La independencia, ¿increíble?

Se ha considerado “decepcionante” que en el programa suscrito por PSOE y Ciudadanos no haya una aproximación específica a la cuestión catalana. El siempre perspicaz Antón Costas argüía en La Vanguardia del pasado día 24 que esa clamorosa omisión en el documento acordado por los dos partidos responde a la falta de “credibilidad” que los demás atribuyen a lo que los “independentistas están haciendo”. En otras palabras, que la independencia de Catalunya no se considera una hipótesis verosímil y que, en consecuencia, su amago –el proceso soberanista– no requeriría de un abordaje político y constitucional urgente.

Coincidimos muchos en que este cálculo podría resultar muy errado porque la decisión del independentismo catalán de fortalecerse hasta alcanzar una clara mayoría social es inequívoca. Desconocerlo desde el futuro gobierno central sería tanto como practicar la política del avestruz y versionar el quietismo del Gobierno del PP que tan malos resultados ha deparado. Otro error complementario a este consiste en considerar que el llamado problema catalán se plantea sólo en términos de secesión, lo que es incierto. También se formula en otros: de nuevo acomodo emocional, de revisión del encaje de Catalunya en el Estado constitucional e, incluso, de reformulación del completo modelo territorial.

Sin embargo, y aunque parezca paradójico, el programa suscrito por Sánchez y Rivera dispone de unos sobreentendidos sólo explicables a la luz de lo que ocurre en Catalunya. La subcomisión que se prevé en la comisión Constitucional del Congreso, que ha de alumbrar una ponencia que redacte un proyecto de reforma constitucional, debe contemplar el título VIII “y preceptos conexos” así como el desarrollo del “concepto de Estado Federal”. Además, los dos partidos han suscrito un “Pacto complementario” en el que plasman “el permanente e inequívoco compromiso compartido con la unidad y la integridad de España y la defensa del orden constitucional”. Y abundan todavía más en esta idea al comprometer su oposición “a todo intento de convocar un referéndum con el objetivo de impulsar la autodeterminación de cualquier territorio de España”.

En todas estas prevenciones PSOE y Ciudadanos encapsulan la cuestión catalana. Sin su erupción, las anteriores resultarían menciones excéntricas o innecesarias, de manera que están justificadas para acotar con meridiana claridad los límites de la reforma constitucional prevista para el 2017 en la que se contendría una respuesta al desafío independentista y, desde otro punto de vista, a la demanda de una tercera vía que excluiría en todo caso una consulta binaria y vinculante. De manera elíptica y por la vía de negación de según qué fórmulas, PSOE y Ciudadanos sí contemplan el proceso soberanista, aunque, efectivamente, no le atribuyan viabilidad suficiente como para mencionarlo de forma expresa y razonablemente satisfactoria. Por decirlo de otro modo: ambos partidos expresan su negativa a la secesión pero no resultan proactivos en ofrecerle una alternativa que queda diferida –y acotada– a una modificación de la Carta Magna.

Concurren otras explicaciones complementarias que explicarían la ausencia voluminosa de Catalunya en el programa de Sánchez y Rivera. Como es un acuerdo abierto a otras fuerzas políticas se eluden concreciones disuasorias salvo la delimitación de la línea roja del referéndum que también lo es para el PP, aunque no para Podemos y otros grupos de izquierda. En todo caso, resulta indudable que la omisión propositiva ha causado decepción y algunas extrañezas.

La supuesta inverosimilitud de la independencia catalana no es sólo un error de cálculo matritense. Es también la consecuencia de la sobreactuación del secesionismo catalán que ha incurrido reiteradamente en la política ficción y que ha demostrado –el descabalgamiento de Mas lo acreditaría– una gran fragilidad además de una aritmética insuficiente que se ha tuneado con muy pocos escrúpulos políticos y democráticos por los líderes del independentismo. Por otra parte, la idealización populista de la independencia como un desiderátum suena voluntarista e impostado en las instancias –sociales y económica, además de las políticas– que son las que descodifican los signos de alarma que el proceso catalán no ha conseguido activar con perentoriedad ni dentro ni fuera de España.

Finalmente habría que valorar en términos muy críticos el porqué y el para qué, en una lógica secesionista, los diecisiete diputados de ERC y DiL se sientan en el Congreso de los Diputados. Su deambulación parlamentaria causa desconcierto y no estimula ninguna interlocución constructiva e interesante.

Hay presencias que deben tener un sentido y un objetivo. Y la de los independentistas catalanes en el Parlamento español no tiene ni uno ni otro.

José Antonio Zarzalejos

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