La indignación no tiene edad

En la última novela que he leído de Richard Ford -«Francamente, Frank»- el personaje principal confiesa lo siguiente: «Siempre he aguantado bien las estupideces, por eso duermo a pierna suelta por la noche». Me llamó la atención, porque yo duermo bastante bien, aunque no me atreva a hacerlo a pierna suelta, por miedo a amanecer cojo al día siguiente, pero no aguanto las estupideces. Bueno, ni las groserías, ni las mentiras, ni las fanfarronadas, y la consecuencia de esta ausencia de templanza y mansedumbre es que me indignan, lo que pone en marcha la descarga de adrenalina, con lo que tengo a las suprarrenales bastante entretenidas, teniendo en cuenta que vivo en un país como España, donde las tonterías contemporáneas se suceden de manera apabullante.

Hace unos años, estaba convencido de que con el aumento de los años aumentaría también de manera proporcional la tolerancia. No es así, lo tengo debidamente comprobado, y también he podido constatar en conversaciones con personas afines a mi edad de nacimiento, que no soy un caso raro o extravagante.

Me indigna el machismo repugnante, esa soberbia del varón que le lleva al asesinato, pero me indigna también la hegemonía de un feminismo radical, que me impide que pueda volver a oír cantar en directo a Plácido Domingo, y casi ha estado a punto de privarme de ver más películas de uno de los cineastas que más admiro, Woody Allen, sin que ninguno de ellos haya sido condenado por un tribunal en un juicio con garantías.

Me indigna que una tonta contemporánea afirme que la igualdad de la mujer es una lucha exclusiva de la izquierda, ignorando que en la Revolución Francesa no se levantó una voz masculina a favor de la igualdad de la mujer, y es John Stuart Mill, un liberal, miembro del Partido Liberal, quien alza su voz a favor de la igualdad femenina, ya en la primera mitad del siglo XIX, y que, en España, los socialistas, ya en el siglo XX, votaron en contra de Clara Campoamor, cuando ésta propuso que se reconociera el derecho al voto de la mujer. La razón intelectual de la izquierda fue que las mujeres, como eran tontas, «votarían lo que les dijera el párroco».

Me indigna que un profesor universitario, a quien se le supone leído y estudioso, mienta con descaro y afirme que uno de los momentos más ejemplares de nuestra desgraciada Historia, la Transición, fue un cambalache entre banqueros y derechistas, despreciando los años de cárcel y torturas de los comunistas, su generosidad, la de la mayoría de los españoles de aquellos años, como dejó reflejado, no hace mucho, en estas mismas páginas, Francisco Vázquez, en una tercera admirable.

Me indigna que la llamada memoria histórica sea una relación maniquea, una versión de buenos y malos, donde los perversos estaban en un bando y los serafines bondadosos en otro, una burda falacia, tan burda como la historia de la guerra civil que me enseñaron en la escuela, bajo la Dictadura. Me indigna recordar que, en un libro que me editó Espasa Calpe, «Prietas las filas», hablo de una familia, a la que conozco muy bien, donde un hermano de la rama paterna fue fusilado por estar afiliado a UGT, y, otro, de la rama materna, asesinado también -¡con 16 años!- por el grave pecado de ser seminarista. Y ese es el retrato de miles de familias de ese tiempo, cuya persecución, martirio y calamidades, más que derivados de motivos ideológicos, fue consecuencia de que la guerra les sorprendiera en un lugar o en otro, en un clima de odio español, porque los españoles, si nos ponemos a odiar, lo hacemos de manera insuperable.

Me indignan los imanes del secesionismo, que incitan a la violencia, y que cuando sus consignas son obedecidas, y son detenidos los componentes de una cédula con materiales explosivos, y planos de casas cuartel de la Guardia Civil, afirmen, con la indecencia moral más abyecta, que eso es un montaje de las fuerzas policiales. Y me indigna que yo tenga que pagar cien euros de multa por haber atravesado un tramo de autopista a 89 k/h, porque la limitación era de 80 k/h, y no tengan que pagar la más leve multa quienes desobedecen las órdenes judiciales, agitan a los pobres descerebrados para que se conviertan en unos terroristas de provecho, ejercen un totalitarismo feroz en los colegios, amenazan, amedrentan y están destruyendo una sociedad como la catalana, a la que se tardará varios decenios en recomponer.

Me indigna que el Tribunal Supremo, yendo mucho más allá de sus competencias, se crea que puede designar el lugar donde ha de enterrarse un cadáver, como si los muertos -hayan sido criminales, santos, artistas o vulgares- no tuvieran familia, y la familia no tuviera nada que opinar sobre sus muertos, porque el Tribunal Supremo pasa a ser el propietario de los cuerpos de los ciudadanos, incluso más allá de la muerte.

Me indigna la facundia de estos políticos, que copian tesis doctorales o escriben libros plagiando a otros autores, y ni se arrepienten, ni piden disculpas, más aún: fabrican nuevas mentiras sobre la falsedad, aprovechando que en los países mediterráneos la mentira suele recibirse con excesiva misericordia. Y no me indignan menos los que sustraen el dinero de los contribuyentes en beneficio propio, ni los que predican la regeneración y, en cuanto tocan poder, ponen en marcha el nepotismo, y nombran a los parientes para cargos viejos o inventados, incluso los que permiten, ostentando uno de los más altos rangos, que su esposa sea contratada por una entidad privada, y no hace falta que descienda a dar más detalles.

Me indigna la pasividad de las llamadas «fuerzas sociales» -empresarios y sindicalistas- que creen que estos primeros años del siglo XXI van a continuar con los patrones del siglo pasado, como si la digitalización -que ha pillado a la banca mirando a la Luna- o la robotización -que los sindicalistas creen que es una cosa de las películas de ciencia ficción- no vayan a revolucionar de una manera trascendente el trabajo, queridos y anquilosados «compañeros del metal».

Me indigna, en fin, este regate corto sin horizontes, esta falta de entusiasmo, esta ausencia de líderes, esta atonía de una gran parte de la sociedad a la que parece que todas estas cosas le dan igual y no parecen preocuparle. Y, también, me indigna, esa persona, hombre o mujer, de la edad de mis hijos que, en una conversación intrascendente se dirige a mí y me suelta «en tus tiempos». Porque mis tiempos son estos. No estoy muerto, me levanto, trabajo bien o mal, leo, escribo, ensayo afectos con amigos y familia, me divierto, y voto, eso sí, muchas más veces de lo necesario. ¡Ah! Y, afortunadamente, me indigno. La indignación me rejuvenece espiritualmente, me hace sentirme fuerte, como si fuera un recién salido de la adolescencia, dispuesto a hacer de tonto de la pancarta. Bienvenida la indignación, porque no tiene edad, y hace que te sientas vivo.

Luis del Val es escritor.

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