La indignación proscrita

En la España actual, la indignación es un sentimiento bien visto y que despierta anchas simpatías. No me refiero solamente a los indignados del 15-M, de los que solo oigo hablar con admiración teñida de nostalgia: ya está claro que son —o fueron, o serán— la sal de la tierra. Pero la ola airada va mucho más allá y por desgracia la cenagosa actualidad política que vivimos parece garantizar su perpetuación multiforme. Por ejemplo, a las dos horas de aparecer en este periódico la contabilidad autógrafa y clandestina atribuida al turbio Bárcenas, ya estaba en volcánica marcha la recogida en Internet de firmas pidiendo la dimisión en bloque de toda la cúpula del PP. ¡Para qué más averiguaciones, ni presuntos ni leches: todos a la calle o mejor a la cárcel! Santa y comprensible cólera, como la de los damnificados por las preferentes, los profesionales de la sanidad pública amenazada o los usuarios de las urgencias clausuradas, por no mencionar a quienes abominan de una educación recortada que va a disputar a los jíbaros el triste récord en achicar cabezas…

Ya digo, se compartan más o menos los detalles de estas manifestaciones de descontento, toda la gente de bien y progreso siente por ellas comprensión o franca simpatía. ¡Qué menos, en vista de la que está cayendo y lo que se están llevando! Ah, pero hay una indignación, al menos una, quizá solo una, que recibe menos sufragios positivos que recelos en la opinión pública progresista. Me refiero a la indignación de las víctimas del terrorismo etarra. Sus protestas más o menos destempladas, sus muestras de desacuerdo con la política seguida por partidos e instituciones respecto a los presos de la banda o a los herederos políticos de esta, son vistas con incomodidad en el mejor de los casos y con franco desagrado en el peor. Se las avecina con la parcela poco recomendable de la extrema derecha y se deplora su intransigencia, incluso su obnubilación.

Los más caritativos suponen que alguien —la versión actual de la clásica conspiración judeomasónica de toda la vida, supongo— está manipulando sus sentimientos, pues por lo visto las víctimas son más manipulables que cualquier otro grupo de indignados. Los más agresivos no se recatan en llamarles “vengativos” y deploran que sean un obstáculo para conseguir por fin la paz. ¡Ay, la paz! Parafraseando a Madame Roland, ¡cuántos crímenes se perdonan o se olvidan en tu nombre!

A fin de cuentas, tanto si se comparten como si no, los motivos de indignación de las víctimas son fácilmente homologables a otros mejor aceptados por la gente que, con disculpable autoindulgencia, se considera progresista. A la mayoría de las víctimas les irrita ver legalizado un partido político formado por quienes siempre han apoyado a ETA, han repudiado sistemáticamente todas las medidas antiterroristas (desde la Ley de Partidos hasta las últimas detenciones de activistas armados), comparten los objetivos políticos de la banda y, aunque proclaman su renuncia actual al uso de la violencia, nunca han condenado su sanguinario ejercicio en el pasado. ¿Reconocen el daño causado? Bueno, los terroristas ya saben que hacen daño, precisamente para eso son terroristas. Encuadran estos perjuicios en el amplio marco de un conflicto del que no son responsables y en el que también ellos han padecido, como los demás. ¿Es pura intransigencia el enfado de las víctimas? Imaginemos que en lugar de crímenes terroristas estuviésemos hablando de delitos de corrupción económica y de un partido que los ha justificado en el pasado, que no los condena hoy y que acoge a quienes los cometieron disculpándolos por las circunstancias políticas generales, aunque —¡eso sí!— prometiendo no volver a las andadas. ¿Nos extrañaría que despertase la indignación de muchos, sobre todo de los más damnificados por tales latrocinios?

También enfurece a las víctimas el intento de establecer una especie de memoria oficial de lo sucedido en las últimas décadas que parece diluir el terrorismo en una niebla de atropellos generalizados de distinto signo. Sobre ciertas cuestiones es mejor dejar la palabra a los historiadores, no tratar de pactar una verdad única entre quienes han padecido y protagonizado los sucesos en litigio. Como bien dice Tony Judt: “El verdadero problema es que cuando una comunidad habla de ‘contar la verdad’ no solo pretende maximizar con su versión su propio sufrimiento, sino que a la vez minimiza implícitamente el sufrimiento de otros” (Pensar el siglo XX).

Para quienes deben convivir, a la espera del dictamen o los dictámenes de la historia, el mejor punto de acuerdo es el respeto a la ley y la aplicación de la justicia. Las víctimas tienen motivos para suponer que se les quiere hurtar tal compensación: la cámara vasca acaba de rechazar, con los votos de PNV, PSE y EHBildu, la petición de que inste al ministerio correspondiente a esclarecer cuanto antes los 326 crímenes de ETA aún sin resolver. Por lo que algunos aseguran, ese apremio no ayudaría en el momento presente… Imaginen que se dijese algo parecido respecto a los asuntos de corrupción aún pendientes, los cuales —por graves que sean— son de menor gravedad que los asesinatos y atentados. ¿No se levantarían voces indignadas? Es este contexto el que explica las protestas sublevadas por el nombramiento de Jonan Fernández. Sin prejuzgar sus intenciones, es evidente que ni en el pasado ni en el presente se le conocen pronunciamientos a favor de que los culpables de actos terroristas se reconcilien no con sus víctimas —algo deseable pero que pertenece al reino de lo subjetivo— sino con la objetividad democrática de la legalidad y sus sentencias. De ahí la desconfianza preventiva que despierta.

Y desde luego está el tema de los presos, juzgados y condenados por delitos terroristas. No sé si, como insinúan algunos correveidiles sectarios, hay víctimas que les niegan su derecho constitucional a la reinserción. Lo que resulta evidente es que ETA no quiere que disfruten de él. Es la fidelidad a los dictados de la banda (transmitidos verosímilmente por algunos abogados que pueden llegar hoy a senadores) lo que les impide cumplir los requisitos que legalmente les permitirían alcanzar beneficios penitenciarios individuales. ETA quiere reinsertarse socialmente a costa de ellos y que cuanto alcancen sea como batallón y por fidelidad a sus méritos de guerra. Fue eso precisamente lo solicitado en la manifestación de Bilbao, organizada por la actual variante de Batasuna y apoyada por notorios figurones del retroprogresismo hispánico. Consistió en una reivindicación de los presos en cuanto bloque sin fisuras al servicio del terrorismo, no de sus derechos como penados que solo mutilan quienes les manipulan. Y para colmo, a quienes se oponen a esta exaltación del delito se les llamó en ese mismo acto “enemigos de la paz”…

Desde luego, las víctimas del terrorismo —que no todas piensan igual— pueden equivocarse como cualquiera. Pero lo indiscutible es su derecho a indignarse como tantos otros colectivos que se consideran injustamente tratados. Si resulta indecente tolerar la corrupción económica con la excusa de que “todos han incurrido en ella”, aún menos aceptable es tragar la corrupción moral que pretende dar carpetazo a delitos de sangre por aquello de que “todo vale con tal de que no vuelvan a matar”. ¿O es que vamos a aceptar que hacer la vista gorda ante latrocinios públicos puede hundir al país, mientras que recompensar a los justificadores y beneficiarios políticos de crímenes es el camino para consolidar la paz?

Fernando Savater es escritor.

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