La inmadurez de la defensa europea

Aunque no reconocido clínicamente, el síndrome de Peter Pan afecta a muchos adultos perpetuamente infantilizados que se resisten a madurar. En política exterior, de seguridad y defensa la Unión Europea (UE) también se muestra a menudo como una adolescente (aunque con 61 años a cuestas), subordinada a otros que no tienen reparos en tratarla como una menor incapaz e irresponsable (véase la reciente cumbre de la OTAN), mientras retrasa el momento de tomar sus propias decisiones para dotarse finalmente de una voz y unos medios propios ajustados a su pretensión de ser reconocida como una potencia global.

A la hora de valorar en qué punto nos encontramos para llegar hasta ahí, el balance es muy distinto si nos centramos en el camino recorrido o en el que queda por andar. En el primer caso, la percepción inmediata puede ser incluso exageradamente positiva, dado que es cierto que en los dos últimos años se ha avanzado mucho más que en los veinte anteriores. Es obvio que, desde el arranque de la Política Exterior y de Seguridad Común (Maastricht, 1992) se ha ido rellenando institucionalmente la cesta, hasta llegar a la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO, 11-12-2017). Igualmente, no solo la Agencia Europea de Defensa ha ido cobrando peso como pilar básico de una industria de defensa común sino que, por primera vez, hasta se crea un Fondo Europeo de Defensa con una asignación específica del presupuesto comunitario para proyectos conjuntos que buscan tanto sumar fuerzas y evitar redundancias, como deshacerse de la dependencia de Washington como suministrador principal. Además, en el terreno operativo se cuentan por decenas las operaciones civiles y militares bajo bandera UE y ya se dispone de algunos órganos de planificación y dirección de dichas operaciones.

La inmadurez de la defensa europeaSiendo este el último reducto de la soberanía nacional sorprende que el ritmo de avance se haya acelerado de tal modo, aunque no sea tanto como resultado de una sincera conversión europeísta de los Veintiocho, sino más bien de variables externas tan agobiantes como la crisis económica, la presión rusa, el Brexit y los desaires de Trump. Y quizás es eso precisamente lo que impide vislumbrar a medio plazo una UE a la altura de lo que plantea su Estrategia Global (2016), por mucho que la suma de sus capacidades nacionales aparenten convertirla en la primera potencia económica del planeta y la segunda en el terreno militar. Peor aún, hoy ya no cabe afirmar, como se sostenía rotundamente antes del estallido de la doble crisis institucional (2004) y económica (2008), que el proceso de unión política es irreversible. Y no lo es, visto desde la óptica de seguridad y defensa, porque los Veintiocho siguen fragmentados entre europeístas, atlantistas y neutrales, con Washington y Moscú poniendo piedras en el camino, mientras la desconfianza mutua, el “sálvese quien pueda” y el afán de liderazgos particularistas alimentan el surgimiento de iniciativas liliputienses —sea el grupo de Visegrado o la reciente Iniciativa Europea de Intervención— que debilitan el proyecto comunitario.

El problema para cualquier ciudadano comunitario y para su Gobierno es que, a pesar de todo, necesitamos a la Unión Europea. En el mundo globalizado de hoy las capacidades individuales son insuficientes para salir airosos de cualquier envite. Por eso, tanto para responder a las amenazas que nos afectan como para mejorar nuestro nivel de bienestar y seguridad, debemos apostar por una UE dotada de una política exterior, de seguridad y de defensa dignas de tal nombre. Sería un error creer que eso significa convertirse en un gigante militar a toda costa; pero también lo sería pensar que basta con la diplomacia y la palabra para disuadir a quienes ansíen lo ajeno. Necesitamos, en definitiva, una Europa de la defensa al servicio no solo del club más exclusivo del planeta en términos de bienestar y seguridad, sino también para contribuir en primera línea a un mundo más justo, más seguro y más sostenible.

Una defensa que entienda, entre otras cosas, que:

— No es necesario gastar más en defensa. Y no solo porque no podemos, sino también porque no debemos. Por un lado, ahí están las restricciones impuestas por Bruselas, que no permiten alegrías presupuestarias, las múltiples necesidades por atender en otros muchos capítulos de gasto y, más aún, la enorme dificultad para “vender” esa idea a una ciudadanía sumida en la crisis. Por otro, hay que escapar de la sacralización de una cifra (2% del PIB) que nunca ha sido explicada cabalmente. Por último, y más importante todavía, porque basta con gastar mejor, eliminando esquemas nacionalistas caducos, para incrementar notablemente las capacidades comunes, estableciendo una clara división del trabajo tanto en el ámbito industrial como en el de los medios y recursos.

— Hay vida más allá de la OTAN. La Alianza ha sido útil durante décadas, pero inevitablemente significa depender de un líder cada vez menos fiable (Merkel dixit) que paulatinamente ha ido reduciendo su nivel de implicación en Europa. La prioridad hoy es dotarnos de los medios propios para poder defender nuestros intereses y, solo después, afanarnos por mantener el vínculo trasatlántico —puesto que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa— sobre unas bases más equilibradas.

— Sin ambición no hay autonomía estratégica posible. Más que centrar el foco en la creación de nuevas capacidades, lo fundamental es activar la necesaria voluntad política de los Veintiocho para llegar a una autonomía estratégica que actualmente es tan solo una ensoñación. Solo si existe esa ambición será posible atender los incumplidos planes de desarrollo de capacidades y completar el andamiaje institucional para decidir, planificar y actuar autónomamente.

— Los ejércitos no lo son todo. Es más, solo son instrumentos de último recurso, medidos tanto en términos de disuasión como de castigo. No cabe olvidar que ya hoy, con todas sus carencias, la UE es, gracias a su multilateralidad y su multidimensionalidad, el actor mejor equipado del planeta para hacer frente a los retos poliédricos que definen nuestra agenda. Por tanto, el objetivo no es convertirse en un clónico de Washington, para acabar cometiendo el error del que solo tiene un martillo para arreglar todos los problemas a los que se enfrenta, sino equilibrar adecuadamente los medios civiles y militares de la Unión en la defensa de los intereses comunes.

No es realista suponer que el camino que falta seguirá los pasos marcados en ningún plan maestro. Habrá avances y retrocesos derivados de las diversas sensibilidades internas, pero sigue estando en nuestras manos evitar precipitarnos por el abismo de la irrelevancia y superar nuestra condición de Peter Pan, eternamente protestones con nuestros mayores y reacios a asumir que hemos llegado a la edad adulta.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (ECAH). @SusoNunez

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