La infanta apestada y monsieur de Malesherbes

El problema de los Reyes Magos de Carmena no era su atuendo sino su asomatognosia. A ver cómo se lo explicas a tu hija, querida Cayetana. Comprendo que no es fácil. A ella le pareció raro su traje esotérico y rutilante pero lo habría entendido enseguida si Melchor, Gaspar y Baltasar hubieran venido a lo de siempre. Incluso aterrizando desde naves espaciales, en lugar de bajarse de los tradicionales camellos.

El reproche no es estético ni siquiera ético, sino épico. Como se dice ahora, les falló el relato. Apenas rompieron a hablar en la plaza de Cibeles quedó claro que esos Reyes Magos no sabían ni quiénes eran, ni por qué ni para qué habían llegado a Madrid ni a ningún otro sitio. Sólo dijeron que venían "siguiendo a un cometa" y que "buscaban un niño". Si yo hubiera tenido seis años, lo que le hubiera preguntado a mi madre es por qué en el país de los Reyes Magos o en algún otro limítrofe no hay niños, ya que esos señores tenían que venir de tan lejos buscando uno.

¿Tan peliagudo era pronunciar una vez al año el nombre de Jesús, o sea el tuyo, Emmanuel, Manuel, Manuela, y explicar que, equivocados o no, fíjate lo fácil que te lo pongo, los Magos creían que ese niño era Dios?

La infanta apestada y monsieur de MalesherbesHace ahora un siglo que Ortega nos advirtió, desde su recién fundado El Espectador, de los peligros de lo que bautizó como "democracia morbosa", consistente en la proyección sobre todos los ámbitos de la vida de unas mismas reglas y valores. Para que todos lo entendieran puso un ejemplo: "Imagínese lo que sería un vegetariano en frenesí que aspire a mirar el mundo desde lo alto de su vegetarianismo culinario: en arte censuraría cuanto no fuese el paisaje hortelano; en economía nacional sería eminentemente agrícola; en religión no admitiría sino las arcaicas divinidades cereales; en indumentaria sólo vacilaría entre el cáñamo, el lino y el esparto y como filósofo se obstinaría en propagar una botánica trascendental".

Ortega veía el mismo fundamentalismo en quien ya entonces irrumpía en la vida pública con un "Yo ante todo soy demócrata". Y sentenciaba: "La democracia como norma del derecho político parece una cosa óptima... Pero la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer la sociedad".

Carmena, el alcalde de Valencia y otros ediles de Podemos han ido un paso más lejos pues han aprovechado las fiestas de Navidad no para introducir la democracia en la religión, sino para hacer de su manera de entender la democracia una religión. Muchos de sus mimbres son en sí mismos valores apreciables como el laicismo, lo multicultural, la solidaridad, la equiparación entre los sexos, la protección de los animales o el propio espíritu carnavalesco, pero su rígido ensamblaje en una propuesta cerrada desemboca en episodios tan vergonzosos como la exclusión de la cabalgata de los alumnos de colegios que imparten educación separada a niños y niñas, tal y como por cierto sucede en los mejores centros británicos. Ese anatema fanático es lo más parecido a la exclusión de los sacramentos de las parejas no casadas por la Iglesia y su prole.

La sustitución del culto cristiano por el de la diosa Razón ya fue parte intrínseca de las llamadas "fiestas revolucionarias" que ocuparon el espacio público parisino antes, durante y después del Terror. La propia Teresa Cabarrús, como otras bellezas exuberantes de la época, encarnó ese ideal desfilando coronada de laureles sobre el carro de la Libertad en Burdeos. Sin embargo, aunque los jacobinos lograron guillotinar a gran parte de sus adversarios, no fueron capaces de arrancar al pueblo llano de sus tradiciones. Bastó que el alcalde Petion propusiera que el día del Corpus no fuera festivo para que los parisinos le apedrearan por la calle. Algo parecido les pasó a los comuneros españoles cuando trataron de dinamitar la Semana Santa durante el Trienio Liberal prohibiendo que nadie desfilara encapuchado. Veremos qué pasa este año cuando lleguen las procesiones.

La indigencia intelectual de los sectores conservadores y liberales liderados -es un decir- desde hace va ya para doce años por Mariano Rajoy ha propiciado que en la España actual se produzca una identificación creciente entre lo políticamente correcto y los valores de la izquierda. Y esa férrea homologación tiene su infranqueable cancerbero en la mezcla de simplificación, ternurismo, estridencia y mal gusto -"plebeyismo" lo llamaría Ortega- que impregna la programación de las televisiones, como acaba de verse una Nochevieja más.

Si tuviera que identificarme con una sola reflexión sobre lo que este medio significa me quedaría con la de Groucho Marx cuando dijo que "la televisión ha hecho mucho por la cultura porque cuando alguien la enciende me voy a otro sitio a leer". Pero sin llegar a ese extremo, está claro que una sociedad en la que se consumen 3 horas y 50 minutos televisuales de media diaria por individuo no puede ser ni dinámica, ni competitiva, ni mentalmente sana. Pensar por cuenta propia en un entorno en el que todo tiende al panurgismo más que una heroicidad o un mérito, es una prueba de cómo el gen del inconformismo resiste a las condiciones más adversas en el devenir de la especie humana.

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Sirva todo este preámbulo para dirigir la mirada al banquillo en el que por primera vez en la historia se sentará mañana una infanta de España, Cristina de Borbón, condenada de antemano por la opinión pública, no sin evidencias circunstanciales para ello. Pocas personas han hecho desde el periodismo tanto como yo para que llegara este día, gracias a las formidables investigaciones de Eduardo Inda y Esteban Urreiztieta que publicamos en El Mundo contra viento y marea. A mi entender tenía razón el juez Castro y no el igualmente competente e íntegro fiscal Horrach en lo que a la imputación de la Infanta se refiere y nuestro Estado de Derecho puede sentirse satisfecho de que el principio "del Rey abajo ninguno" se materialice desde este lunes en la Audiencia de Palma.

Cuestión distinta es la de su culpabilidad o inocencia pues estamos ya ante un debate técnico sobre el delito fiscal de un cónyuge en una trama societaria. Llegados a este punto, tan acorde será con el normal funcionamiento del sistema judicial que la Infanta sea condenada como absuelta, que las tres juezas de la Audiencia de Palma decidan exonerarla en las cuestiones previas al no haber acusación pública contra ella. La ejemplaridad llega hasta el mismo borde del banquillo, a partir de ahí la Justicia debe ponerse la venda.

El argumento contra Cristina es bien sencillo: el tinglado que montó Urdangarín fue una burda estafa para saquear arcas públicas y bolsillos privados; y si tu marido es un sinvergüenza, se aprovecha con su socio de su relación familiar y tú no te separas o desmarcas de él, o eres muy tonta -que no es el caso- o formas parte de la banda. En el jurado popular de la televisión el veredicto de culpabilidad es poco menos que unánime.

Nos falta, por mor del principio de contradicción, la versión de la Infanta. Cuando prestó declaración como imputada sólo contestó con evasivas. Tenía derecho procesal a hacerlo. Según mis noticias en varias ocasiones se ha sentido tentada a contar la historia del Instituto Noos a través de sus vivencias. No lo ha hecho, a pesar de la dureza con que la familia le ha vuelto la espalda, tratándola como a una auténtica apestada, humillándola ante sus propios hijos, sometiéndola a un estricto cordón sanitario en la leprosería del exilio. Muchas familias desearían vivir en una casa como la de Ginebra pero a ninguna le gustaría ser abandonada de forma tan inmisericorde por los suyos. Ella ha optado por apretar los labios y guardar silencio para no perjudicar más a la institución monárquica encarnada entonces por su padre y ahora por su hermano.

