Los partidarios de Hugo Chávez, el recientemente fallecido presidente venezolano, e incluso muchos de sus críticos, han enfatizado reiteradamente dos supuestos logros que bruñirán su legado. En primer lugar, el porcentaje de personas en situación de pobreza se desplomó hasta aproximadamente el 28 % en 2012, desde su máximo del 62 % en 2003 (aunque tres años antes, en los inicios de la primera presidencia de Chávez, era del 46 %). En segundo lugar, brindó a la mayoría de los venezolanos un sentido de identidad, orgullo y dignidad del cual los privó durante mucho tiempo una oligarquía corrupta, elitista y de tez clara.
Ambas afirmaciones, sin embargo, son solo parcialmente ciertas, y solo explican parcialmente las reiteradas victorias electorales de Chávez –13 de 14 sufragios populares, incluidos los referendos. Respecto de la primera afirmación, tanto The Economist como el premio nobel Mario Vargas Llosa estaban en lo cierto al poner en perspectiva el logro de Chávez. Casi todos los países latinoamericanos han reducido significativamente la pobreza desde el inicio de este siglo. Las magnitudes de sus progresos dependen de los puntos de referencia y las fechas de corte, años buenos y años malos, la confiabilidad de los datos oficiales y de otros factores.
Las razones de esos avances son bien conocidas: con la excepción de 2001 y 2009, fueron años de bonanza para los países exportadores de productos básicos, como Brasil, Argentina, Perú, Chile y, por supuesto, Venezuela, así como para las economías basadas en producción manufacturera, como México. Además, durante esos casi 15 años, la mayoría de los gobiernos han administrado sus cuentas de manera responsable: déficits pequeños o inexistentes, baja inflación, programas de lucha contra la pobreza bien enfocados, etc.
Esto no solo ayudó a reducir la pobreza sino también la desigualdad, el tradicional flagelo latinoamericano. Según la economista Nora Lustig, entre 2000 y 2010, «la desigualdad en el ingreso […] disminuyó en los 17 países latinoamericanos para los cuales existen datos comparables». La caída fue particularmente pronunciada en los tres países más grandes –Brasil, México y Argentina– que albergan aproximadamente al 75 % de la población en la región.
Una diferencia en Venezuela es que Chávez gastó más de un billón de dólares para lograr la misma hazaña –en un país con un sexto de la población brasileña y apenas por encima de un cuarto de la mexicana. Si bien la viabilidad y eficacia en el largo plazo de los programas de transferencias condicionales de efectivo en Brasil y México es cuestionable, esas iniciativas de lucha contra la pobreza ciertamente están mejor diseñadas que los masivos subsidios indiscriminados de Chávez, que alcanzaron desde las aves de corral y la harina, hasta la vivienda y el combustible.
Luego está la destrucción de la industria venezolana, el espectacular aumento en la violencia, la explosión de la deuda externa, y el agotamiento de las reservas de divisas que acompañaron al llamado «socialismo bolivariano del siglo XXI» de Chávez. Ninguno de esos problemas ha afectado a otros países grandes en la región –o, al menos, no lo ha hecho ni por asomo en esa medida. Si Chávez no hubiese jugado con los números, como tienden a hacerlo los demagogos y los líderes populistas, los resultados hubiesen sido aún más desalentadores.
El segundo argumento en defensa del legado de Chávez es un poco más robusto, pero no tanto. Es verdad, las inmensas riquezas naturales venezolanas han sido explotadas, y a menudo dilapidadas, por élites más acostumbradas a los bulevares de Miami que a los asentamientos marginales de Caracas. Pero es igualmente cierto que Venezuela disfrutó 40 años de gobierno democrático antes de Chávez bajo el Pacto de Punto Fijo de 1958, mediante el cual dos partidos, uno socialdemócrata y otro socialista cristiano, alternaron pacíficamente en el poder.
Venezuela también contaba con una de las sociedades civiles más vibrantes de la región, con algunos de los medios más libres y vigorosos. Con la excepción del Caracazo –una ola de protestas contra las reformas de libre mercado en 1989, que resultó en 3.000 muertes estimadas– solo hubo brotes menores de represión.
Por cierto, grandes franjas de la sociedad venezolana se sintieron, con toda la razón, excluidas del conveniente consenso de la élite del país y de los cerrados acuerdos de gobierno, y eso las exasperó intensamente; pero aproximadamente la mitad de la población aspiraba a ser clase media. Chávez aprovechó –y amplió– esa división; de hecho, como lo muestra la actual campaña para elegir a su sucesor, el país continúa más polarizado que nunca.
Bien puede ser que las supuestas proezas y la popularidad de Chávez duren más que él. En vez de una simple rotación de las élites en el poder, tal vez lo que tuvo lugar durante su presidencia haya sido el advenimiento de un liderazgo político que se ve, habla, venera y ama como la gente del país –un liderazgo que se identifica con los millones de venezolanos previamente marginados y los beneficia. En ese caso, el sucesor designado de Chávez, Nicolás Maduro, acabará rápidamente en las próximas elecciones con el candidato de la oposición, Henrique Capriles. El chavismo sobrevivirá a Chávez.
Pero, sea cual fuere el resultado, ningún luto y embalsamamiento alterarán un sencillo hecho: Venezuela y su gente no están claramente mejor que hace 14 años. Y cualesquiera sean las modestas mejoras que puedan sentir en sus vidas, también fueron logradas en otros países, con costos económicos y políticos mucho menores.
Jorge G. Castañeda was Mexico’s Secretary of Foreign Affairs from 2000-2003, after joining with his ideological opponent, President Vicente Fox, to create the country’s first democratic government. He is currently Global Distinguished Professor of Politics and Latin American and Caribbean Studies at New York University, and is the author of The Latin American Left After the Cold War and Compañero: The Life and Death of Che Guevara. Traducción al español por Leopoldo Gurman.