La incontenible ambición de Alemania

Carta reservada del embajador de Francia en Berlín a su ministro de Asuntos Exteriores: “Apreciado ministro: quiere usted aguardar a las elecciones. ¡Qué ligereza, qué frustración! Para esas fechas ya habrá pasado la oportunidad y Francia habrá sufrido una nueva derrota. Un solo acto de valor y volveremos a ocupar nuestro lugar entre las naciones. Una nueva prueba de debilidad y descenderemos al nivel de España”.

Quizás el lector note cierto tufillo decimonónico en la misma. No le falta razón porque no va dirigido a Alan Juppé, actual ministro francés de Relaciones Exteriores, sino a Barthélemy Saint-Hilaire, su homólogo en 1880. Era la época de la Conferencia de Berlín, del reparto colonial de África a cargo de las potencias europeas. Alemania ejercía de impulsora y repartidora de innoble botín. Francia e Italia aspiraban a hacerse con Túnez. La indecisión al respecto exasperaba a Bismarck, el Merkel de la época. En enero de 1879, le espetó al embajador francés: “Creo que la pera tunecina está ya madura. Conviene que la recojan ustedes”. De ahí la perentoria carta del diplomático a su jefe en París, por cierto, también sumido en ambiente pre-electoral.

El todavía en funciones más alto dignatario de Francia remedaba hace poco la circunstancia: “Ojo, franceses, si votáis a Hollande, descenderemos al nivel de España”. Sin embargo, en nuestra época, lo reseñable no es que España, económica y socialmente, se encuentra a los pies de los caballos, sino identificar el caballo. Casi todo el mundo (¡incluido el arrepentido Sarkozy!) lo tiene claro, pero The New York Times lo ha expresado breve y contundentemente: “España podría ser la próxima economía europea hundida por mala gestión alemana de la crisis de la eurozona. No tendría por qué suceder, pero con seguridad ocurrirá a menos que la canciller Angela Merkel y sus aliados políticos dentro y fuera de Alemania, reconozcan que ningún país puede saldar sus deudas si se asfixia su crecimiento económico”.

No obstante la cuestión va más allá de España, Italia o Grecia. Llega a la propia Francia y a Holanda, cuyo gobierno ha caído porque el partido racista encabezado por Wilders se ha opuesto a los recortes merkelianos.

Cabe preguntarse si lo que buscará Berlín no será la desaparición de la eurozona, tal y como ahora está concebida. Recuérdese que cuando el euro se estaba fraguando en los años noventa, un sector de opinión alemán no era partidario de incluir a varios países mediterráneos hasta que sus economías fueran estables y disciplinadas y, por supuesto, austeras. Berlín cedió entonces. ¿Lo hará ahora o se empeñará en que los “inestables” e “indisciplinados” abandonen la zona? ¿Es esa la ambición alemana?

En cualquier caso, Alemania debe prepararse para que la “indisciplina” se extienda más allá de los mediterráneos. Indisciplinada se dispone a ser Francia tras la victoria de Hollande, pero quizás también los Países Bajos y Bélgica. Una voz ha dicho que los votantes griegos o españoles no están dispuestos a que sus presupuestos sean redactados en Bruselas. Se confunde. La resistencia no es a Bruselas. Es a Berlín.

En diversas publicaciones de la Comisión Europea se incluye el siguiente texto: “La UE está compuesta por 27 Estados miembros que han decidido poner en común gradualmente sus conocimientos, recursos y destinos. A lo largo de 50 años han construido juntos una zona de estabilidad, democracia y desarrollo sostenible, manteniendo la diversidad cultural, la tolerancia y las libertades individuales. La UE se compromete a compartir sus logros y sus valores con países y pueblos allende sus fronteras”.

Cabe, empero, interrogarse sobre si —a causa de la inflexibilidad y dogmatismo de la descendiente de Otto-Leopold, príncipe de Bismarck— no estará Europa acentuando su declive y diluyéndose la escasamente asentada identidad y unidad europeas. Porque, salvo que un impulso federalista, propiciado por la izquierda y derecha no fundamentalistas, logre abrirse camino, pocas de esas señas de identidad conservarán su vigencia.

