La inconstitucionalidad de las cuotas

El gran retraso, ya de cuatro años, en la renovación del Consejo General del Poder Judicial significa, sin duda, un incumplimiento de la Constitución, pero también resulta contrario a la Constitución el sistema de reparto por cuotas políticas de la composición de ese órgano. E incluso podría decirse que, entre esos dos males, es mayor el segundo, porque ha instalado en nuestra vida pública una imagen de politización del Poder Judicial absolutamente contraria a los principios que rigen nuestro Estado de Derecho.

Cuando la Constitución fijó para la designación parlamentaria de los miembros del Consejo una mayoría de tres quintos lo que pretendía era que todos los seleccionados por las Cámaras tuviesen el apoyo, real, de esa mayoría, con el objetivo de que se enviasen al Consejo juristas solventes e independientes respecto de los cuales (de cada uno de ellos) ninguno de los grupos políticos que les respaldan con su voto tuviesen reparo alguno para su designación. Esa finalidad ha sido quebrantada por el modo en que sucesivamente se han venido eligiendo los vocales del Consejo: un reparto por cuotas en proporción a la fuerza parlamentaria de los partidos en las Cámaras.

La inconstitucionalidad de las cuotasQue esa forma es inconstitucional lo ha dicho claramente el Tribunal Constitucional en su sentencia 108/1986, en la que validó la reforma legal de 1985 mediante la cual se dispuso que no fueran los jueces, sino el Congreso y el Senado los que, además de designar a los ocho juristas de reconocida competencia cuya elección la Constitución les reservaba, también designaran a los 12 miembros restantes que, según la Constitución, habrían de ser jueces y magistrados de todas las categorías judiciales. Ese cambio legislativo lo dio por válido el Tribunal Constitucional al entender que no se oponía a la letra del art. 122. 3 de la Constitución, pero con una condición: que las Cámaras no eligieran a esos miembros mediante la distribución por cuotas políticas de los puestos a cubrir. Que es, lamentablemente, lo que a partir de entonces ha venido sucediendo.

Conviene, por su claridad, reproducir este argumento del Tribunal Constitucional en aquella sentencia: «Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada en la Norma Fundamental si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atienden sólo a la división de fuerzas políticas existentes en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos del poder y entre ellos, señaladamente, el Poder Judicial».

Este párrafo de la sentencia no es, en modo alguno, un obiter dictum, sino una verdadera fundamentación jurídica del fallo, pues en realidad aquella fue una sentencia interpretativa, que mantuvo el nuevo sistema de la ley a condición de que no se interpretara y aplicara de la manera que el Tribunal, expresamente, rechazó. La conclusión es inequívoca: el reparto por cuotas políticas es inconstitucional. No se trata sólo de un justificado reproche político a la inadmisible cuota, sino de un auténtico reproche jurídico a un sistema que pervierte la base fundamental de nuestro Estado de Derecho: la independencia del Poder Judicial.

Porque cuando de forma abiertamente descarada, como ha venido sucediendo hasta ahora, los partidos que integran la mayoría necesaria de los tres quintos se ponen de acuerdo, y así lo expresan públicamente, en que no habrá vetos mutuos, de manera que lo que sí habrá es un auténtico reparto de los puestos a cubrir, mediante el cual cada uno de los grupos que componen esa mayoría cualificada aceptará los nombres que proponga el otro, la votación final por los tres quintos resulta ser la mera vestidura de una decisión de fondo: cada vocal es elegido libremente por la fuerza política que lo ha propuesto. No es ese el consenso que la Constitución exige para la designación de los miembros del Consejo. Ese consenso ha de requerir, necesariamente, vetos mutuos, para que, al final, todos los propuestos y votados a favor sean aceptables por todos los que los proponen y los votan.

Es cierto que el reparto por cuotas políticas, pese a su perversidad, no siempre da necesariamente el resultado de que los miembros del Consejo carezcan de imparcialidad y actúen con sujeción a las órdenes de la fuerza política que, libremente, insisto, los eligió. En muchas ocasiones la independencia personal, cuando se basa en un reconocido prestigio, impide que ello suceda. Pero lo que sí resulta indiscutible es que con tal sistema se proyecta una inevitable «apariencia de parcialidad» sobre todos los miembros del Consejo, puesto que públicamente queda claro el origen ideológico de su designación. Hasta el punto de que, sin reparo alguno, los diversos partidos harán alarde de que habrá vocales del Consejo «de los unos» y «de los otros». Y así, con tal encuadramiento serán señalados por los medios de comunicación.

Más aún, políticos y opinadores (estos últimos hasta proclamándolo en editoriales de algún periódico de gran tirada) han llegado a decir que el principio democrático exige que en la composición del órgano de gobierno del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional haya una perfecta correlación con las mayorías parlamentarias de cada momento, de manera que, cuando la mayoría es progresista, tiene «derecho a nombrar» (así expresamente se ha dicho, lo que, pese a ser formalmente erróneo, retrata fielmente la realidad, perversa, de las cuotas) a la mayoría de los titulares de esos órganos, como recíprocamente sucede cuando la mayoría parlamentaria es conservadora. Ni que decir tiene que tal entendimiento es una corrupción, sin paliativos, del principio democrático, que sólo ha de regir para la composición de los órganos políticos, pero de ningún modo para los órganos de la justicia, o con palabras del Tribunal Constitucional antes reproducidas, «que es un criterio admisible en otros terrenos, no en éste», pues «deben mantenerse al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos del poder, y entre ellos, señaladamente, el Poder Judicial».

Lo que resulta, por supuesto, aplicable no sólo al Consejo sino también a nuestro máximo órgano jurisdiccional, el Tribunal Constitucional, donde el reparto por cuotas políticas ha venido siendo la forma de designación de los ocho magistrados propuestos por las Cámaras (e incluso de los dos propuestos por el Consejo General del Poder Judicial), salvo en su primera composición en 1980 (y en su primera renovación parcial en 1983), que se hizo por auténtico consenso, mediante vetos mutuos, de manera que «todos» fueron aceptables para «todos». Tal exigencia constitucional se abandonó después, lamentablemente, y nunca más se ha recuperado.

Pues bien, esa desdichada práctica política del reparto por cuotas es la que explica, en gran parte, los cuatro años de retraso en la renovación del Consejo General del Poder Judicial (también, por la misma causa, hubo hasta tres años de retraso en cierta renovación parcial del Tribunal Constitucional). Ya es hora de que los dos grandes partidos que suelen conformar la mayoría parlamentaria de tres quintos para las designaciones abandonen el inconstitucional sistema de reparto por cuotas que, además de degradar la imagen de los elegidos y de la propia institución a la que se incorporan, quebranta directamente las reglas de nuestro Estado de Derecho.

También creo que ha llegado el momento de reformar el modo de composición del Consejo General del Poder Judicial, devolviendo a los jueces y magistrados la competencia de elegir directamente a 12 de los vocales. Así lo exigen, en mi opinión, tanto los mandatos de la Unión Europea como el espíritu del art. 122 de la Constitución, pues, como también reconoció el Tribunal Constitucional en la sentencia ya referida, la finalidad querida por la Constitución «se alcanza más fácilmente atribuyendo a los propios Jueces y Magistrados la facultad de elegir a 12 de los miembros del CGPJ», ello, añadirá el Tribunal, «es cosa bien sabida».

Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional.

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