La iniciativa del juez Garzón

La iniciativa del juez Baltasar Garzón de abrir diligencias previas, después transformadas en sumario, para depurar las responsabilidades de los sublevados el 18 de julio de 1936 por un delito de insurrección contra el Gobierno legítimo de la Segunda República y de exterminio planificado de los dirigentes republicanos durante la guerra civil y la posguerra, ha conseguido ya, con independencia de si prospera o no el recurso en contra del fiscal, abrir un importante debate social sobre uno de los temas tabú de la transición: la violencia política que impregna nuestro pasado más inmediato.

Una violencia que, sin duda y tal como reconoce la ley del memorial democrático, tiene dos caras: la represión que se produjo en la retaguardia republicana y la represión franquista que se prolongó más allá de la guerra civil y se mantuvo viva durante toda la dictadura. La primera no solo ha quedado bien establecida por los trabajos de los historiadores, sino que durante cuatro décadas fue la justificación que utilizó el régimen para legitimar la dictadura. En cambio, la represión franquista, especialmente la represión en caliente del verano de 1936 en las zonas donde triunfó el golpe de Estado militar, fue cuidadosamente ocultada y negada.

A partir de la institucionalización del régimen, los consejos de guerra sin ninguna garantía jurídica dieron cuenta de una represión mucho más sistemática y discriminada que los estudios históricos han puesto al descubierto desde que ha sido posible consultar la documentación, algo que solo ha sucedido hace unos pocos años. En efecto, y estudios anteriores así lo demuestran, esa represión sistemática pudo reconstruirse gracias a la prensa de la época --que, al menos mientras la Alemania nazi parecía que podía ganar la segunda guerra mundial, daba cuenta de las sentencias de los consejos de guerra más importantes-- y en los registros de los cementerios adonde iban a parar las víctimas de los fusilamientos.

Pero la represión silenciosa, que en algunos casos convivió en la inmediata posguerra con los consejos de guerra, seguía oculta, y sus víctimas, olvidadas en las fosas comunes esparcidas por todas partes, en cunetas, pinares, campos y páramos. Son los desaparecidos, aquellos que no dejaron rastro documental porque su ejecución se realizó al margen de toda legalidad, incluso de la pretendida legalidad franquista. Son los muertos sin nombre, los "desaparecidos", que las familias recordaban en silencio sin saber, en muchos casos, dónde descansaban sus restos o, todavía peor, sabiéndolo pero sin poder dignificar su recuerdo o el lugar en donde estaban anónimamente enterrados, sin ninguna inscripción, sin ninguna señalización. Resulta hoy difícil de entender el alcance de una represión que, en comunidades pequeñas y cerradas, obligó a los familiares de las víctimas a convivir con los verdugos de sus seres queridos, cuando no a soportar sus chulerías y continuas amenazas.

Es por ello que, más allá de la efectividad de la instrucción de Garzón --no sería la primera vez que una instrucción de este juez acaba en nada--, el sumario abierto pone encima de la mesa el horror de una represión que afectó a decenas de miles de personas y que hasta ahora permanecía en un silencio solo roto por los familiares de las víctimas, por las Asociaciones de Recuperación de la Memoria Histórica, por los trabajos de los historiadores y por las iniciativas legislativas, como, por ejemplo, el proyecto de ley sobre la localización e identificación de las personas desaparecidas durante la guerra civil y la dictadura franquista que está tramitando el Parlamento catalán.

A pesar de ello, debemos ser prudentes y no levantar falsas expectativas que contribuirían a aumentar el dolor de las familias de las víctimas. Por un lado, no hay que esperar consecuencias penales de unos delitos en los que los principales responsables ya están muertos. Por otro, a diferencia de las fosas de la segunda guerra mundial o de la guerra de los Balcanes, en el caso de España han pasado 70 años o más desde que se cometieron aquellos asesinatos o de los enfrentamientos que dieron lugar a las fosas de soldados --que son las más abundantes en Catalunya--. Ello significa que, en opinión de los expertos, en muchos casos será imposible proceder a la identificación de los restos que se puedan encontrar, especialmente cuando se trata de fosas masivas.

Así, pues, para evitar nuevas frustraciones de los familiares de las víctimas, no estaría de más elaborar un protocolo a nivel de Estado similar al que contiene la ley catalana en trámite parlamentario. En síntesis, se trataría de diferenciar tres fases en el proceso: 1) localizar y contextualizar todas las fosas comunes posibles, tanto de soldados como de víctimas de la represión; 2) señalizar y dignificar las fosas localizadas como espacios de memoria; 3) proceder a la exhumación de todas las fosas en las que exista la certeza (como en el caso de la fosa abierta en Gurb el pasado verano) de que será posible la identificación de algunos de los cuerpos que están enterrados allí.

No se trata, en suma, como pretenden algunos, de abrir nuevas heridas, sino justo de lo contrario, de cerrar definitivamente la herida de la guerra civil resarciendo a unas víctimas que la dictadura había condenado al olvido.

Antoni Segura, catedrático de Hª Contemporánea de la UB.