La inesperada transformación geopolítica de Europa: cómo la guerra de Rusia contra Ucrania ha hecho que la OTAN renazca en el norte

El pasado 18 de mayo, Finlandia y Suecia presentaron de manera simultánea y oficial la carta de intenciones en la que indicaban que van a solicitar el ingreso en la OTAN. Cuando se ratifique la admisión de los dos países —cosa que todavía puede tardar—, todo el norte de Europa, desde el mar de Barents hasta el Báltico, será una zona cohesionada de defensa de la OTAN. Y Rusia tendrá que afrontar la nueva realidad de una frontera directa con la Alianza que será el doble de la actual. Esta es la consecuencia geopolítica más tangible y duradera, hasta ahora, de la invasión injustificada de Ucrania.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí y qué significa? Con su compromiso de llevar el proceso de adhesión “codo con codo”, Finlandia y Suecia ponen de relieve lo estrechamente vinculada que está su seguridad, en el pasado y en el presente. Además de la geografía, su convergencia se apoya en una historia, unas tradiciones, unos valores y una cultura comunes. Y, sin embargo, sus puntos de partida han sido muy diferentes, aunque sus caminos siempre estuvieron entrelazados.

La inesperada transformación geopolítica de Europa: cómo la guerra de Rusia contra Ucrania ha hecho que la OTAN renazca en el norteDespués de que la larga batalla con Rusia por el imperio del Báltico terminara en la derrota de Poltava, en 1709, y tras perder un tercio de su territorio (Finlandia) a manos del zar en 1809, durante las guerras napoleónicas, Suecia adoptó una neutralidad pura y dura. A diferencia de Noruega y Dinamarca, tras las dos guerras mundiales decidió no incorporarse a la recién fundada Alianza del Atlántico Norte en 1949 y optó por una neutralidad fuertemente armada. Consciente de la amenaza que suponía la Unión Soviética al otro lado del mar Báltico, durante la Guerra Fría prefirió sostener su seguridad con una armada desproporcionadamente grande (que incluía submarinos) y una potente fuerza aérea.

Finlandia se independizó de Rusia en 1917, pero el Ejército Rojo volvió a invadirla en 1939. Después de 1945, para salvaguardar la independencia por la que tan ferozmente había luchado, tuvo que arreglárselas más bien por su cuenta, debido a los tensos acuerdos de posguerra con la Unión Soviética. Sin embargo, Suecia apoyó a los finlandeses cuando en 1948, bajo inmensas presiones de Stalin, se vieron obligados a aceptar el “Acuerdo de amistad, cooperación y asistencia mutua”, que les prohibía unirse a cualquier organización considerada hostil a la URSS.

Es decir, la política finlandesa de no alineamiento fue una política de necesidad. Trató de sacar el mejor partido posible de su situación política y estratégica, terriblemente precaria y en pleno frente de la Guerra Fría. Y eso derivó en una política exterior especialmente delicada, orientada hacia Occidente, pero que trataba de evitar conflictos con el poderoso Kremlin que mandaba al otro lado de los 1.300 kilómetros de frontera común. Durante la Guerra Fría, muchos acusaron a Finlandia de practicar el “apaciguamiento”. Los conservadores de Alemania Occidental acuñaron el término peyorativo “finlandización” —que también se utilizó en Estados Unidos— para designar un país oficialmente independiente pero, en la práctica, subordinado a su poderoso vecino.

Ahora, Emmanuel Macron y Henry Kissinger han propuesto aplicar este “modelo finlandés” a Ucrania. En la práctica, eso debilitaría la soberanía ucrania y entregaría a Rusia una nueva esfera de influencia; los finlandeses creen que esta idea suena a la peor clase de política del Viejo Mundo, para la que las naciones pequeñas del continente eran meros peones en una partida entre grandes potencias.

Como es imposible cambiar la geografía y los vecinos, Finlandia se esforzó por construir unas relaciones precavidas pero amistosas con Moscú. Pero su búsqueda del diálogo y el compromiso nunca fue en detrimento de la disuasión y una fuerte capacidad defensiva (que todavía hoy incluye el servicio militar obligatorio). Y aprovechó todas las oportunidades para trabajar y mostrarse en el escenario mundial, ya fuera acogiendo cumbres de superpotencias o, sobre todo, la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, hasta el punto de que la capital dio nombre al Acta Final de Helsinki de 1975, piedra angular del orden europeo tal y como lo conocemos.

