La independencia de Cataluña desde el Derecho y la Economía

Como es sabido, el Gobierno catalán ha manifestado su intención de convocar un referéndum para 2014, con el fin de esclarecer si los catalanes desean independizarse del resto de España. Así las cosas, si un grupo cultural y territorialmente circunscrito manifiesta con claridad un deseo de independizarse, ¿por qué habría que negárselo?

Jurídicamente, Cataluña podría convertirse en un Estado independiente si se reformase la Constitución por la vía más ardua, que incluye un referéndum de ratificación en toda España. Por tanto, para llegar a la independencia, lo democrático es que participen todos los españoles —entre los cuales se encuentran los catalanes, que votaron muy mayoritariamente a favor de la Norma Fundamental—. Dicho esto, llegado un punto, podría ser razonable consultar al pueblo catalán, como avaló, en relación con Québec, el prestigioso Dictamen de la Corte Suprema de Canadá de 1999. Que sea razonable, sin embargo, no significa que sea un derecho porque, como enfatizó el propio tribunal canadiense, territorios como Québec —y lo mismo puede decirse de Cataluña y del resto de pueblos de España— carecen sencillamente, de acuerdo con el Derecho internacional, del derecho de autodeterminación. Y es que tal derecho no pretende absolutizar la voluntad de ningún pueblo, sino permitir la liberación de minorías oprimidas.

A este respecto, cuando se menta como ejemplo el referéndum consultivo escocés de 2014 suele olvidarse que es el Reino Unido quien lo ha autorizado. El Parlamento escocés no tiene competencia para legislar sobre el referéndum. Con todo, la mayoría independentista de aquella Cámara ha llevado a Cameron a adoptar una actitud bastante abierta y, en octubre del pasado año, el Reino Unido acordó con Escocia autorizar la consulta mediante una order incouncil. Así pues, el referéndum escocés –de carácter consultivo– es fruto de una decisión política del Reino Unido, no un derecho de Escocia.

La Constitución no puede reformarse unilateralmente. Parece oportuno acometer modificaciones estructurales en la organización del poder, aunque para ello haría falta aglutinar las voluntades políticas que exige la ley. El respeto de la legalidad no es una vana superstición, sino que hunde sus raíces en que, una vez que alguien quebranta las normas para imponer su voluntad, por razonable que sea, ya no puede esperar garantías frente a otro que quiera imponer la suya. «Concedería al diablo el beneficio de la ley, por mi propia seguridad», dice Tomás Moro en A Manforall Seasons.

El argumento económico más esgrimido para justificar el proyecto independentista es el desequilibrio fiscal en contra de Cataluña. Según cálculos del Govern, Cataluña habría tenido en 2009 un déficit fiscal de 16.400 millones de euros con respecto al Gobierno central, esencialmente por el incremento de deuda española emitida ese año correspondiente a la parte alícuota catalana. Ahora bien, no sabemos cómo se habrían comportado las finanzas públicas catalanas en solitario en 2009, año de crisis mundial y con altos déficits generalizados. Si bien debería existir más transparencia en materia de balanzas fiscales –sólo se han hecho oficiales las de 2005–, distintos supuestos hacen cambiar los resultados significativamente.

En el caso más adverso para Cataluña, el déficit fiscal catalán sería similar al de otras regiones del mundo y, en particular, al de algunos estados norteamericanos. Siguiendo el razonamiento independentista, unas cuantas regiones deberían independizarse de sus estados en Europa, y unos cuantos estados de Estados Unidos. Parece claro que este razonamiento aplicado de manera habitual nos llevaría a una carrera de secesión de regiones ricas respecto a las menos ricas, contribuyendo al desarraigo del estado social. También merece la pena destacar que si Cataluña está en una presunta posición de ventaja económica con respecto a otras comunidades, esto no es necesariamente a pesar de España. Por ejemplo, los Juegos Olímpicos de verano de 1992 –promovidos y financiados públicamente por España– supusieron una mejora permanente en la imagen y marca internacional de Barcelona.

Es, sin embargo, necesario reconocer que, debidamente acreditadas, unas transferencias fiscales excesivas y permanentes de unas comunidades a otras deberían ser un motivo de preocupación para la política española. Serían sin duda un problema económico, social y cultural para todo el país. Pero no por el hecho de que unos den a otros –esto sucede en todos los estados– sino por la posibilidad de que quienes reciben no estén aprovechando bien lo que se les da. Esto es perverso para ambos tipos de comunidades, y ha de corregirse reformando la ley de financiación territorial o, incluso, la Constitución —por ejemplo, introduciendo el «principio de ordinalidad» alemán, en virtud del cual la posición relativa de la comunidad autónoma en cuanto a su capacidad financiera se ha de mantener tras las transferencias—. Definitivamente, el sistema fiscal ha de usarse como incentivo, de modo que las personas y empresas de todos los territorios puedan florecer en cierta proporción a sus méritos.

Antonio Moreno Ibáñez y Fernando Simón Yarza, doctores respectivamente en Economía y Derecho.

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