En las 1.586 páginas de la sentencia del caso Gürtel se juzga no una época. Se juzga una manera de concebir el ejercicio del poder. Los nombres son intercambiables. Se llamarán Correa, Bárcenas, Crespo, Ortega, López Viejo, etc. Es irrelevante. Son piezas en un mecano; en un sistema; en un esquema... que tiene el poder en el centro. Lord Acton acuñó la frase: "El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente". El único antídoto es el control. Y el más importante de todos, la certeza del castigo. El miedo. El miedo de que te pillarán y, si te pillan, el castigo será importante.
En España ha fallado el castigo por dos razones. Por un lado, porque se ha cultivado, tal vez, por nuestra historia, una idolatría, rayana en la idiocia, respecto del poder y los poderosos que explicaría no sólo la adoración, sino el empeño en alcanzarlo, tanto como la crueldad con los que lo han perdido. Y, por otro, porque la maquinaria del control ha funcionado mal y, sobre todo, muy lentamente.
Las condenas en el caso Gürtel, en sus distintas derivadas, están comenzando a llegar después de más de 10 años de instrucción; y aún falta la vertiente valenciana. El resultado es una enorme paradoja. Penas muy importantes (51 años a Correa, 37 años a Crespo, 38 años a Ortega, 31 a López Viejo...), pero tras instrucciones complejas y lentas; extraordinariamente lentas. Parece que aquellas penas pretenden compensar la espera. Habría sido preferible, en términos del buen orden social, procesos más rápidos, incluso, a riesgo de menores castigos.
El Partido Popular ha sido condenado y, además, por partida doble. En el plano estrictamente jurídico, recibe la mínima penalidad posible: la responsabilidad civil por un beneficio obtenido ilícitamente por su procedencia delictiva. No es la responsabilidad a título de autor del delito, sino como beneficiario. Un castigo civil, mínimo, pero castigo.
Le queda el consuelo de que podría haber sido peor. Si se hubiese podido aplicar la modificación del Código Penal del año 2010, que introdujo la responsabilidad penal de las personas jurídicas, se hubiera podido apreciar esa responsabilidad. En el fondo, es lo menos importante. Es la primera vez que un partido político, por una causa de ámbito nacional y, además, en el Gobierno, es condenado, al menos, civilmente por un beneficio derivado de la corrupción.
Más importante que la responsabilidad jurídica es la política. No me refiero a las consecuencias asociadas a que el partido en el Gobierno es objeto de un castigo. Me refiero a que es la pieza central de un "sistema de corrupción institucional" que parasitó las instituciones: "entidades públicas parasitadas". Son términos que encontramos en los hechos probados de la sentencia.
En las páginas 155 y 156 se resume a la perfección la responsabilidad de la que hablo: "Entre el Grupo Correa y el Partido Popular se tejió... una estructura de colaboración estable, consistente, por una parte, para la prestación de múltiples y continuos servicios relativos a viajes, organización de eventos, congresos, etc., ....". "Pero por otra, se creó en paralelo un auténtico y eficaz sistema de corrupción institucional a través de mecanismos de manipulación de la contratación pública central, autonómica y local a través de su estrecha y continua relación con influyentes militantes de dicho partido, aquí enjuiciados, que tenían posibilidades de influir en los procedimientos de toma de decisión en la contratación pública (...) lo que le permitió que, bien las empresas de Correa u otras empresas terceras elegidas por él (...) gozaran de un arbitrario trato de favor y tuvieran un dominio de hecho sobre la contratación pública (...) todo lo que complementariamente se encubría con fórmulas de derecho de aparente legalidad..."
Ese "auténtico y eficaz sistema de corrupción institucional" tenía el Partido Popular como pieza esencial. Que directamente los beneficios obtenidos, según la prueba alcanzada, fuesen mínimos; que ese papel esencial en el sistema de corrupción institucional no sea traducible, en el Código Penal anterior al año 2010 en una responsabilidad penal, con todas sus consecuencias; que todas estas circunstancias, relevantes en el terreno político, no lo sean, a los efectos, como hemos visto, de la imposición del castigo, no resta un ápice a su relevancia social.
El Tribunal nos habla de un sistema de corrupción institucional en el que cargos del Partido Popular, en administraciones gobernadas por el Partido Popular, adjudicaba ilícitamente contratos para obtener una renta, esencialmente personal.
Se suele decir que hay una diferencia entre la corrupción de la derecha y la de la izquierda. La derecha se corrompe, esencialmente, para obtener una renta personal; para la satisfacción de la codicia personal. Y, en menor medida, como aquí se demuestra, es el partido el beneficiario. Millones van a las manos de los cargos e intermediarios; al PP sólo unos cientos de miles de euros.
A la izquierda se le atribuye un especial empeño en crear una red clientelar; repartir para comprar voluntades. Es el caso de los ERE que se está ventilando en Sevilla estos días. Sobra decir que este modelo es más eficaz políticamente que el otro. Basta ver el éxito que le ha permitido al Partido Socialista conservar, como si de un cortijo se tratase, la Junta de Andalucía. Hasta en eso, a la derecha le falta visión, no sólo política, sino histórica. Incluso para robar hay que tener sentido histórico.
En la página 173 de la sentencia se explica el mecanismo utilizado. Lo que explica que la corrupción es, ciertamente, un sistema institucionalizado e institucional de robo a los ciudadanos. Los perjudicados somos todos y cada uno de nosotros. Y nos han robado a través de la contratación pública. "Las mercantiles que contratan lo hacen siempre con administraciones dirigidas por cargos públicos, pertenecientes al Partido Popular que, gracias a las facultades que por derecho les confieren sus cargos, consiguen imponer un control de hecho sobre las adjudicaciones, de manera que éstas se lleven a cabo vulnerando la normativa administrativa (...) obteniendo así un lucro personal ilícito tanto para la empresa contratante como para el funcionario o cargo que desde dentro de la Administración participa en esa irregularidad".
A tal fin, se utilizaron varios procedimientos que daban "apariencia de legalidad": "acudiendo generalmente a la fórmula excepcional del contrato menor o del procedimiento de negociado sin publicidad, que permitía una adjudicación directa y posibilitaba la elección arbitraria del adjudicatario, en lugar de acudir al procedimiento ordinario de concurso o subasta". Para hacerlos posible se acudía, incluso, al fraccionamiento irregular de los contratos para reducir su cuantía.
La beneficiaria, la empresa que resultaba adjudicataria del contrato, tenía que pagar una comisión. Es un eufemismo. En realidad, la adjudicataria era el cauce para que los ciudadanos la pagásemos. El mecanismo: inflar los precios que las administraciones efectivamente costeaban. La diferencia entre el precio real y el pagado arrojaba unas cantidades que la trama corrupta se apropiaba. Sólo una parte ridícula iba al partido; la inmensa mayoría iba a satisfacer la codicia de los hoy condenados.
Es posible que la Historia tan torturada de España haya creado el imaginario colectivo de que el poder es tan poderoso como rico; y como tal mina de oro se puede explotar. Como dijo una ministra socialista, "estamos manejando dinero público y el dinero público no es de nadie".
Ese nadie se ha hartado. Y ese nadie exige no sólo que se ponga fin a las vías que hacen posible la corrupción, sino que se acabe con la impunidad. El dinero público tiene dueño y el dueño, los ciudadanos, reclaman castigo y, sobre todo, respeto. La corrupción es, también, un atentado a la dignidad. Es lo que nos ofende; nos indigna.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Pompeu Fabra.