La indignidad de Puigdemont

En los últimos días ha quedado claro, por si había alguna duda, que los políticos independentistas están dispuestos a todo, incluso a provocar la ruptura civil en Cataluña, con tal de alcanzar su objetivo de crear un Estado catalán al margen del resto de España. Empieza a cundir la sensación de que no hay nada que hacer. Tras la manifestación del sábado en Barcelona contra el terrorismo, ese fue uno de los comentarios más repetidos entre muchos catalanes que volvíamos a casa desolados en parte por el lamentable espectáculo que acabábamos de dar al mundo por culpa de una minoría fanatizada, incapaces de proyectar una imagen de unidad sin fisuras frente al terror.

Que conste que, a pesar de los preocupantes indicios, muchos catalanes no independentistas habíamos hecho de tripas corazón y habíamos decidido ir a una manifestación que sabíamos que los partidos y las entidades separatistas ANC y Òmnium Cultural, en su condición de Gobierno catalán en la sombra, habían tratado de mediatizar a toda costa. No quisimos ver que para la dirigencia independentista esto es una lucha sin cuartel contra el Estado español, es decir, contra el pueblo español constituido en comunidad de ciudadanos libres e iguales, y que si algo no estaban dispuestos a permitir era una imagen de unidad en la capital catalana de la que formasen parte los jefes de Estado y de Gobierno y otros representantes políticos del enemigo. Se acerca el Rubicón del 1 de octubre y no están dispuestos a dar tregua.

Lo digo con harto dolor de corazón: seguramente tienen razón quienes sostienen que no hay nada que hacer. Pero que no canten victoria los independentistas. Algunos nunca asumiremos su perversa apropiación de la catalanidad y sabemos perfectamente que, en todo caso, con quien no hay nada que hacer es con ellos y no con los catalanes en general, precisamente porque los independentistas han demostrado que no quieren saber nada del resto de los catalanes y de los españoles, que no les importa hacernos sentir incómodos y extraños en nuestra propia tierra. Así es como nos sentimos muchos en la manifestación del sábado, obligados -si queríamos manifestar nuestra repulsa al terrorismo y nuestra solidaridad con las víctimas- a desfilar tras una cabecera atestada de esteladas estratégicamente colocadas para tratar de demostrar al mundo que lo que de verdad nos importa a los catalanes es dejar de ser españoles. Por suerte, la inmensa mayoría de los manifestantes no llevaba bandera alguna, lo que demuestra una vez más la distancia sideral entre la Cataluña oficial, de la que habla el Govern y que aparece sobredimensionada en los medios públicos y subvencionados por la Generalitat, y la Cataluña real, mucho más respetuosa con su propia diversidad. Nada tiene que ver el primer plano con el fondo de la marcha.

Para algunos de nosotros, defensores de la concordia, no ha sido fácil acabar de aceptar la irreversibilidad del problema, porque, lógicamente, cuesta asumir que parte de tus conciudadanos y gobernantes viven entregados a un proyecto necesariamente basado en tu exclusión. Pero la conducta tras los atentados tanto del Govern como de las entidades independentistas y de los medios y tertulianos afines ha sido la constatación definitiva de que no hay nada que hacer.

El día después de la matanza de La Rambla coincidí con Puigdemont en Catalunya Ràdio. Desde nuestras consabidas diferencias ideológicas, nos saludamos con un apretón de manos y un intercambio de miradas y palabras aparentemente conciliador que quise interpretar como reflejo de una convicción compartida en la necesidad de estar unidos frente al terror y en la defensa de la libertad. Quise creer que por una vez Puigdemont iba a estar a la altura y que sería capaz de aparcar por unos días los aspectos más ominosos de su fijación, por respeto a las víctimas y a los ciudadanos que legítimamente reclamábamos de nuestras instituciones una respuesta firme y honorable. La hemos tenido por parte del Rey, del presidente Rajoy y de la alcaldesa Colau. Pero, por desgracia, la cabra siempre tira al monte y en el último momento Puigdemont no pudo evitar la tentación mezquina de aprovechar una entrevista con Financial Times para acusar al Gobierno de España de haber jugado con la seguridad de los catalanes, rompiendo así la frágil tregua que parecía haberse impuesto tras los atentados y reventando la unidad.

El día de la manifestación aparecía en la edición catalana de EL PAÍS mi artículo De Barcelona al mundo, en el que apelaba a la unidad de las personas decentes contra el terrorismo e incluía, en un ejercicio arriesgado de generosidad, a Puigdemont entre los políticos que parecían decididos a estar a la altura. El artículo lo había enviado el viernes por la mañana con la esperanza de que Puigdemont no me desautorizara volviendo por sus fueros. Por la noche, cuando vi sus declaraciones en Financial Times, me sentí ridículo por haberme empeñado en tender la mano a quien solo aspira a romper la convivencia entre catalanes, y entre nosotros y el resto de los españoles. De todas maneras, no me arrepiento. Sabía que arriesgaba tratando de contemporizar, pero Puigdemont y compañía han quedado retratados ante Cataluña, España y el mundo como lo que son, nacionalistas cerriles incapaces de comportarse dignamente ni siquiera en momentos tan difíciles.

Ignacio Martín Blanco es periodista y politólogo.

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