La indignación se consume, la transformación social debe organizarse

Cuando más necesitamos de la política para civilizar un capitalismo que insiste en demostrarnos su insostenibilidad ambiental, económica y social, más dificultades tienen los partidos para desempeñar esta función civilizatoria.

En los intentos de explicar la crisis de la política incurrimos en algunos desenfoques. Lo analizamos en clave local y coyuntural cuando es un fenómeno global y estructural. Nos referimos solo a partidos políticos, cuando la crisis afecta a todas las estructuras de mediación social. Nos encantan las explicaciones judeocristianas presididas por la culpa y los análisis moralistas.

No hace falta ser un conspicuo marxista para entender que en el origen de las grandes disrupciones sociales siempre encontramos la interacción de innovaciones tecnológicas, cambios socioeconómicos y una ideología que ofrece consistencia y legitimidad al nuevo orden.

Cada día comprobamos cómo la globalización, propiciada por la digitalización, ha desequilibrado las relaciones de poder entre los mercados y unas políticas nacionales que aparecen ante la ciudadanía como impotentes frente a los retos globales. Con sus graves consecuencias de desigualdad social y brechas de todo tipo, también de participación política. La digitalización incide también en nuestra manera de ser, de vivir, en nuestras identidades.

El taylorismo industrial, del que somos herederos, fragmentó los trabajos al tiempo que fomentaba la concentración de los trabajadores para garantizar su control. Aparecieron espacios de trabajo y vida en común, la fábrica y el barrio, que están en el origen de fuertes identidades que han articulado la política durante el siglo XX.

En cambio, el “taylorismo digital” promueve una mayor fragmentación de los trabajos y garantiza su disciplina social sin necesidad de agrupar físicamente a las personas trabajadoras. Al contrario, las dispersa y segrega, lo que dificulta la agregación de intereses y reivindicaciones. Uno de sus efectos es la aparición de identidades cada vez más desvertebradas y confrontadas.

Nuestro ancestral individualismo es potenciado por las redes sociales. Y alimentado ideológicamente por la mercantilización de la sociedad. El resultado no es, como nos venden, más libertad personal, sino mucho gregarismo, mayor individualismo e indiferencia hacia la comunidad.

En las últimas décadas, hemos transitado de una sociedad de ciudadanos a una de clientes, en la que incluso el acceso a derechos básicos se delega en el mercado. Asistimos a una extendida confusión entre derechos, deseos y bienes de consumo, hasta el punto de considerar como derecho todo aquello que se puede adquirir en el mercado.

Mientras en la sociedad de ciudadanos hay personas con derechos que ejercen libremente en comunidad, en la sociedad de clientes solo hay individuos que se mueven por sus deseos ilimitados, expresados de manera autárquica e indiferente a los otros. La cultura del “individuo tirano”—expresión del filósofo Éric Sadin— erosiona todo espacio en común.

Esta mercantilización de la sociedad ha atrapado también a los partidos. Las “ofertas” políticas se ofrecen para ser consumidas. La ciudadanía “demandamos” políticas a la medida exacta de cada uno de nosotros.

Lo que se presentó como alternativa a los partidos tradicionales, una política organizada en las redes sociales, con sus promesas incumplidas de proximidad, horizontalidad y participación, fue una gran ingenuidad. Como lo fue creer que para transformar la sociedad basta con movilizar la indignación. Las tecnologías digitales facilitan la expresión pública de la rabia social y canalizan la ira por las injusticias sufridas, pero al tiempo promueven la atomización de las causas lo que dificulta su articulación política.

La indignación también se consume, en su doble acepción. Las personas se movilizan consumiendo indignación que se canaliza en diferentes direcciones, no necesariamente progresista. Además, la indignación se consume rápidamente, dejando un poso de desafección que no impacta a todos por igual. Afecta mucho más a los sectores sociales que más necesitan de la política, pero menos participan de ella

La historia nos enseña que la transformación social requiere de organización. También que las grandes disrupciones provocan la obsolescencia de las estructuras sociales conocidas y tardamos tiempo en construir de nuevas.

De momento sabemos algunas cosas. Los proyectos sin organización no tienen futuro. Los liderazgos fuertes tienen un gran tirón electoral, pero como los eucaliptus crecen muy rápido, y al marchar dejan el terreno yermo. Las iniciativas locales aportan proximidad, pero son de compleja vertebración. Y la nostalgia no construye futuro.

Estas son, además de otras más prosaicas, las dificultades que afronta el proyecto Sumar impulsado por Yolanda Díaz. Cuenta a su favor con la ilusión despertada entre muchos huérfanos de la política. Al haber situado los trabajos en el centro de la política ha demostrado su utilidad para la ciudadanía. Y eso, en momentos de tanto descreimiento, es mucho. Pero la ilusión, como la indignación, requiere ser organizada. La fórmula del partido matriosca, utilizada por esa galaxia política desde los ochenta, está agotada como se ha demostrado en las elecciones andaluzas. El reto es combinar proyectos ilusionantes en positivo, liderazgos atractivos y espacios organizativos que potencien los vínculos de ciudadanía, la proximidad y los espacios comunes en una sociedad digitalizada. Mucho más fácil de decir que de hacer.

Joan Coscubiela es sindicalista y político.

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