La gradual puesta en común de conocimiento y recursos se estancará. La zona de estabilidad, democracia y desarrollo sostenible entrará en barrena y la diversidad cultural, tolerancia y libertades individuales, minada por gobiernos derechistas, incluso reaccionarios, de diversos Estados se agostará. La frase que proclama que “la Unión está comprometida a compartir sus logros y valores con países y pueblos allende sus fronteras” devendrá un cruel sarcasmo, dado que los logros se traducirán en carencias y los valores se difuminarán hasta aposentarse en el baúl de los recuerdos.

François Hollande encarna la esperanza de que Europa pueda ser reconducida. Una Europa, la actual, caracterizada por el hundimiento de lo público y la exaltación de lo privado y donde solo se crece individualmente, en especial ricos y banqueros. Que fomenta el individualismo y el liberalismo exacerbados hasta reconocerse en el eslogan de Margaret Thatcher: “No existe nada llamado sociedad”. Una Europa supeditada a Alemania (“el gobierno económico somos nosotros”, manifiesta la nueva canciller de hierro, al tiempo que Volker Kauder —el jefe parlamentario enviado por ella hace unas semanas para examinar al presidente del Gobierno de España— ufanamente exclamó: “Hoy Europa habla alemán”). No obstante, hay también sensatez en la República Federal —la que mueve al presidente del partido socialdemócrata, Sigmar Gabriel, a recordar que Europa únicamente funciona si Alemania no se impone. O al histórico líder de la reunificación germana, Helmut Kohl, padrino político de la actual canciller, a lamentarse de que está destruyendo “su” Europa, la del equilibrio y el consenso. La alejada del diktat.

Esa agresión a lo público iniciada por Margaret Thatcher y fomentada en la Europa de hoy por tantos gobernantes europeos de derechas dolía al inolvidable Tony Judt: “Estamos ante la segunda generación que es incapaz de imaginar un cambio que no se refiera a sus propias vidas, para los que los servicios o bienes públicos sociales no tienen sentido, individuos aislados que luchan desesperadamente por su propia mejora, por encima de cualquier otra consideración”. Esto es, el imperio de lo privado diezma el bien público. Ello ha llevado recientemente a Jean-Claude Juncker, primer ministro de Luxemburgo y presidente del Eurogrupo, a manifestar que “en Alemania las autoridades federales y locales están paulatinamente perdiendo de vista el bien público europeo”. Y a muchísimos ciudadanos europeos (todavía no súbditos de Alemania) a concluir que el Estado del bienestar —culmen social de la inteligente alianza de posguerra entre socialdemócratas, liberales y democratacristianos— está en peligro. Es más, ya se denuncia que el Estado ha roto el contrato social, lo que lleva a los indignados de Madrid a proclamar: “No estamos contra el sistema. El sistema está contra nosotros”.

En definitiva, Angela Merkel, honoraria canciller de hierro, y sus aliados, son los responsables de la puesta en cuestión y decadencia del bien común europeo. Democráticamente elegida en su país, actúa como si lo hubiera sido también en Europa. Y se mueve de acuerdo a los parámetros pre-democráticos establecidos por Hobbes, en virtud de los cuales una vez que el pueblo ha otorgado su autoridad al soberano, este puede gobernar con poder absoluto, lo que no ya excluye todo control parlamentario, sino que tampoco distingue entre legitimidad de origen y la de ejercicio. En el siglo XVII Thomas Hobbes concebía el gobierno como un instrumento para garantizar la seguridad colectiva. Angela Merkel lo ve hoy como la herramienta para asegurar la estabilidad financiera y fiscal europea en función de los intereses germanos.

El presidente Hollande está en posición de convencer a Berlín y a Bruselas de que los intereses germanos y los europeos se beneficiarán con una estrategia de crecimiento que salve a nuestra Europa de la ruina social, económica y política hacia la que en la actualidad nos encaminamos y cuya muestra más sangrante es la Grecia salida de las urnas el mismo día en que Francia puso en marcha la esperanza.

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España y eurodiputado socialista.

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