La industria del comentario

El comentario ha expulsado a la información del ámbito de los medios, donde el comentarista tiende a reemplazar tanto al periodista profesional como a los expertos. ¿Cómo reconocer al comentarista, o a la comentarista, a pesar de que esta nueva profesión, de momento, es sobre todo masculina? El comentarista debe tener buen aspecto, se le elige por su prestancia física, su voz fuerte y la autoridad que irradia. Es capaz de pronunciarse sobre la marcha de cualquier tema de actualidad, sin ninguna preparación y, por norma general, sin un conocimiento específico del tema. El comentarista juzga, pero no informa. Este juicio debe ser instantáneo y breve a la vez, contundente más que exacto, preferiblemente con una formulación hábil que se reflejará en las redes sociales: el buen comentario circula. El comentarista, por lo tanto, no tiene derecho a vacilar ni a matizar; su opinión debe ser tajante, definitiva, destinada a cerrar el pico a todos los demás comentaristas y dejar asombrado al espectador, oyente o internauta.

El comentarista, ya lo habrán comprendido, es producto y actor de los canales de información continua y redes sociales similares. Estos nuevos medios, que participan tanto del mundo del entretenimiento como del de la información y el conocimiento, no tienen ni el tiempo ni los medios para contratar a periodistas profesionales o a expertos; la experiencia, como la investigación y la verificación de la información, es cara y lenta, y no se adapta a la nueva industria del comentario. A esto tenemos que añadirle que la feroz competencia entre estos nuevos medios de comunicación para obtener ingresos publicitarios fomenta la rivalidad.

Los comentaristas más cotizados son, por lo tanto, los más espectaculares y, necesariamente, los más extremistas. Si matiza, tartamudea o sopesa los pros y los contras, el espectador cambia de canal y los ingresos se evaporan. Por eso hay tan pocos comentaristas centristas, desplazados por los extremistas, tanto a la izquierda como a la derecha. En este nuevo mundo en que el conocimiento del argumento no tiene un gran peso, el complot, la impostura, las noticias falsas, invaden el espacio; la opinión sustituye a la realidad y cuanto más compleja sea la realidad, mas probabilidades tendrá la opinión definitiva de ganar la partida.

¿Es esta perturbadora evolución totalmente negativa? Algunos ven en el ‘comentariado’ una especie de democratización de la información: todo el mundo lo sabe todo, instantáneamente, al mismo tiempo o casi que los dirigentes políticos y económicos, y al mismo tiempo que los periodistas y los expertos. Todos, también, tienen derecho a hablar, a expresar una opinión o a unirse a la de los comentaristas; las élites han perdido el secreto del poder y deben responder de sus actos en todo momento. Esta interpretación optimista no es del todo infundada, pero las consecuencias son inquietantes. Así, el político se condena a favorecer el corto plazo, a interesarse primero por los comentarios sobre su acción más que por sus efectos concretos.

Mientras que el periodista profesional se encuentra marginado, a menos que se convierta a su vez en comentarista, los expertos y científicos a veces se dejan tentar por la exposición mediática. Lo hemos comprobado desde el inicio de la pandemia del Covid-19: creemos al epidemiólogo que sale en todos los canales. Si resulta ser un charlatán -lo que puede ocurrir-, a las autoridades sanitarias les cuesta convencer al público, por ejemplo, de que se vacunen. En Francia, el presidente Macron se quejó de que todos los franceses con acceso a las redes sociales se han vuelto hostiles a su política: «Sesenta millones de fiscales», protestaba. Y podría añadir, sesenta millones de comentaristas y sesenta millones de epidemiólogos. En la era del comentario, cada palabra es tan buena como cualquier otra; pero el mismo Macron da lecciones de epidemiología en televisión, convirtiéndose así en su propio comentarista. Esto nos recuerda a Donald Trump que, en cada una de sus apariciones públicas, comentaba la actualidad y la validez de sus actos, apartando de su campo de visión a expertos y periodistas; al diablo con estos expertos y sus conocimientos.

En esta etapa, nos gustaría proponer algunas soluciones para restablecer la línea divisoria entre conocimiento y opinión, los hechos y su simulacro. Es, más o menos, lo que hace la prensa escrita, siguiendo un modelo iniciado en Estados Unidos, que distingue entre páginas de noticias y páginas de opinión. Ahora mismo en ABC, usted está leyendo una página de opinión, aunque no siempre queda claro, ni siquiera en la prensa escrita. En la oral, ¿deberíamos etiquetar a los comentaristas en los canales de información continua para distinguirlos de los periodistas y expertos? ¿Deberíamos imaginar una señal obligatoria que se encendiera y dijera: ‘Atención: noticias falsas’?

Es una utopía, pero no del todo, ya que Facebook y Twitter han empezado a hacerlo, llegando incluso a suprimir información falsa o llamadas al odio. Sabemos que, en el caso de estas empresas, la censura actúa a petición de un comité ético independiente. ¿Deberíamos diseñar instituciones comparables que actuaran sobre las cadenas de información continua? Al proponer todo esto, me doy cuenta con horror de que yo, a mi vez, actúo como comentarista; también este virus es contagioso. El sabio chino Lao-Tse dijo hace veinticinco siglos: «El que sabe no habla. El que habla no sabe». Para resistir a los aires que corren, cuando están viciados, este viejo lema es un principio de sabiduría.

Guy Sorman

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *