La inferioridad moral de la pseudoizquierda

Aunque el eje izquierda-derecha surgió hace dos siglos frente a los más de dos milenios que llevamos hablando de “política”, en la actualidad sigue determinando el prisma con el que se analiza el debate sobre nuestra convivencia. Porque de eso trata la política: decidir sobre nuestra vida en común. ¿Y qué proponen derecha e izquierda al respecto? Intentar una respuesta a esta pregunta, siquiera esquemática, no es fácil: apenas hay acuerdo entre quienes se adscriben a uno u otro espacio político, menos todavía respecto lo que opinan unos de otros o los que consideran esas etiquetas estériles.

Derecha se usa con frecuencia como sinónimo de conservador, pero esto valdría tanto para la prudencia de no arriesgar en exceso con los cambios, como al egoísmo de preservar un statu quo por quienes ocupan un lugar favorecido. La izquierda se asimilaba en buena medida con progresismo, pero en realidad muchas propuestas bajo esa marca resultan hoy esencialmente reaccionarias, buscando no cambiar nada o incluso volver a modelos del pasado. Se mezclan pues visiones para la sociedad (lo deseable en cuanto a libertad, igualdad u otros valores) con convicciones sobre la mejor manera de avanzar hacia esos ideales.

En democracia, la legítima pugna por la representación exige mostrar convicción sobre lo que uno cree y propone, lo que implica también mostrar las debilidades de lo que ofrecen otros e incluso cuestionar la credibilidad de quienes las formulan. Pero democracia significa asimismo que ese disentimiento no llegue a intentar excluir al adversario.

En España, hemos sufrido las dos formas más graves de exclusión: la física de los terroristas que eliminan a quienes piensan distinto, y el nacionalismo que pretende volver a formas medievales de participación en política, discriminando por origen. Pero toma fuerza otro modo grave de exclusión que es el de acusar de tener las peores intenciones a quien piensa distinto (y que intentaré ilustrar con la pujanza de la “pseudoizquierda”).

Un ejemplo reciente esclarecedor han sido las reacciones a la última campaña contra la violencia de género en Andalucía, que consistía en que el habitual recordatorio (“denuncia, vive”) se reforzaba con un mensaje esperanzador (“la vida siempre es más fuerte”) ilustrado con unas mujeres sonriendo abiertamente. Entre las críticas, obviamente pocas se fundaban en una auténtica expertise en ese sector, pero aun así resultaban un ejercicio razonable de dialéctica democrática las que argumentaban que el énfasis debe ponerse en apuntar el comportamiento inaceptable del maltratador o recordar que se trata de “violencia de género”. Sin embargo, esos criterios creo que llevaron en general a conclusiones exageradas. Esta campaña es una a la que preceden y seguirán otras con mensajes que reforzarán lo esencial y tratarán aspectos complementarios (ocurrió igual con la administración socialista que también lanzó imágenes similares); además, las campañas forman parte de un abanico de otras muchas políticas públicas que se coordinan para luchar contra este gravísimo problema, desde la educación a la seguridad.

Hubo críticas que fueron más allá reprochando a PP y Ciudadanos caer en un error forzados por la presión de Vox. Considero que no fue en absoluto así porque precisamente ambos partidos se negaron a cualquier recorte presupuestario o conceptual en relación a la violencia de género y fue Vox quien tuvo que resignarse a no tener más impacto que el persistir ellos solos por su lado en eludir la referencia a esa violencia e insistir en otra distinta aunque parcialmente yuxtapuesta (la intrafamiliar). Esta forma de reproche, aunque me pareciera injusta en el fondo y con frecuencia desagradable en las formas, considero que forma parte aún de la legítima confrontación política entre partidos que luchan por votos. Hasta aquí, las críticas de la izquierda.

Pero la pseudoizquierda va mucho más allá. No acusa a Ciudadanos o al Partido Popular de equivocarse sino que pretende demostrar que no comparten la causa de erradicar la violencia contra las mujeres, como si la hubieran abrazado por oportunismo un día para abandonarla cuando ya no les conviene. En otras palabras, la pseudoizquierda pretende arrogarse la exclusiva de los buenos sentimientos (le monopole du cœur que reprochara Giscard a Mitterrand) y deshumanizar a quienes no reconocen la supremacía de los sacerdotes de esa nueva religión oficial. No lo confundan con buenismo, tiene más que ver con el totalitarismo.

Lo preocupante en la España de 2019 es que a ese modelo de guerra cultural sin prisioneros no se dedican solo unos cuantos fanáticos sino que se incubó para ganar unas primarias en uno de los principales partidos y se sigue atizando desde la presidencia del Gobierno. Ya se apuntaron maneras en 2015 con el lema electoral con el que Pedro Sánchez representó por primera vez al PSOE: “Gobernar para la mayoría”, habría pues otra parte del electorado que el gobierno no atendería, no lo merecen.

No es un invento de Sánchez. La velocidad y desintermediación de la nueva política tan condicionada por las redes sociales empuja a la campaña permanente y a la mentira, pero cada político y más aún cada gobernante tiene la responsabilidad de saber que a veces necesita bajar al fango para competir pero que el fin de la política no puede ser seguir produciendo fango.

El resultado en estos últimos cuatro años en España, desde las elecciones que hubo que repetir en 2016, está suponiendo una amenaza tan grave como innecesaria de nuestra democracia, en el único interés de una persona (Rajoy, que por ese mismo oportunismo podemos llamar pseudoderecha) y luego de su sucesor y de unos cuantos centenares que aspiran a ocupaciones de más poder gracias a ellos. Desde el CIS hasta la propia Corona (Rajoy rechazando ir a la investidura, Sánchez suplantando el proceso de consultas), demasiadas de nuestras instituciones se están poniendo en peligro y alimentan los pretextos de quienes cuestionan la solidez de las mismas. Y la mayor culpa no es la necesaria tensión entre posiciones políticas distintas (progresistas, conservadores, liberales…) sino el cinismo de los pseudos que abrazan una ideología desde la mera caricatura, sin más programa que el ansia de poder.

¿Hay algo que podamos hacer más que esperar mayor responsabilidad por parte de quienes nos gobiernan? Sí, los ciudadanos siempre tenemos una carta en nuestra mano que es la participación política. No solo en las urnas, sino antes en los partidos militando para determinar la oferta política de candidatos y programas, y sobre todo cada día atreviéndonos a afirmar nuestras opiniones sin dejarnos acomplejar por los predicadores de ideas fáciles.

Víctor Gómez Frías es consejero de EL ESPAÑOL.

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