La inexistente conspiración contra las mujeres

Mileva Marić y su esposo Albert Einstein
Mileva Marić y su esposo Albert Einstein

Leo con cierto bochorno que alguien ha vetado el nombre de Juan de la Cierva para el aeropuerto de Murcia. Se alegan, según parece, las directrices de eso que llaman Ley de Memoria, denominación normativa tan obscena y contraria a los intereses de la nación, cualquier nación, que voy a evitar referirme a ello.

Sólo la ignorancia más absoluta puede llevar a alguien a privar a Juan de la Cierva de un reconocimiento público como el que se proponía. Imagino que todos sabemos cuál es la explicación, pues en nuestra España actual la más mínima tacha sobre la afinidad política, también la pertenencia a una determinada clase, le hace a uno merecedor del olvido, el rechazo u el ostracismo.

Y a esto, precisamente a esto, le pretenden llamar Memoria.

Ahora bien, visto cuáles son los vientos que corren, tal vez podrían dar el nombre del aeropuerto a su pariente, también murciana, Piedad de la Cierva (Murcia 1 de mayo de 1913-Madrid 31 de diciembre de 2007).

Piedad de la Cierva era licenciada en Química, miembro de la Sección de Rayos X del Instituto Nacional de Física y Química (dirigida en los años treinta por Julio Palacios) y de la Sociedad Española de Física y Química, en la que trabajaba regularmente con José Losada sobre la aplicación del método fotométrico a la medida de intensidades absolutas de espectros de rayos X.

Piedad de la Cierva hizo una crítica de los métodos experimentales y estableció algunas reglas prácticas que mejoraban los resultados, según conoce cualquier químico y reza su biografía en la Real Academia de la Historia. En 1934 culminó parte de sus estudios e investigaciones leyendo la tesis doctoral Los factores atómicos del azufre y del plomo.

Seguidamente, se desplazó al Universitetes Institut for Teoretish Fysik de Copenhague, donde trabajó hasta 1936 con el afamado profesor Von Hevesy. Curiosamente, en 1965 se le concedió el Premio Juan de la Cierva de Investigación junto a Guadalupe Ortiz y Antonia Muñoz por sus trabajos sobre la cascarilla de arroz como aislante térmico.

No es de esperar que las administraciones, organismos o comités donde se adoptan determinadas decisiones que afectan a nuestro pasado y a nuestros conciudadanos conozcan a Piedad, ni a Guadalupe, ni tampoco a Antonia.

Pero la cuestión es aún más grave. Pues aunque ellos, usted o yo mismo desconozcamos la existencia o la trayectoria intelectual, artística o científica de determinadas mujeres, eso no significa que haya existido una conspiración sistémica y estructural de hombres contra mujeres para ocultar el trabajo y el talento de estas.

Que no conozcamos, seguramente como es debido, el trabajo o el talento de, por ejemplo, Ayn Rand o Nadiezhda Mandelstam, sólo significa que ellos, usted o yo mismo, por los motivos que sea, podemos ignorar el currículo de muchas mujeres y sus aportaciones, como podemos ignorar igualmente la importancia de Phillip Lenard en el campo de la física o de Leonardo da Vinci en el de la anatomía.

Por mucho que se empeñen, y por muchos recursos que destinen a inocular esta terrorífica idea, lo cierto es que no se ha ignorado sistémicamente a determinadas mujeres por ser mujer. Estos razonamientos son algo espantoso, pues no sólo conllevan una selección por afinidad de unos u otros, sino que también ocultan que hombres y mujeres llevan trabajando y colaborando desde siempre, como ha puesto en evidencia Elvira Roca Barea aún recibiendo un escarnio por parte de no pocos indocumentados.

Hace unos veinte años, en Italia, en una reunión mayoritariamente masculina, un ser muy querido inició una conversación sobre la figura de Nikola Tesla cuando prácticamente nadie conocía ni hablaba del genio balcánico. En aquella conversación se habló más de Mileva Maric, cuando tampoco nadie escribía ni decía nada de ella, que del propio Nikola Tesla o de Albert Einstein.

Quien guiaba la conversación no hacía más que elogiar a Mileva Maric y atribuirle, aunque fuera indiciariamente, algunos de los méritos del propio Einstein, con quien estuvo casada un tiempo.

¿Estaba este señor, rodeado casi exclusivamente de varones, bajo los efectos de una estructura patriarcal que se empeñaba en ocultar los logros y talentos de las mujeres? Acto seguido hablamos de Laura Bassi y Luisa Medrano.

Esta situación también me recuerda a la sensación experimentada con ocasión de la exposición de Sofonisba de Anguissola y Lavinia Fontana en el Museo del Prado hace unos años.

Aquello se presentó en muchos textos, artículos, entrevistas y opiniones como una iniciativa de vanguardia, casi como un reconocimiento histórico que permitía dar a conocer a dos extraordinarias pintoras, como si quienes saben de pintura, incluso de historia, no supieran de ellas o tuvieran que venir ahora cuatro activistas a ilustrarles sobre Sofonisba de Anguissola y Lavinia Fontana. Quien, por cierto, trabajó toda su vida en el taller de su padre y que fue elegida tras su muerte pintora oficial de la corte del papa Clemente VIII.

El enfoque en este contexto de activismo es siempre el mismo. Se identifica una mujer que, sin duda, presenta grandes méritos. Y acto seguido se presenta como un personaje de la historia deliberadamente escondido u olvidado. Pero no se selecciona, curiosamente, a toda mujer.

Este tratamiento, tan extendido como falaz, es esquizofrénico y daña no solamente la memoria histórica, sino la convivencia, creando y delineando futuras líneas de enfrentamiento absurdo entre ciudadanos.

Juan José Gutiérrez Alonso es profesor titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Granada.

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