Por supuesto, los finlandeses siempre han dejado claro que se consideran parte de los países nórdicos. Con su sólida democracia y su próspera economía de bienestar de posguerra, en la era bipolar también se consideraban parte de la órbita occidental.

La desintegración soviética en 1991 permitió a estos dos países neutrales salir de la sombra de Rusia. En aquellos años se hablaba del “fin de la historia” y la esperanza de un mundo más pacífico. Y una figura tan importante como el estadounidense George F. Kennan dijo en 1997 que, con la caída del Muro de Berlín, la disolución del Pacto de Varsovia y el derrumbe soviético, la OTAN había dejado de tener sentido. Afirmó que un “futuro conflicto militar” era algo “totalmente imprevisible y muy improbable”.

Suecia y Finlandia pensaron que lo mejor era seguir con su política de seguridad independiente, para no provocar sin necesidad a Rusia. Pero cuando ingresaron en la UE, en 1995, subrayaron que su posición política estaba con Occidente. Y adquirieron más seguridad militar cuando en 1994 empezaron a participar en la iniciativa de la OTAN “Asociación para la Paz” que, con los años, se convirtió en una labor de estrecha cooperación que incluye ejercicios militares conjuntos e intercambio de informaciones.

Los países bálticos y los antiguos satélites soviéticos de Europa del Este fueron más radicales. Diez de ellos se incorporaron a la OTAN entre 1999 y 2004. Eran unos Estados menos estables, todavía en plena creación de su identidad tras la Guerra Fría, y llamaron a las puertas abiertas de la Alianza para refugiarse de la Rusia de Yeltsin, que parecía cada vez más amenazadora a medida que avanzaba la década. Después de la sangrienta implosión de Yugoslavia y las guerras de Chechenia, no querían quedarse en tierra de nadie.

Es evidente que la Rusia de Putin es una amenaza mucho mayor que la de Yeltsin, y eso ha empujado por fin a Finlandia y Suecia al umbral de la OTAN. Su guerra injustificada contra Ucrania, que estalló tras la exigencia de que la Alianza no aceptara futuros aspirantes, ha transformado de la noche a la mañana el panorama de la seguridad en Europa. Los dos países nórdicos han comprendido que, aunque la OTAN apoye a sus “socios”, solo defenderá a los miembros de pleno derecho (en virtud de la garantía de seguridad del artículo 5 del Tratado).

Si la OTAN sigue siendo atractiva en el este y el norte de Europa es porque Estados Unidos, aunque no es un socio fácil, por lo menos es un imperio por invitación, mientras que Rusia ha vuelto a exhibir su tendencia histórica a dominar mediante la coerción y la conquista de lo que considera su esfera de interés.

Es fundamental pensar que Rusia ha iniciado una guerra en 2022 no por las decisiones tomadas en Bruselas, en el cuartel general de la OTAN o en el Berlaymont de la UE. Lo ha hecho por culpa de la ideología y la mentalidad del líder del Kremlin. Y la OTAN está a punto de crecer en el norte no por la dinámica interna de la Alianza ni por las ambiciones de Estados Unidos, sino por la voluntad soberana de Finlandia y Suecia, que han solicitado su adhesión.

No son actos de países occidentales triunfalistas. Son consecuencia de la reflexión, la deliberación y el pragmatismo en un momento de crisis trascendental. Ahora bien, las emociones y la historia también cumplen su papel. Los finlandeses se han dado más prisa porque se sienten como liberados del trauma histórico de la neutralidad impuesta. Los suecos han ido más despacio por un sentimiento real de que van a perder su identidad histórica como país neutral.

La guerra de Putin marca un hito para Europa. Y la adhesión de Suecia y Finlandia a la OTAN ante el agresivo proyecto imperialista ruso es la señal más fuerte de una profunda transformación en el continente. En contra de las aspiraciones de Putin de divide y vencerás, en la guerra en Ucrania le ha salido el tiro por la culata de manera espectacular; ha provocado el inesperado renacimiento e incluso la expansión de la comunidad transatlántica que tanto detesta y que había esperado limitar.

Kristina Spohr es profesora de Historia Internacional en la London School of Economics y en la Universidad Johns Hopkins, y autora de Después del Muro. La reconstrucción del mundo tras 1989 (Taurus). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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