Excluida de la Casa Real, expulsada de facto de la familia por los nuevos reyes, despojada de su título con menos miramientos que los que merecería una empleada doméstica sorprendida robando el dinero de la compra, convertida en objeto expiatorio de sus propias culpas y de las ajenas, a Cristina de Borbón sólo le queda un paladín: su abogado Miguel Roca, dispuesto a tomar la palabra en su nombre.

Conozco a Roca desde que saltó a la fama en la Diada de Sant Boi del 76 -¡cuánto ha degenerado el nacionalismo desde entonces!- y nunca he dejado de discrepar de quienes soslayan sus patentes virtudes para sólo fijarse en sus recónditos defectos. El estereotipo que le presenta como un personaje interesado y voraz que va sólo a lo suyo salta ahora por los aires al encontrarle al lado de una infanta socialmente condenada de antemano que no va a proporcionarle ni popularidad ni dinero. Es falso que nadie de la Casa del Rey le pidiera que asumiera la defensa de Cristina y de hecho su gran némesis, Jaime Alfonsín, es ahora el mandamás de Zarzuela.

Hablando como estábamos de la Revolución y dando por hecho que ninguno de los dos será guillotinado fuera de las redes sociales, es inevitable comparar a este ponente de la Constitución que emerge casi octogenario de la comodidad de su bufete para defender a la Infanta Cristina -más como un padre suplente que como un abogado- con el famoso jurista Guillaume Lamoignon de Malesherbes, protector de los enciclopedistas, varias veces ministro y eterno disidente, que se ofreció voluntario como defensor de Luis XVI, a sabiendas de que eso suponía compartir su destino. "¿Qué es lo que os hace ser tan osado?", explica Michelet que le preguntó un diputado de la Convención en pleno juicio contra el monarca derrocado. "El desdén por la vida", respondió Malesherbes.

La carrera de Roca está ya hecha. Nada tiene que ganar ni que perder en este envite. Por eso tiene la suficiente libertad para explicar a quien esté dispuesto a oírle que la Infanta Cristina siempre tuvo el convencimiento y la constancia de que el Instituto Noos era una iniciativa no sólo supervisada sino directamente controlada por la Casa del Rey. Como todas sus otras actividades públicas. Como la presentación de su declaración de la renta, igual que la de sus hermanos.

Es obvio que esto no la exime de responsabilidad, pero explica lo sucedido. No en vano los correos entregados por Diego Torres están plagados de gestiones de don Juan Carlos en favor de quien era su yerno favorito. Y la falta de sentido de los límites que se aprecia en los simposios a precio de oro con los gobiernos de Valencia y Baleares no es sino un pálido apunte de lo que vemos e intuimos que ocurrió con el fondo hispano-saudí, coproducido por Corinna.

Podrá decirse que todo esto son conjeturas. Pero hétenos aquí que el testimonio del abogado Raimon Bergós, descubierto por EL ESPAÑOL entre los cientos de horas grabadas en la sala del juez Castro, corrobora esta versión punto por punto. Bergós, artífice de la ingeniería jurídica que permitió traspasar el negocio de Urdangarín de una fundación a otra, relata cómo asistió a una reunión en la que el conde de Fontao, asesor jurídico de la Casa del Rey, 1) "controlaba todo el proceso", 2) daba las "instrucciones" que "acataba el Duque" y 3) dejaba claro que Urdangarín "podía hacer lo que quisiera con tal de que no figurara". ¿No debería sentarse este señor en el banquillo de los acusados en lugar de en el sillón de los testigos?

Urdangarín tiene un mal abogado pero sus hechos son tan elocuentes que no sé si cambiaría mucho las cosas que lo tuviera bueno. El caso de la Infanta Cristina es distinto y por la misma razón que considero justo verla en el banquillo, me alegro de que tenga a su lado al señor de Malesherbes. Fue él quien escribió que "la peor de las leyes es aquella que produce injusticias incluso cuando la autoridad es encomendada a las manos más puras".

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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