La ineludible y elusiva Transición

¿De qué nos sirve haber tenido una docena de constituciones si a los pocos años eran papel mojado? ¿De qué nos sirven los partidos políticos si son incapaces de entenderse? ¿De qué nos sirve tener más funcionarios que nadie si los trámites administrativos son un calvario? ¿De qué nos sirve estar finalmente en Europa si empezamos a renegar de ella? Y no sigo porque, de seguir, terminaría preguntando de qué nos sirve la democracia, cuando lo que quiero es que lleguemos a ella de una vez para siempre.

Al regresar a España tras vivir 33 años en democracias consolidadas, una de mis primeras columnas en ABC versó sobre la «sociedad civil», concepto prácticamente inédito aquí en aquel momento, 1990, lo que consideré grave carencia al tratarse de la argamasa de la democracia. Desde entonces, la sociedad civil se ha hecho tan popular entre nosotros que hasta Mario Conde la usó como lema en su última campaña electoral. Yo, en cambio, no he vuelto a citarla, al darme cuenta del enorme error cometido al hacerlo. Error consistente en centrarme en lo «civil», dando por supuesto que teníamos una sociedad. O sea, primando al adjetivo sobre el sustantivo, error muy frecuente no solo entre nuestros literatos, y donde puede estar el origen de bastantes de nuestros desaciertos. En este caso, lo que falta en España es «sociedad». Y antes de que empiecen a caer palos sobre mí, permítanme explicarlo.

«Agrupación natural o pactada de personas que constituyen unidad distinta de cada uno de sus individuos, con el fin de cumplir, mediante la mutua cooperación, todos o alguno de los fines de la vida», define el diccionario de la RAE la sociedad. Lean, por favor, con detenimiento cada una de esas palabras, mediten sobre cada una de sus oraciones y díganme, con la mano en el corazón, si la nuestra es una auténtica sociedad. Si existe entre los españoles un pacto para cumplir los fines comunes mediante la mutua cooperación. Por más esfuerzos que hagan, llegarán a la conclusión de que no, de que no existe. Y si echan la vista atrás, admitirán, con amargura, eso sí, que solo en muy contadas ocasiones, la Transición, por ejemplo, tal fenómeno se produjo, para disolverse muy pronto y llegar al estado actual, en el que no estamos de acuerdo en casi nada.

Entonces, me preguntarán, ¿qué tenemos? Pues algo hemos de tener para haber vivido tantos siglos juntos, aunque sea peleándonos. Para contestar a esa pregunta necesito acudir a dos términos alemanes, usados en textos constitucionales, aunque no siempre bien usados. Me refiero a Gemeinschaft ya Gessellschaft. Gemeinschaft, derivado de Gemein, común, significa comunidad, municipio, parroquia, el marco social emparentado con el clan o la tribu, donde nacemos, crecemos y vivimos, en un estadio previo a la moderna democracia, que facilita, entre otras cosas, el nepotismo y la corrupción.

Mientras que Gesellschaft significa sociedad, un colectivo mucho más amplio, moderno, dinámico, integrado por gentes diversas, sin otra relación que la voluntad individual de realizar una actividad conjunta y alcanzar unos fines comunes, sea una compañía comercial o un pacto constitucional como nación o como Estado modernos. Estamos ya en lo que Ortega definió como «proyecto sugestivo de vida en común», que desborda lo familiar, lo local, lo parroquial, lo ideológico incluso, para cristalizar en voluntad conjunta de empresa.

Dicho lo cual, la pregunta del millón: ¿en qué estadio nos encontramos los españoles? No sé qué opinarán ustedes, pero personalmente pienso que mucho más cerca de la Gemeinschaft, de la simple comunidad, que de la Gesellschaft, la plena sociedad. Siéndonos incluso a veces difícil alcanzar el grado de comunidad, como se ve en cualquier asamblea de vecinos. Aunque la mejor prueba la tenemos a diario en todos los niveles de la vida pública española: ¿a quién se da un cargo, una plaza, una cátedra, un contrato en España? Pues, por este orden: al familiar, al amigo, al correligionario, el recomendado. Encontrándolo, además, normal. ¿Cómo no se va a favorecer al pariente, al conocido, al correligionario? Lo insólito, e incluso improcedente, sería posponerlo a alguien «que no es de los nuestros», por más méritos que acumule, lo que lleva una corrupción inmanente. Con lo que espero ya no extrañe tanto mi primera afirmación: en España no existe sociedad en el sentido amplio, profundo, moderno de esa palabra. Existe una pre-sociedad, una comunidad, o, más bien, comunidades, nombre, por cierto, que dieron los padres de nuestra Constitución a las Autonomías, sin darse cuenta, supongo, de que estaban legitimando el viejo ordenamiento pre-nacional en vez de creando uno nuevo. Es más, las Comunidades en España no se reducen a las 17 Autonomías, sino que se multiplican por los partidos políticos, colegios profesionales y docenas de otras asociaciones, tirando cada una para sí, sin existir esa vocación común que cimienta la sociedad moderna. España sigue siendo un conjunto de clanes, tribus, peñas, cofradías, «nacionalidades», pre-democráticas todas ellas. ¿Puede considerarse sociedad democrática a la que rechaza a un entrenador de fútbol por sus ideas políticas?

Con lo que llegamos a la pregunta no ya del millón, sino del billón: ¿cómo se construye una sociedad donde nunca la ha habido? Pues más fácil de decir que de realizar: olvidándonos de la costumbre de cambiarlafachada, sintocar elinterior. De poco sirve cambiar la constitución, los partidos, el gobierno, la administración, el régimen incluso, si continuamos con los hábitos de siempre, gobernantes y gobernados. Si queremos equiparar España a los países europeos más avanzados, no hace falta poner el Estado patas arriba. Bastan las leyes que tenemos. Pero cumpliéndolas. Porque nos encanta dictar leyes, pero nos encanta aún más violarlas. Incluso tenemos un brutal y machista refrán que incita a ello. Con el respeto a la ley y con una justicia eficaz, despolitizada, totalmente independiente, bastaría. No se necesitaría más. Ese sería el auténtico cambio, la verdadera transición, la democracia real. Algo que nunca hemos tenido, incluidos los periodos en que la izquierda gobernó. Dijo, ¿recuerdan?, que «iba a dejar España que no la reconocería ni la madre que la parió», y lo único que hizo fue adoptar los peores usos de la derecha. ¿Estamos condenados a ello?

Solo me queda añadir que nunca he deseado tanto equivocarme.

José María Carrascal, periodista

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