La independencia del poder judicial

En diciembre de 1969 la revista «Cuadernos para el diálogo» dedicó un número extraordinario a la Administración de la Justicia en España. Nos encontrábamos en pleno franquismo. No obstante un grupo de aficionados a los temas jurídicos nos arriesgamos a enfocar el asunto con criterios liberales y democráticos. Mi colaboración la titulé «La independencia del poder judicial», el mismo encabezamiento de estas reflexiones escritas cuarenta años después.

Resulta obligado iniciar el razonamiento, entonces y ahora, con las sabias advertencias de Montesquieu: «No habrá libertad si el poder de juzgar no se separa del poder legislativo y del poder ejecutivo» (De l´Esprit des Lois, XI, 6). En 1969 el régimen establecido en España se articulaba con un Ministerio de Justicia que podía mediatizar la tarea de los jueces. La Constitución de 1978 pretendió acabar con cualquier dependencia de quienes debían administrar la justicia y dedica su título VI al Poder Judicial, el único de los poderes del Estado consagrado nominalmente.

Sin embargo, el órgano de gobierno de jueces y magistrados, o sea el Consejo General del Poder Judicial, experimentó una profunda desvirtuación el año 1985. La mitad de sus miembros sería elegida, conforme a la nueva Ley Orgánica, por el Congreso de los Diputados y la otra mitad por el Senado. Quiere esto decir que era el Poder Legislativo el que iba a decidir la composición del órgano de gobierno del Poder Judicial. ¿Dónde quedó la separación que defendía Montesquieu?
A mi entender, el cambio operado por la Ley Orgánica de 1985 fue una auténtica modificación del orden constitucional. Fue un cambio sin reforma, una mutación de la Constitución sin modificar el texto de 1978. Así lo escribí en aquellos días de 1985. He insistido en mi crítica varias veces, pero mis palabras cayeron en el vacío.

El mal camino entonces iniciado nos ha llevado a la mala situación presente, con deformaciones parecidas, y algunas idénticas, a las que se detectaban con facilidad en 1969, cuando propugnábamos en «Cuadernos» el fin de lo dictatorialmente existente. Se avanzó en 1978 y luego se retrocedió.

Hay que reemprender ahora la vía democrática. El Consejo General del Poder Judicial debe ser elegido por los jueces y los magistrados. Se trata, en buena doctrina, de un poder de índole relacional, que se genera con la participación de sus titulares, jueces y magistrados; no es un poder-substancia, como es el Poder Ejecutivo. Este último se tiene o no se tiene, igual que ocurre con la propiedad de un saco de oro. Hobbes y Locke nos enseñaron la distinción entre el poder-substancia y el poder sistema de relaciones. El Poder Judicial es de naturaleza relacional.

El año 1969 escribí: «Naturalmente que en la doctrina de la separación de poderes no encaja la existencia de un Ministro de Justicia. Los ministros son jefes de unos departamentos que forman el Gobierno. Jueces y Magistrados no deben ser considerados funcionarios de una rama del Gobierno. Un Ministro de Justicia lleva a la confusión entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial; esta confusión de poderes, como cualquier otra falta de distinción de poderes, conduce a la destrucción del patrimonio espiritual de la ciudad».

Me pronuncié entonces por el autogobierno de la Justicia. Me preocupaba la frecuente interferencia del Ejecutivo en la designación de los que se sentaban en los altos tribunales y en la remoción de los insumisos. No era previsible que tiempos después fuese el Parlamento democrático el que -olvidándose de Montesquieu- decidiera la composición del Consejo General del Poder Judicial.

Hace cuarenta años sentí una preocupación especial por el secreto de las decisiones de los tribunales. Dediqué por ello unos párrafos de mi artículo en «Cuadernos» a la deseada publicidad de los votos discrepantes. Era un momento en el que resultaban relativamente frecuentes las sentencias disparatadas. Concretamente causaban asombro algunas de las que se pronunciaban contra periodistas y editores de medios de comunicación. Como abogado en el Tribunal Supremo -hasta allí había que acudir por las infracciones de la ley de prensa- recibí unas confidencias que no podían transmitir la verdad de lo acontecido. Ante sentencias inaceptables tres de los cinco magistrados de una Sala me confesaban, uno tras otro, que ellos habían votado en contra. No era posible que eso hubiera sucedido en Salas de cinco. Si tres se hubiesen opuesto la resolución no habría salido.

Afortunadamente hoy podemos conocer los votos particulares discrepantes. Ya no es una mera sugerencia lo que hace cuarenta años se exponía: «Las opiniones minoritarias discrepantes -escribí- habrían de tener la misma publicidad que el Auto o la Sentencia que fueron votados por mayoría. La experiencia norteamericana marca un camino fecundo. De esta forma, el magistrado asume la plena responsabilidad personal. Y transcurrido un tiempo, si la jurisprudencia cambia en el sentido querido por la minoría, se imputará el acierto a quien disintió de una resolución de valor perecedero».

Nos satisfacen aspectos actuales de la Administración de Justicia y nos entristecen otros, entre ellos los intentos de suprimir el Consejo General del Poder Judicial devolviendo las competencias al Ministerio de Justicia. Acaso la solución sea la que inspiró el texto constitucional de 1978, e inicialmente aplicada. Hay que releer sin intenciones deformadoras el artículo 122.3 CE: una nueva ley orgánica debería anular la de 1985. No basta, como se alegó a favor del «cambio constitucional sin reforma», que los elegidos sean «entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales», sino que los electores han de ser los titulares del Poder Judicial, un poder de naturaleza relacional -insisto en ello- cuya titularidad corresponde a los jueces y magistrados.

En nuestra visión idealista de 1969 anhelábamos el día en el que los jueces fuesen profetas. Un notable presidente del Tribunal Supremo norteamericano, Harlan F. Stone (1872-1946), advirtió agudamente, desde su privilegiado puesto de observación, que cuando el proceso democrático no funciona, los jueces deben prestar atención a todas las zonas. «El Congreso puede actuar, pero no actúa. El presidente puede estimular, pero no estimula. En ese momento, nosotros intervendremos y haremos la tarea que ellos debieron realizar».

Los españoles atravesamos por un momento delicado, nos hallamos ante una crisis judicial que nos agobia. Necesitamos jueces que no miren atrás, y ni siquiera al presente, sino al futuro. Necesitamos jueces que sean profetas. Jueces que por las señales y los signos de este tiempo acierten a predecir lo que ha de suceder. De esta forma, cuando los otros poderes no actúen -como advirtió Stone- intervengan y los reemplacen. Jueces profetas que, al anticiparse al futuro, salven al Derecho y conserven el prestigio y la autoridad de la Magistratura.

Es la aspiración de un sueño. Volvamos a la realidad. Y con los pies en el suelo constatamos que no hubo jamás profeta que no fuese un ser humano libre, completamente independiente.

Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.