianos; unos principios que políticamente hoy no encuentran seguidores.

En Estados Unidos, el ascenso de Trump y el éxito político de la campaña del senador Bernie Sanders en las primarias son reflejo de muchos de los mismos sentimientos que llevaron al Brexit. Hay una clase media agobiada por presiones económicas de la globalización (desde la inmigración hasta el libre comercio) que contradicen sus promesas centrales.

Como suele suceder (y sobre todo en un año de elección presidencial), la respuesta de los políticos estadounidenses a estas difíciles cuestiones ha sido culpar a otros. Trump eligió a China y México; en el caso de Sanders, su oposición al Acuerdo Transpacífico (la propuesta de tratado comercial entre Estados Unidos y once países de la cuenca del Pacífico) obligó a Hillary Clinton, candidata por el Partido Demócrata, a adoptar una postura similar.

En síntesis, la globalización perdió su base de apoyo político, algo que no debería sorprender a nadie en un mundo que se parece muy poco al que habitó Ricardo hace dos siglos. Los argumentos de Ricardo, que hablan de las ventajas comparativas de Inglaterra y Portugal para la producción de telas y vino, respectivamente, son de poca utilidad para el mundo de hoy, hiperconectado y basado en el conocimiento. El premio Nobel Paul Samuelson, pionero de la traducción de los fundamentos ricardianos a la economía moderna, llegó a una conclusión similar en los últimos años de su vida, cuando señaló de qué manera un imitador tecnológico disruptivo con mano de obra barata, como China, podía dejar patas arriba la teoría de las ventajas comparativas.

Pero no es nada más un problema de teorías anticuadas. Las últimas tendencias en el comercio internacional también emiten señales alarmantes. Según el Fondo Monetario Internacional, el crecimiento anual promedio del volumen de comercio internacional fue 3% en el período que va de 2009 a 2016 (la mitad del 6% alcanzado entre 1980 y 2008). Esto tiene que ver no solo con la Gran Recesión, sino también con una recuperación inusitadamente anémica. Y mientras el comercio internacional declinaba, la resistencia política a la globalización no hizo más que intensificarse.

No es la primera vez que la globalización encuentra problemas. La Globalización 1.0 (el aumento del comercio mundial y de los flujos internacionales de capitales a fines del siglo XIX y principios del XX) halló su fin entre la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión. El comercio internacional se redujo alrededor del 60% entre 1929 y 1932, conforme las principales economías se cerraban y adoptaban políticas proteccionistas, como la tristemente célebre Ley Smoot-Hawley sobre aranceles aprobada en Estados Unidos en 1930.

Pero si una globalización más intensa como la actual tuviera un fin similar, las pérdidas podrían ser mucho mayores. A diferencia de la Globalización 1.0, que se limitó en gran medida al intercambio transfronterizo de bienes tangibles (manufacturas), el alcance de la Globalización 2.0 es mucho mayor, e incluye el comercio creciente de una gran variedad de intangibles: servicios que en otros tiempos no eran transables.

Asimismo, la Globalización 2.0 cuenta con medios mucho más sofisticados que los de su antecesora. La conectividad de la Globalización 1.0 se dio a través de barcos y, más tarde, ferrocarriles y vehículos motorizados. Hoy, estos sistemas de transporte son mucho más avanzados y se complementan con Internet y su mejora de las cadenas globales de suministro. Internet también permitió la distribución internacional instantánea de servicios cognitivos, como los de programación y diseño de software, reconocimiento médico y trabajo contable, legal y de consultoría.

El contraste más marcado entre las dos olas de globalización es la rapidez de la absorción tecnológica y la disrupción. El ritmo de adopción de las nuevas tecnologías de la información fue inusitadamente veloz. Solo llevó cinco años que 50 millones de hogares estadounidenses comenzaran a navegar por Internet, mientras que hicieron falta 38 años para que una cantidad similar obtuviera acceso a receptores de radio.

Lamentablemente, la profesión económica no comprendió los problemas inherentes a la globalización. La fijación en una teoría anticuada impidió prestar atención al aquí y ahora de una reacción de los trabajadores en gestación.

Por su amplitud y rapidez, la Globalización 2.0 demanda estrategias nuevas para amortiguar el impacto de la disrupción. Por desgracia, las redes de seguridad para ayudar a los trabajadores que pierden sus empleos o sufren presiones por el libre comercio son tan obsoletas como las teorías de la ventaja comparativa. En Estados Unidos, por ejemplo, en 1962 se aprobó un programa de Asistencia para el Ajuste Ocupacional (TAA), orientado a la economía fabril de antaño; pero según un informe publicado por el Instituto Peterson, desde 1974 este programa sólo benefició a dos millones de trabajadores estadounidenses.

El diseño de políticas más esclarecidas debe tener en cuenta las fuertes presiones que hoy sufre una cantidad mucho mayor de trabajadores. La hipervelocidad de la Globalización 2.0 señala la necesidad de iniciar antes la recapacitación de los trabajadores y darle mayor cobertura, ofrecer ayudas para la reubicación y la búsqueda de empleo, implementar un seguro de salario para los trabajadores de más edad y aumentar la duración de las prestaciones de desempleo.

Como nos advierte la historia, la alternativa (ya sea el Brexit o el nuevo aislacionismo estadounidense) es un accidente anunciado. Es responsabilidad de los que defienden el libre comercio y la globalización prevenirlo, ofreciendo soluciones concretas para los problemas muy reales que hoy afligen a tantos trabajadores.

Stephen S. Roach, former Chairman of Morgan Stanley Asia and the firm's chief economist, is a senior fellow at Yale University's Jackson Institute of Global Affairs and a senior lecturer at Yale's School of Management. He is the author of Unbalanced: The Codependency of America and China. Traducción: Esteban Flamini

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